Sao Paulo—Mientras que en los Estados Unidos la perforación petrolera marítima es tan controversial que ha dominado parte de la acalorada campaña presidencial, en Brasil es tan popular que todos quieren un trozo del pastel. Tupi, una formación submarina bajo un manto de sal descubierta en la cuenca de Santos a fines del año pasado y que contiene la cuarta mayor reserva del mundo, está erosionando rápidamente algunos mitos sobre el Brasil.
El gobierno brasileño detenta la mayor parte de las acciones con derecho a voto de Petrobras, la empresa que descubrió el yacimiento de Tupi, pero alrededor del 60 por ciento del paquete accionario total es negociado en Bolsa. El Presidente Lula da Silva y sus simpatizantes no quieren que Petrobras se adueñe de las reservas de Tupi porque gran parte de las ganancias irían a parar a manos privadas. Por ello, propusieron una nueva empresa estatal que posea y explote esas reservas.
Cuando Petrobras reclamó y los expertos explicaron que el gobierno carece del capital y el “know-how” necesario para este emprendimiento —desafío tecnológico enorme dado que el crudo está aprisionado bajo una capa de sal a unos 6.000 metros bajo la superficie—, Lula modificó ligeramente su plan. Ahora habla de crear una nueva compañía estatal que no operará el yacimiento sino que lo administrará, repartiendo contratos de producción entre empresas privadas y Petrobrás, a las que ofrecerá una participación en las ganancias. Eso garantizará que la mayor parte del dinero se destine a la “educación y la lucha contra la pobreza” —es decir a las arcas gubernamentales.
Tres mitos han sido demolidos en el curso de este debate.
Por ser el país que produce más del 40 por ciento del etanol mundial utilizado como combustible y en el que ningún vehículo liviano funciona exclusivamente en base a gasolina, Brasil era considerado un modelo para el futuro. Resulta que los brasileños están tan interesados en el petróleo como cualquier otra nación en posesión de ese valioso recurso. En vista de que el petróleo fue un monopolio estatal desde la década del 50, se pensaba que las reservas del país eran insuficientes. Cuando se acabó con el monopolio de Petrobrás bajo la Presidencia de Fernando Henrique Cardoso en 1997, la exploración petrolífera progresó. El descubrimiento de importantes yacimientos petroleros era cuestión de tiempo.
El segundo mito que se ha roto es que Lula, el icono de la izquierda moderna, se ha despojado de todas las inclinaciones socialistas de su juventud. Lula es, para los estándares latinoamericanos, un socialista moderno. Pero su posición sobre Tupi demuestra que cree en la concentración de poder más de lo que cree en el mercado libre. Es cierto: comprende la importancia de la inversión extranjera, razón por la cual Brasil atrajo inversiones foráneas por valor de 35 mil millones de dólares el pasado año, y en parte gracias a la apertura económica la clase media constituye en la actualidad, según la Fundacao Getulio Vargas, el 52 por ciento de la población. Pero el gasto público se ha disparado a la estratosfera y el gobierno ha convertido a BNDES, el banco estatal que financia parte del desarrollo industrial del país, en una poderosa herramienta mercantilista que decide quiénes son los ganadores (por ejemplo, la empresas navieras) y los perdedores. El laberíntico sistema político implica que incluso en estas épocas de auge económico la inversión total represente cerca del 18 por ciento del PBI de Brasil —poca cosa si se la compara con el 47 por ciento de China en sus mejores días.
El último mito que yace en escombros es la idea de que los brasileños finalmente se habían decidido por un modelo económico y que, al preservar Lula las reformas heredadas de Cardoso, la izquierda y la derecha habían alcanzado un acuerdo básico acerca de la necesidad de transferir la responsabilidad a la empresa privada. Existe aún una división fundamental entre quienes creen en la ingeniería social y quienes creen en la responsabilidad individual. En épocas de bonanza, como ésta, la cuestión parecería tener pocas consecuencias porque existe una abundancia de capital, el gobierno está recaudando a lo grande y 12 millones de familias pobres están recibiendo estipendios del Estado para aliviar la pobreza. Pero la diferencia entre los países que prosperan y aquellos que no lo hacen no es que a los primeros les va bien cuando los productos primarios se venden a precios elevados sino que son capaces de sostener una sustancial acumulación de capital durante un largo periodo sin importar la suerte que corran sus recursos naturales.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
El sueño petrolero de Lula
Sao Paulo—Mientras que en los Estados Unidos la perforación petrolera marítima es tan controversial que ha dominado parte de la acalorada campaña presidencial, en Brasil es tan popular que todos quieren un trozo del pastel. Tupi, una formación submarina bajo un manto de sal descubierta en la cuenca de Santos a fines del año pasado y que contiene la cuarta mayor reserva del mundo, está erosionando rápidamente algunos mitos sobre el Brasil.
El gobierno brasileño detenta la mayor parte de las acciones con derecho a voto de Petrobras, la empresa que descubrió el yacimiento de Tupi, pero alrededor del 60 por ciento del paquete accionario total es negociado en Bolsa. El Presidente Lula da Silva y sus simpatizantes no quieren que Petrobras se adueñe de las reservas de Tupi porque gran parte de las ganancias irían a parar a manos privadas. Por ello, propusieron una nueva empresa estatal que posea y explote esas reservas.
Cuando Petrobras reclamó y los expertos explicaron que el gobierno carece del capital y el “know-how” necesario para este emprendimiento —desafío tecnológico enorme dado que el crudo está aprisionado bajo una capa de sal a unos 6.000 metros bajo la superficie—, Lula modificó ligeramente su plan. Ahora habla de crear una nueva compañía estatal que no operará el yacimiento sino que lo administrará, repartiendo contratos de producción entre empresas privadas y Petrobrás, a las que ofrecerá una participación en las ganancias. Eso garantizará que la mayor parte del dinero se destine a la “educación y la lucha contra la pobreza” —es decir a las arcas gubernamentales.
Tres mitos han sido demolidos en el curso de este debate.
Por ser el país que produce más del 40 por ciento del etanol mundial utilizado como combustible y en el que ningún vehículo liviano funciona exclusivamente en base a gasolina, Brasil era considerado un modelo para el futuro. Resulta que los brasileños están tan interesados en el petróleo como cualquier otra nación en posesión de ese valioso recurso. En vista de que el petróleo fue un monopolio estatal desde la década del 50, se pensaba que las reservas del país eran insuficientes. Cuando se acabó con el monopolio de Petrobrás bajo la Presidencia de Fernando Henrique Cardoso en 1997, la exploración petrolífera progresó. El descubrimiento de importantes yacimientos petroleros era cuestión de tiempo.
El segundo mito que se ha roto es que Lula, el icono de la izquierda moderna, se ha despojado de todas las inclinaciones socialistas de su juventud. Lula es, para los estándares latinoamericanos, un socialista moderno. Pero su posición sobre Tupi demuestra que cree en la concentración de poder más de lo que cree en el mercado libre. Es cierto: comprende la importancia de la inversión extranjera, razón por la cual Brasil atrajo inversiones foráneas por valor de 35 mil millones de dólares el pasado año, y en parte gracias a la apertura económica la clase media constituye en la actualidad, según la Fundacao Getulio Vargas, el 52 por ciento de la población. Pero el gasto público se ha disparado a la estratosfera y el gobierno ha convertido a BNDES, el banco estatal que financia parte del desarrollo industrial del país, en una poderosa herramienta mercantilista que decide quiénes son los ganadores (por ejemplo, la empresas navieras) y los perdedores. El laberíntico sistema político implica que incluso en estas épocas de auge económico la inversión total represente cerca del 18 por ciento del PBI de Brasil —poca cosa si se la compara con el 47 por ciento de China en sus mejores días.
El último mito que yace en escombros es la idea de que los brasileños finalmente se habían decidido por un modelo económico y que, al preservar Lula las reformas heredadas de Cardoso, la izquierda y la derecha habían alcanzado un acuerdo básico acerca de la necesidad de transferir la responsabilidad a la empresa privada. Existe aún una división fundamental entre quienes creen en la ingeniería social y quienes creen en la responsabilidad individual. En épocas de bonanza, como ésta, la cuestión parecería tener pocas consecuencias porque existe una abundancia de capital, el gobierno está recaudando a lo grande y 12 millones de familias pobres están recibiendo estipendios del Estado para aliviar la pobreza. Pero la diferencia entre los países que prosperan y aquellos que no lo hacen no es que a los primeros les va bien cuando los productos primarios se venden a precios elevados sino que son capaces de sostener una sustancial acumulación de capital durante un largo periodo sin importar la suerte que corran sus recursos naturales.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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