El General David Petraeus, el ex comandante militar de las fuerzas estadounidenses en Irak y autor del más reciente manual de contrainsurgencia de las fuerzas armadas, aprendió las lecciones de la exitosa experiencia británica en materia de contrainsurgencia en Malaya en los años 50. Fue capaz de reducir la violencia en Irak mediante la institución de una política de refrenamiento militar de los EE.UU. en ese país.
Inicialmente, los militares británicos en Malaya y los militares estadounidenses en Irak utilizaron técnicas agresivas de combate para eliminar a la mayor cantidad posible de insurgentes. Pero en ambos casos, los nuevos comandantes militares—el Teniente General británico Sir Gerald Templer y Petraeus—se percataron de que la excesiva violencia de parte de una potencia ocupante lo que hace es simplemente arrojar a la población del país ocupado a los brazos de los insurgentes. En contrainsurgencia, los rebeldes necesitan imperiosamente el apoyo de la población para que les suministren alimentos, provisiones y cobertura. En síntesis, Templer y Petraeus se dieron cuenta de que la clave del éxito en las guerras contra las guerrillas estaba en conquistar los corazones y mentes de la gente antes que en matar a los insurgentes.
Si el principio de que menos (violencia) es más (efectiva) persiste en el campo de batalla de la contrainsurgencia, ¿por qué los políticos estadounidenses de ambos partidos y la conducción militar nacional han ignorado este importante principio al momento de combatir a las insurgencias y al terrorismo en un terreno más amplio?
Después de los ataques del 11 de septiembre, en vez de procurar capturar a Osama bin Laden empleando los recursos de la inteligencia y las fuerzas de aplicación de la ley, o asesinarlo en las sombras utilizando a los efectivos de las Fuerzas Especiales, la administración Bush prefirió invadir Afganistán y llevar a cabo un ejercicio de edificación de nación que resultó mucho más expansivo que la mera neutralización de al Qaeda, la cual en la actualidad se encuentra centrada en Pakistán. Tal como los comunistas malayos y los rebeldes iraquíes—y en verdad todos los grupos insurgentes y terroristas a lo largo de la historia—lo han esperado, al Qaeda soñaba con una sobrerreacción militar de parte de su adversario más poderoso para ayudarla a conseguir más reclutas, dinero y puntos de propaganda. En virtud de que la intervención estadounidense en tierras musulmanas era la disputa original de bin Laden, y la ocupación no-musulmana de territorio islámico ha exaltado los ánimos de los islamistas radicales durante siglos, parecía obvio que perseguir a bin Laden tras el 11 de septiembre hubiese tenido un impacto leve en el mundo musulmán. En cambio, la administración Bush no solamente invadió y ocupó una nación musulmana, Afganistán, sino que le dio a bin Laden un premio al concederle dos juegos consecutivos—invadir y ocupar Irak y emplear inicialmente técnicas agresivas.
Fue entonces que el mundo islamista radical se exaltó y el número de incidentes terroristas por todo el mundo se acrecentó. Mientras tanto, en Afganistán tras la invasión de los EE.UU. en 2001, el Talibán tan solo volvió a resurgir en 2005—después del incremento estadounidense de sus fuerzas de ocupación. Y actualmente la ocupación de los Estados Unidos no solo ha desestabilizado a esa nación, sino también al más peligroso Pakistán—una nación con armas nucleares. También en Pakistán, en 2001, el presidente Bush mencionó a Lashkar-e-Taiba—una agrupación que nunca había concentrado sus ataques contra los EE.UU. pero que recientemente atacó Mumbai, India—como una organización terrorista designada por los EE.UU. y le solicitó al entonces líder pakistaní Pervez Musharraf que desintegrará al grupo. La agrupación rápidamente redujo sus ataques contra India y transfirió a sus hombres para que colaborasen con el Talibán en su lucha contra los EE.UU. en Afganistán.
Incluso después de estos fiascos, la historia del inexorable fracaso estadounidense en reconocer la conexión entre más efectivos de los EE.UU. y las violentas consecuencias no deseadas continúa. En un reciente discurso en la academia militar estadounidense de West Point, el presidente George W. Bush defendió su estrategia de “la ofensa es la mejor defensa” para librar la “guerra contra el terror” y alentó a su sucesor a continuarla.
Además, Somalia está próxima a ser invadida por una amenaza islamista radical que esencialmente fue generada por las acciones estadounidenses. Los islamistas en Somalia contaban con poco apoyo—la población del país está compuesta por lo general por musulmanes moderados—hasta que los EE.UU. comenzaron a apoyar a los violentos, corruptos y denigrados señores de la guerra. A medida que los islamistas se fortalecieron y se apoderaron de Somalia en 2006, los Estados Unidos persuadieron a Etiopia para que invadiera ese país. Una vez más, un movimiento islamista ha sido radicalizado y fortalecido por la invasión de suelo musulmán por una nación percibida como no-musulmana y también por el endeble, débil e intransigente gobierno de transición al que los EE.UU. y la potencia ocupante habían estado apoyando. Etiopia pronto retirará sus tropas, y los islamistas, esta vez llenos de esteroides, probablemente tomarán pronto el poder. En esta instancia, en gran medida como en el caso de la masiva ayuda estadounidense a la resistencia militante islamista en Afganistán contra los soviéticos en los años 80, los Estados Unidos, mediante su innecesario entremetimiento en el exterior, no solamente habrá fortalecido a sus enemigos, sino que los habrá creado en primer lugar.
Pero la cosa se pone mejor (en verdad peor). Es probable que los EE.UU. ignoren todas las lecciones que deberían haber aprendido y caigan incluso más profundamente en el atolladero somalí. Como un golpe de suerte para el agresivo enfoque respecto del terrorismo del gobierno estadounidense, la deteriorada situación en Somalia ha dado lugar a una nueva excusa potencial para que los EE.UU. se metan todavía en un tercer brete. Piratas, actuando en base a la codicia y no a la teología islamista, están de manera creciente atacando a navíos en la costa somalí. Al proseguir con su fallida estrategia de “la ofensa es la mejor defensa”, la administración Bush está haciendo circular un borrador de una resolución de las Naciones Unidas que habla de autorizar “todas las medidas necesarias en tierra de Somalia” para evitar la piratería. Por supuesto, al igual que la misión de los EE.UU. contra las drogas en Colombia, que enmascara el apoyo estadounidense para el gobierno anfitrión en su guerra contra las guerrillas comunistas, perseguir a los piratas marinos somalíes puede ser una cobertura para el empleo de fuerzas de los EE.UU., incluido el poder aéreo, a fin de apuntalar a un gobierno somalí que seguramente colapsaría una vez que los etíopes se marchen.
A lo largo de los años, siendo la administración Bush tan solo la última cuota, el gobierno de los Estados Unidos ha seguido haciendo oídos sordos respecto del contraproducente efecto que sobre la seguridad de los EE.UU. tiene el empleo frecuente y excesivo de la fuerza militar. Uno solamente puede esperar que Barack Obama aproveche las lecciones que aprendieron los generales Templer y Petraeus en el campo de batalla y adopto una política de refrenamiento militar.
Traducido por Gabriel Gasave
Las lecciones del campo de batalla deben ser aprendidas en los niveles más altos
El General David Petraeus, el ex comandante militar de las fuerzas estadounidenses en Irak y autor del más reciente manual de contrainsurgencia de las fuerzas armadas, aprendió las lecciones de la exitosa experiencia británica en materia de contrainsurgencia en Malaya en los años 50. Fue capaz de reducir la violencia en Irak mediante la institución de una política de refrenamiento militar de los EE.UU. en ese país.
Inicialmente, los militares británicos en Malaya y los militares estadounidenses en Irak utilizaron técnicas agresivas de combate para eliminar a la mayor cantidad posible de insurgentes. Pero en ambos casos, los nuevos comandantes militares—el Teniente General británico Sir Gerald Templer y Petraeus—se percataron de que la excesiva violencia de parte de una potencia ocupante lo que hace es simplemente arrojar a la población del país ocupado a los brazos de los insurgentes. En contrainsurgencia, los rebeldes necesitan imperiosamente el apoyo de la población para que les suministren alimentos, provisiones y cobertura. En síntesis, Templer y Petraeus se dieron cuenta de que la clave del éxito en las guerras contra las guerrillas estaba en conquistar los corazones y mentes de la gente antes que en matar a los insurgentes.
Si el principio de que menos (violencia) es más (efectiva) persiste en el campo de batalla de la contrainsurgencia, ¿por qué los políticos estadounidenses de ambos partidos y la conducción militar nacional han ignorado este importante principio al momento de combatir a las insurgencias y al terrorismo en un terreno más amplio?
Después de los ataques del 11 de septiembre, en vez de procurar capturar a Osama bin Laden empleando los recursos de la inteligencia y las fuerzas de aplicación de la ley, o asesinarlo en las sombras utilizando a los efectivos de las Fuerzas Especiales, la administración Bush prefirió invadir Afganistán y llevar a cabo un ejercicio de edificación de nación que resultó mucho más expansivo que la mera neutralización de al Qaeda, la cual en la actualidad se encuentra centrada en Pakistán. Tal como los comunistas malayos y los rebeldes iraquíes—y en verdad todos los grupos insurgentes y terroristas a lo largo de la historia—lo han esperado, al Qaeda soñaba con una sobrerreacción militar de parte de su adversario más poderoso para ayudarla a conseguir más reclutas, dinero y puntos de propaganda. En virtud de que la intervención estadounidense en tierras musulmanas era la disputa original de bin Laden, y la ocupación no-musulmana de territorio islámico ha exaltado los ánimos de los islamistas radicales durante siglos, parecía obvio que perseguir a bin Laden tras el 11 de septiembre hubiese tenido un impacto leve en el mundo musulmán. En cambio, la administración Bush no solamente invadió y ocupó una nación musulmana, Afganistán, sino que le dio a bin Laden un premio al concederle dos juegos consecutivos—invadir y ocupar Irak y emplear inicialmente técnicas agresivas.
Fue entonces que el mundo islamista radical se exaltó y el número de incidentes terroristas por todo el mundo se acrecentó. Mientras tanto, en Afganistán tras la invasión de los EE.UU. en 2001, el Talibán tan solo volvió a resurgir en 2005—después del incremento estadounidense de sus fuerzas de ocupación. Y actualmente la ocupación de los Estados Unidos no solo ha desestabilizado a esa nación, sino también al más peligroso Pakistán—una nación con armas nucleares. También en Pakistán, en 2001, el presidente Bush mencionó a Lashkar-e-Taiba—una agrupación que nunca había concentrado sus ataques contra los EE.UU. pero que recientemente atacó Mumbai, India—como una organización terrorista designada por los EE.UU. y le solicitó al entonces líder pakistaní Pervez Musharraf que desintegrará al grupo. La agrupación rápidamente redujo sus ataques contra India y transfirió a sus hombres para que colaborasen con el Talibán en su lucha contra los EE.UU. en Afganistán.
Incluso después de estos fiascos, la historia del inexorable fracaso estadounidense en reconocer la conexión entre más efectivos de los EE.UU. y las violentas consecuencias no deseadas continúa. En un reciente discurso en la academia militar estadounidense de West Point, el presidente George W. Bush defendió su estrategia de “la ofensa es la mejor defensa” para librar la “guerra contra el terror” y alentó a su sucesor a continuarla.
Además, Somalia está próxima a ser invadida por una amenaza islamista radical que esencialmente fue generada por las acciones estadounidenses. Los islamistas en Somalia contaban con poco apoyo—la población del país está compuesta por lo general por musulmanes moderados—hasta que los EE.UU. comenzaron a apoyar a los violentos, corruptos y denigrados señores de la guerra. A medida que los islamistas se fortalecieron y se apoderaron de Somalia en 2006, los Estados Unidos persuadieron a Etiopia para que invadiera ese país. Una vez más, un movimiento islamista ha sido radicalizado y fortalecido por la invasión de suelo musulmán por una nación percibida como no-musulmana y también por el endeble, débil e intransigente gobierno de transición al que los EE.UU. y la potencia ocupante habían estado apoyando. Etiopia pronto retirará sus tropas, y los islamistas, esta vez llenos de esteroides, probablemente tomarán pronto el poder. En esta instancia, en gran medida como en el caso de la masiva ayuda estadounidense a la resistencia militante islamista en Afganistán contra los soviéticos en los años 80, los Estados Unidos, mediante su innecesario entremetimiento en el exterior, no solamente habrá fortalecido a sus enemigos, sino que los habrá creado en primer lugar.
Pero la cosa se pone mejor (en verdad peor). Es probable que los EE.UU. ignoren todas las lecciones que deberían haber aprendido y caigan incluso más profundamente en el atolladero somalí. Como un golpe de suerte para el agresivo enfoque respecto del terrorismo del gobierno estadounidense, la deteriorada situación en Somalia ha dado lugar a una nueva excusa potencial para que los EE.UU. se metan todavía en un tercer brete. Piratas, actuando en base a la codicia y no a la teología islamista, están de manera creciente atacando a navíos en la costa somalí. Al proseguir con su fallida estrategia de “la ofensa es la mejor defensa”, la administración Bush está haciendo circular un borrador de una resolución de las Naciones Unidas que habla de autorizar “todas las medidas necesarias en tierra de Somalia” para evitar la piratería. Por supuesto, al igual que la misión de los EE.UU. contra las drogas en Colombia, que enmascara el apoyo estadounidense para el gobierno anfitrión en su guerra contra las guerrillas comunistas, perseguir a los piratas marinos somalíes puede ser una cobertura para el empleo de fuerzas de los EE.UU., incluido el poder aéreo, a fin de apuntalar a un gobierno somalí que seguramente colapsaría una vez que los etíopes se marchen.
A lo largo de los años, siendo la administración Bush tan solo la última cuota, el gobierno de los Estados Unidos ha seguido haciendo oídos sordos respecto del contraproducente efecto que sobre la seguridad de los EE.UU. tiene el empleo frecuente y excesivo de la fuerza militar. Uno solamente puede esperar que Barack Obama aproveche las lecciones que aprendieron los generales Templer y Petraeus en el campo de batalla y adopto una política de refrenamiento militar.
Traducido por Gabriel Gasave
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