Washington, DC—La Directiva de Retorno aprobada por el Parlamento Europeo, que permite a los países miembros encarcelar a los indocumentados durante 18 meses y deportar a menores de edad ha reencendido el debate—a todas luces capital—sobre la inmigración.
Los argumentos europeos contra la inmigración son los mismos que oímos en Estados Unidos, Canadá y Australia, o en países más pobres que atraen a ciudadanos de naciones aun más pobres, como Argentina, donde viven muchos bolivianos, y la República Dominicana, con su numerosa población haitiana. Los legisladores y muchos ciudadanos europeos piensan que los innmigrantes se roban el empleo nativo, ponen en peligro sus valores culturales y socavan el Estado del Bienestar.
Cualquier sociedad enfrentada a un súbito influjo de forasteros sentiría, comprensiblemente, una amenaza. Pero la realidad desmiente estos tres temores.
La Caixa, respetable banco español, midió el impacto de la inmigración en la economía europea entre 1995 y 2005. El resultado es alucinante. Por ejemplo, la inmigración contribuyó en promedio 4,5 por ciento al crecimiento económico anual de Irlanda y 3,8 por ciento al de España. Sin la inmigración, España habría crecido poco más de 1 por ciento.
Si comparamos las cifras de desempleo de comienzos de los 90, cuando había pocos inmigrantes, con las del nuevo milenio, cuando la mayoría de los 8 millones de indocumentados ingresaron a Europa, resulta obvio: la inmigración no roba empleos. Al expandir la economía con una oferta de trabajo adicional, los inmigrantes generan una demanda aun mayor de trabajadores, para beneficio de los nativos. Por eso España tiene hoy una tasa de paro de 8,5 por ciento y a comienzos de los 90 alcanzó dos dígitos.
¿Y qué hay del argumento cultural? Algunos inmigrantes traen costumbres que los europeos ven con espanto. Hay casos extremos como la mutilación femenina o el matrimonio arreglado de dos niños. De modo más general, hay inmigrantes no acostumbrados al Estado de Derecho. La mayoría se adapta a nuevas reglas y costumbres porque la cultura es porosa. La amenaza para la nación huésped, en casos como los mencionados, sólo podría venir de la incapacidad de las autoridades para aplicar la ley.
El argumento cultural también podría esgrimirse en sentido inverso. Hemos visto a grupos de europeos atacar a inmigrantes indefensos con saña—incluso inmigrantes europeos. El caso más reciente ocurrió en Nápoles, donde fueron incendiados unos campamentos gitanos. Esos matones no son, me atrevo a sugerir, el sumum de la cultura occidental.
Por último, está el Estado del Bienestar. Vaya ironía: quienes han dado al sistema europeo de “prestaciones” el beso de la vida son los inmigrantes. En los 80 y 90, la baja tasa de natalidad hizo temer que las pensiones del futuro no estuvieran garantizadas. Varios países coquetearon con la idea de reemplazar sus sistemas de reparto por esquemas de capitalización al estilo chileno. La idea perdió luego urgencia (lástima) porque el influjo de inmigrantes engordó la base de aportantes.
Los brotes de violencia en los guetos que rodean París son acaso el mejor argumento para desmontar el Estado del Bienestar que ha anestesiado a la economía europea. Mientras que la carga impositiva y el clima regulatorio entorpecían la creación de empresas y empleos, el Estado del Bienestar francés otorgaba a muchos inmigrantes educación gratuita, servicios de salud gratuitos, subsidios de desempleo y la promesa de una pensión no ganada. Al darles dádivas y negarles la posibilidad de un trabajo, el sistema engendró dependencia y resentimiento, semillas de las que brotó la violencia.
Ninguna sociedad, ni siquiera una tan abierta como la estadounidense, está libre del miedo al forastero. Los argumentos modernos contra el inmigrante son una racionalización de ese instinto primitivo. Es injusto exigir a gobiernos europeos que rinden cuentas a sus opiniones públicas que actúen como si ese instinto no existiera en sus sociedades. Pero aprobar leyes que son un perfecto reflejo de él contradice lo que cabe esperar de un continente que se ve a sí mismo como la cúspide de la civilización.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
El miedo de Europa
Washington, DC—La Directiva de Retorno aprobada por el Parlamento Europeo, que permite a los países miembros encarcelar a los indocumentados durante 18 meses y deportar a menores de edad ha reencendido el debate—a todas luces capital—sobre la inmigración.
Los argumentos europeos contra la inmigración son los mismos que oímos en Estados Unidos, Canadá y Australia, o en países más pobres que atraen a ciudadanos de naciones aun más pobres, como Argentina, donde viven muchos bolivianos, y la República Dominicana, con su numerosa población haitiana. Los legisladores y muchos ciudadanos europeos piensan que los innmigrantes se roban el empleo nativo, ponen en peligro sus valores culturales y socavan el Estado del Bienestar.
Cualquier sociedad enfrentada a un súbito influjo de forasteros sentiría, comprensiblemente, una amenaza. Pero la realidad desmiente estos tres temores.
La Caixa, respetable banco español, midió el impacto de la inmigración en la economía europea entre 1995 y 2005. El resultado es alucinante. Por ejemplo, la inmigración contribuyó en promedio 4,5 por ciento al crecimiento económico anual de Irlanda y 3,8 por ciento al de España. Sin la inmigración, España habría crecido poco más de 1 por ciento.
Si comparamos las cifras de desempleo de comienzos de los 90, cuando había pocos inmigrantes, con las del nuevo milenio, cuando la mayoría de los 8 millones de indocumentados ingresaron a Europa, resulta obvio: la inmigración no roba empleos. Al expandir la economía con una oferta de trabajo adicional, los inmigrantes generan una demanda aun mayor de trabajadores, para beneficio de los nativos. Por eso España tiene hoy una tasa de paro de 8,5 por ciento y a comienzos de los 90 alcanzó dos dígitos.
¿Y qué hay del argumento cultural? Algunos inmigrantes traen costumbres que los europeos ven con espanto. Hay casos extremos como la mutilación femenina o el matrimonio arreglado de dos niños. De modo más general, hay inmigrantes no acostumbrados al Estado de Derecho. La mayoría se adapta a nuevas reglas y costumbres porque la cultura es porosa. La amenaza para la nación huésped, en casos como los mencionados, sólo podría venir de la incapacidad de las autoridades para aplicar la ley.
El argumento cultural también podría esgrimirse en sentido inverso. Hemos visto a grupos de europeos atacar a inmigrantes indefensos con saña—incluso inmigrantes europeos. El caso más reciente ocurrió en Nápoles, donde fueron incendiados unos campamentos gitanos. Esos matones no son, me atrevo a sugerir, el sumum de la cultura occidental.
Por último, está el Estado del Bienestar. Vaya ironía: quienes han dado al sistema europeo de “prestaciones” el beso de la vida son los inmigrantes. En los 80 y 90, la baja tasa de natalidad hizo temer que las pensiones del futuro no estuvieran garantizadas. Varios países coquetearon con la idea de reemplazar sus sistemas de reparto por esquemas de capitalización al estilo chileno. La idea perdió luego urgencia (lástima) porque el influjo de inmigrantes engordó la base de aportantes.
Los brotes de violencia en los guetos que rodean París son acaso el mejor argumento para desmontar el Estado del Bienestar que ha anestesiado a la economía europea. Mientras que la carga impositiva y el clima regulatorio entorpecían la creación de empresas y empleos, el Estado del Bienestar francés otorgaba a muchos inmigrantes educación gratuita, servicios de salud gratuitos, subsidios de desempleo y la promesa de una pensión no ganada. Al darles dádivas y negarles la posibilidad de un trabajo, el sistema engendró dependencia y resentimiento, semillas de las que brotó la violencia.
Ninguna sociedad, ni siquiera una tan abierta como la estadounidense, está libre del miedo al forastero. Los argumentos modernos contra el inmigrante son una racionalización de ese instinto primitivo. Es injusto exigir a gobiernos europeos que rinden cuentas a sus opiniones públicas que actúen como si ese instinto no existiera en sus sociedades. Pero aprobar leyes que son un perfecto reflejo de él contradice lo que cabe esperar de un continente que se ve a sí mismo como la cúspide de la civilización.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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