Ya el ex obispo Fernando Lugo es presidente de Paraguay. Magnífico. Llega al poder en medio de grandes ilusiones nacionales. Lo respalda el 93% de la población. Su toma de posesión discurrió elegantemente. Sólo hubo un contratiempo menor: la secretaria o ministra de la Mujer, Gloria Rubin, protestó con justa indignación por la invitación cursada a Daniel Ortega y el nicaragüense decidió no acudir a Asunción. El rechazo de la señora Rubin no tenía un origen político sino moral: le parecía inaceptable que un gobernante acusado de violar a su hijastra Zoilamérica Nar-váez desde que era una niña, participara de la ceremonia inaugural. También pudo haber criticado la presencia de Hugo Chávez, que golpeaba a su última esposa Marisabel Rodríguez con furia bolivariana, pero esas agresiones, sin duda, tenían menos entidad.
En España existe un viejo dicho popular que seguramente tuvo un origen religioso: «no es lo mismo predicar que dar trigo». Los curas, en general, son buenos predicando. Es una vieja tradición de la Roma pagana que la Iglesia incorporó a sus hábitos y saberes. Todo esto viene a cuento de la profesión del señor Lugo. Hasta hace poco tiempo su trabajo consistía en señalar males, denunciar vicios y reclamar justicia. En esa época el obispo Lugo predicaba. Ahora el presidente Lugo tiene que dar trigo. Es decir, tiene que corregir los graves problemas que aquejan a la sociedad paraguaya.
El problema radica en que es mucho más fácil predicar que dar trigo, y el presidente Lugo corre el peligro de que el obispo Lugo le eche a perder su labor de gobierno.
Numerosos obispos, desde siempre, tienen la tentación de culpar a los ricos de la pobreza de quienes nada o muy poco poseen. Con un ojo ven las formas confortables de vida de un sector de la sociedad, mientras con el otro observan a los infelices, ignorantes y mal alimentados, que subsisten a duras penas, y sacan la equivocada conclusión de que la miseria que padecen unos es la consecuencia de la opulencia de los otros. Una vez establecida esta inferencia errónea, caen en la tentación de repartir «equitativamente» la riqueza. Al final consiguen lo que no se habían propuesto: destruir la riqueza y empobrecerlos a todos.
Si el señor Lugo -que seguramente es una persona honrada y llena de intenciones benévolas- se convierte en un presidente bueno o malo no será por los saberes que adquirió en el seminario, sino por su sentido común, la calidad de sus asesores, su capacidad para concertar voluntades opuestas, y la habilidad que tenga para formular proyectos sensatos, acopiar los recursos que se necesiten para llevarlos a cabo, y lograr que se ejecuten en el tiempo y la forma adecuados dentro de los estrechos márgenes que señala la ley. Gobernar bien es eso.
Se trata de crear fórmulas para estimular la producción y la productividad nacionales, y de asignar razonable y justamente los escasos recursos de que dispone el Estado para aliviar los infinitos problemas que padece la sociedad. Una tarea humilde y llena de frustraciones que, hagas lo que hagas, inevitablemente genera un buen número de detractores y conduce a la melancolía.
La única ventaja que tiene su antigua profesión de cura es que está preparado para perdonar a sus enemigos, y eso nunca viene mal en política. Suelen ser muchos.
Paraguay: el obispo y el presidente
Ya el ex obispo Fernando Lugo es presidente de Paraguay. Magnífico. Llega al poder en medio de grandes ilusiones nacionales. Lo respalda el 93% de la población. Su toma de posesión discurrió elegantemente. Sólo hubo un contratiempo menor: la secretaria o ministra de la Mujer, Gloria Rubin, protestó con justa indignación por la invitación cursada a Daniel Ortega y el nicaragüense decidió no acudir a Asunción. El rechazo de la señora Rubin no tenía un origen político sino moral: le parecía inaceptable que un gobernante acusado de violar a su hijastra Zoilamérica Nar-váez desde que era una niña, participara de la ceremonia inaugural. También pudo haber criticado la presencia de Hugo Chávez, que golpeaba a su última esposa Marisabel Rodríguez con furia bolivariana, pero esas agresiones, sin duda, tenían menos entidad.
En España existe un viejo dicho popular que seguramente tuvo un origen religioso: «no es lo mismo predicar que dar trigo». Los curas, en general, son buenos predicando. Es una vieja tradición de la Roma pagana que la Iglesia incorporó a sus hábitos y saberes. Todo esto viene a cuento de la profesión del señor Lugo. Hasta hace poco tiempo su trabajo consistía en señalar males, denunciar vicios y reclamar justicia. En esa época el obispo Lugo predicaba. Ahora el presidente Lugo tiene que dar trigo. Es decir, tiene que corregir los graves problemas que aquejan a la sociedad paraguaya.
El problema radica en que es mucho más fácil predicar que dar trigo, y el presidente Lugo corre el peligro de que el obispo Lugo le eche a perder su labor de gobierno.
Numerosos obispos, desde siempre, tienen la tentación de culpar a los ricos de la pobreza de quienes nada o muy poco poseen. Con un ojo ven las formas confortables de vida de un sector de la sociedad, mientras con el otro observan a los infelices, ignorantes y mal alimentados, que subsisten a duras penas, y sacan la equivocada conclusión de que la miseria que padecen unos es la consecuencia de la opulencia de los otros. Una vez establecida esta inferencia errónea, caen en la tentación de repartir «equitativamente» la riqueza. Al final consiguen lo que no se habían propuesto: destruir la riqueza y empobrecerlos a todos.
Si el señor Lugo -que seguramente es una persona honrada y llena de intenciones benévolas- se convierte en un presidente bueno o malo no será por los saberes que adquirió en el seminario, sino por su sentido común, la calidad de sus asesores, su capacidad para concertar voluntades opuestas, y la habilidad que tenga para formular proyectos sensatos, acopiar los recursos que se necesiten para llevarlos a cabo, y lograr que se ejecuten en el tiempo y la forma adecuados dentro de los estrechos márgenes que señala la ley. Gobernar bien es eso.
Se trata de crear fórmulas para estimular la producción y la productividad nacionales, y de asignar razonable y justamente los escasos recursos de que dispone el Estado para aliviar los infinitos problemas que padece la sociedad. Una tarea humilde y llena de frustraciones que, hagas lo que hagas, inevitablemente genera un buen número de detractores y conduce a la melancolía.
La única ventaja que tiene su antigua profesión de cura es que está preparado para perdonar a sus enemigos, y eso nunca viene mal en política. Suelen ser muchos.
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