Washington, DC—Los sondeos de opinión, particularmente en los Estados Unidos, indican que los conservadores aún desconfían de la teoría de la evolución de Charles Darwin. El bicentenario de su nacimiento debería ser una ocasión para que la Derecha eche una nueva mirada a un hombre que hizo una contribución enorme a algunas de las ideas que ella propugna.
Darwin no era un ateo sino un creyente victoriano. No era un proto marxista sino un liberal, lo que en la Gran Bretaña del siglo 19 significaba oponer la libertad individual al Estado invasor. Era un admirador de John Locke y Adam Smith, dos de los grandes pensadores de la libertad. Y aunque fue influenciado por Malthus, cuyos escritos sobre la sobrepoblación fueron más tarde utilizados por los críticos del capitalismo para justificar el colectivismo, Darwin empleó las ideas del politólogo en el campo de la biología, no de la política o la economía.
Darwin no se propuso acabar con Dios. Cualquiera que haya leído “El origen de las especies”, “El descendiente del hombre” o su correspondencia se sorprende por el cuidado con el que evita lo que hoy día llamaríamos una “agenda ideológica”. Pero este diligente estudiante de la naturaleza hizo un descubrimiento devastador. Ese descubrimiento no fue la evolución de las especies, que había sido propuesta varias veces y puede rastrearse hasta los griegos, sino el hecho de que la evolución es un proceso aleatorio de selección natural por el cual la adaptación al medio ambiente produce ciertas variaciones que son gradualmente preservadas a través de la transmisión hereditaria. En última instancia, todas las especies tienen un origen común.
Este hallazgo planteó un desafío cataclísmico a la Iglesia, comparable al que supuso el redescubrimiento de Aristóteles en los siglos 12 y 13 o el desplazamiento de la Tierra como centro del universo en los siglos 16 y 17. Pero a diferencia de Aristóteles, que fue absorbido por la Iglesia a través de Tomás de Aquino, y los descubrimientos de Copérnico, Galileo y Newton, que fueron conciliados con la religión por el cristianismo racional y el deísmo, los libros de Darwin continuaron siendo un anatema para muchos creyentes. El Papa finalmente aceptó sus enseñanzas en los años 90 y la Iglesia Anglicana recientemente le pidió disculpas póstumas, pero para millones de cristianos Darwin todavía es inaceptable.
Y, sin embargo, la ciencia ha confirmado y expandido la teoría de Darwin, empleándola con gran utilidad. Lo que él denominaba el “misterio” de las variaciones que se transmiten a través de la descendencia fue explicado por la genética moderna. La secuencia del ADN y la biología molecular han ayudado, por ejemplo, a comprender la evolución de los virus y por ende a prevenir distintas enfermedades.
Las enseñanzas de Darwin han sido caricaturizadas y distorsionadas de forma grosera. El “darwinismo social”, que convirtió su teoría biológica en una teoría sociopolítica para justificar la eugenesia, lesionó su reputación. Sin embargo, Darwin fue un temprano adversario de la esclavitud y, en la medida en que identificó un origen común en la naturaleza, hizo más que ningún otro bípedo para defenestrar la idea de que las distintas razas corresponden a especies distintas.
El atractivo de Darwin para la Derecha debería residir en esto: el naturalista inglés otorgó validez científica a la idea revolucionaria de que el orden puede ser espontáneo y no estar diseñado por una autoridad poderosa ni sujeto a ella. La lucha por la existencia que según Darwin impulsa la selección natural es cualquier cosa menos un proceso predeterminado. Es más: el naturalista inglés sostenía que ciertos hábitos, valores e instituciones, incluida la religión, son ellas mismas formas de adaptarnos al medio ambiente y pueden influir en el curso de la evolución de la especie. El instinto de la simpatía, por ejemplo, lleva a algunos de los miembros fuertes de las especie humana a ayudar a los más débiles, mitigando con ello (¿puedo decir humanizando?) la lucha por la existencia.
Resulta fascinante que muchas personas de Derecha que defienden el orden espontáneo —el libre mercado— en el dominio de la economía política y condenan la ingeniería social como una amenaza contra la civilización rechacen la apabullante contribución de Darwin a la idea de que el orden puede autogenerarse. En un ensayo aparecido en “The Spectator”, en Gran Bretaña, el escritor conservador Matt Ridley reflexiona acerca de la paradoja de que la Izquierda haya cooptado a Darwin aún cuando sus ideas políticas contradicen las enseñanzas básicas del naturalista: “En cualquier laboratorio de biología europeo hay quienes creen fervorosamente en las propiedades individualistas, emergentes y descentralizadas de los genomas y al mismo tiempo prefieren que sea el determinismo dirigista el que imponga el orden en el campo de la economía”.
El bicentenario del natalicio de Darwin es una buena oportunidad para que la gente de Derecha que menosprecia a Darwin porque lo cree un icono de la Izquierda dé una segunda oportunidad a “El origen de las especies”, un libro sobre “lo peludas que son las grosellas”, como escribió con humor John Burrow, el editor de mi viejo ejemplar.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
Darwin y la Derecha
Julia Margaret Cameron / Wikimedia
Washington, DC—Los sondeos de opinión, particularmente en los Estados Unidos, indican que los conservadores aún desconfían de la teoría de la evolución de Charles Darwin. El bicentenario de su nacimiento debería ser una ocasión para que la Derecha eche una nueva mirada a un hombre que hizo una contribución enorme a algunas de las ideas que ella propugna.
Darwin no era un ateo sino un creyente victoriano. No era un proto marxista sino un liberal, lo que en la Gran Bretaña del siglo 19 significaba oponer la libertad individual al Estado invasor. Era un admirador de John Locke y Adam Smith, dos de los grandes pensadores de la libertad. Y aunque fue influenciado por Malthus, cuyos escritos sobre la sobrepoblación fueron más tarde utilizados por los críticos del capitalismo para justificar el colectivismo, Darwin empleó las ideas del politólogo en el campo de la biología, no de la política o la economía.
Darwin no se propuso acabar con Dios. Cualquiera que haya leído “El origen de las especies”, “El descendiente del hombre” o su correspondencia se sorprende por el cuidado con el que evita lo que hoy día llamaríamos una “agenda ideológica”. Pero este diligente estudiante de la naturaleza hizo un descubrimiento devastador. Ese descubrimiento no fue la evolución de las especies, que había sido propuesta varias veces y puede rastrearse hasta los griegos, sino el hecho de que la evolución es un proceso aleatorio de selección natural por el cual la adaptación al medio ambiente produce ciertas variaciones que son gradualmente preservadas a través de la transmisión hereditaria. En última instancia, todas las especies tienen un origen común.
Este hallazgo planteó un desafío cataclísmico a la Iglesia, comparable al que supuso el redescubrimiento de Aristóteles en los siglos 12 y 13 o el desplazamiento de la Tierra como centro del universo en los siglos 16 y 17. Pero a diferencia de Aristóteles, que fue absorbido por la Iglesia a través de Tomás de Aquino, y los descubrimientos de Copérnico, Galileo y Newton, que fueron conciliados con la religión por el cristianismo racional y el deísmo, los libros de Darwin continuaron siendo un anatema para muchos creyentes. El Papa finalmente aceptó sus enseñanzas en los años 90 y la Iglesia Anglicana recientemente le pidió disculpas póstumas, pero para millones de cristianos Darwin todavía es inaceptable.
Y, sin embargo, la ciencia ha confirmado y expandido la teoría de Darwin, empleándola con gran utilidad. Lo que él denominaba el “misterio” de las variaciones que se transmiten a través de la descendencia fue explicado por la genética moderna. La secuencia del ADN y la biología molecular han ayudado, por ejemplo, a comprender la evolución de los virus y por ende a prevenir distintas enfermedades.
Las enseñanzas de Darwin han sido caricaturizadas y distorsionadas de forma grosera. El “darwinismo social”, que convirtió su teoría biológica en una teoría sociopolítica para justificar la eugenesia, lesionó su reputación. Sin embargo, Darwin fue un temprano adversario de la esclavitud y, en la medida en que identificó un origen común en la naturaleza, hizo más que ningún otro bípedo para defenestrar la idea de que las distintas razas corresponden a especies distintas.
El atractivo de Darwin para la Derecha debería residir en esto: el naturalista inglés otorgó validez científica a la idea revolucionaria de que el orden puede ser espontáneo y no estar diseñado por una autoridad poderosa ni sujeto a ella. La lucha por la existencia que según Darwin impulsa la selección natural es cualquier cosa menos un proceso predeterminado. Es más: el naturalista inglés sostenía que ciertos hábitos, valores e instituciones, incluida la religión, son ellas mismas formas de adaptarnos al medio ambiente y pueden influir en el curso de la evolución de la especie. El instinto de la simpatía, por ejemplo, lleva a algunos de los miembros fuertes de las especie humana a ayudar a los más débiles, mitigando con ello (¿puedo decir humanizando?) la lucha por la existencia.
Resulta fascinante que muchas personas de Derecha que defienden el orden espontáneo —el libre mercado— en el dominio de la economía política y condenan la ingeniería social como una amenaza contra la civilización rechacen la apabullante contribución de Darwin a la idea de que el orden puede autogenerarse. En un ensayo aparecido en “The Spectator”, en Gran Bretaña, el escritor conservador Matt Ridley reflexiona acerca de la paradoja de que la Izquierda haya cooptado a Darwin aún cuando sus ideas políticas contradicen las enseñanzas básicas del naturalista: “En cualquier laboratorio de biología europeo hay quienes creen fervorosamente en las propiedades individualistas, emergentes y descentralizadas de los genomas y al mismo tiempo prefieren que sea el determinismo dirigista el que imponga el orden en el campo de la economía”.
El bicentenario del natalicio de Darwin es una buena oportunidad para que la gente de Derecha que menosprecia a Darwin porque lo cree un icono de la Izquierda dé una segunda oportunidad a “El origen de las especies”, un libro sobre “lo peludas que son las grosellas”, como escribió con humor John Burrow, el editor de mi viejo ejemplar.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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