Entendiendo el descalabro en Honduras

28 de septiembre, 2009

Durante los últimos tres meses la mayor parte del mundo se ha alineado detrás de la exigencia de Manuel Zelaya de ser restituido como presidente de Honduras. La semana pasada Zelaya regresó subrepticiamente a Tegucigalpa, donde en la actualidad se encuentra utilizando a la embajada de Brasil como base de operaciones para movilizar a sus partidarios en el país y el extranjero. El gobierno hondureño ha decretado que esto debe acabar, y ahora, por primera vez, graves disturbios internos son una posibilidad real.

Pero el argumento legal de Zelaya para retornar a la presidencia–y los de quienes lo apoyan alrededor del mundo—esté edificado con arena. Esta crisis fue causada mucho más por la intensa interferencia internacional que por las condiciones internas.

El hecho es que no hubo golpe de Estado alguno, tal como queda claramente demostrado en un análisis realizado en agosto por el Servicio de Investigación Parlamentario (CRS es su sigla en inglés) de los EE.UU. de carácter no partidista. Tras un mes en poder de los legisladores estadounidenses–la mayoría de los cuales, junto con la Casa Blanca y el Departamento de Estado, parecen que no han aprendido nada de él-ese informe ha sido finalmente dadao a conocer al públuco por el congresista Aaron Schock, republicano de Illinois.

Norma Gutiérrez, especialista en Derecho Internacional del CRS demuestra que fue Zelaya quien quebrantó en reiteradas oportunidades las leyes hondureñas y que su remoción del cargo por los tribunales y la legislatura fue constitucional–aunque no lo fue su exilio forzoso.

El fiasco internacional comenzó inmediatamente después de que Zelaya fue removido del poder el 28 de junio. La Organización de Estados Americanos, el órgano obvio para desempeñar el rol de mediador, se tornó de inmediato no apto para el papel. La Carta Democrática Interamericana ordena (reiteradas veces) que en una crisis la OEA debe primero emprender «iniciativas diplomáticas» y «buenos oficios», pero en su lugar bajo el liderazgo militante de José Insulza inmediatamente declaró que Zelaya fue derrocado en un golpe de Estado que violó la Constitución de la nación, el sistema legal y las prácticas democráticas. En cuestión de días a esos dichos les siguieron duras sanciones políticas y económicas.

La unidad internacional obedece principalmente a tres factores. El fanatismo político que guía las acciones del presidente venezolano Hugo Chávez, quien lideró y todavía celebra un fallido golpe de Estado en 1992 y sus seguidores. En gran medida, las acciones de los gobiernos moderados, incluidos los Estados Unidos, parecen estar «colaborando» con las exigencias chavistas de modo tal que se verán como a favor de la democracia y anti-golpistas tal como los chavistas fingen ser, y hacer quizás que estos últimos parezcan más moderados. Los ignorantes—incluidos indudablemente algunos «moderados»–saben tan poco que simplemente van y votan con el rebaño guiado por los militantes.

La expulsión de Zelaya tuvo dos fases. Como lo demuestra Gutiérrez, la primera fase consistió en los acontecimientos que conducen a su remoción del cargo, la acción clave para determinar si su remoción fue «inconstitucional». El segundo fue su exilio forzoso, el cual fue tanto ilegal como políticamente estúpido porque como era previsible sería utilizado por los partidarios de Zelaya para argumentar deshonestamente que todo lo que aconteció fue un golpe militar.

Tras siglos de amargas experiencias, los latinoamericanos temen a los líderes civiles que asumen y detentan el poder indefinidamente. Para protegerse de esto, todas las constituciones latinas prohibieron durante largo tiempo la reelección inmediata mientras que la mayoría prohibía la reelección por completo. Los tiempos cambiaron. Hoy en día el uso de la reelección para hacer cumplir un calculado giro hacia el autoritarismo populista es más obvio en los países chavistas, pero durante las últimas dos décadas, los gobiernos del centro y de la derecha también han enmendado sus constituciones para permitir la reelección.

Honduras había resistido enfáticamente esta tendencia hasta Zelaya, que es temido por muchos hondureños debido a sus tendencias chavistas. Zelaya presionó a favor de una revisión de la prohibición, algo que la Constitución impide estrictamente. Sus persistentes acciones, ilegales señaladas durante meses por los tribunales, llevaron a que funcionarios judiciales legalmente designados lo encontraran culpable de traición, abuso de autoridad, usurpación de funciones y atentar contra la forma establecida de gobierno. El 26 de junio fueron emitidas órdenes de arresto y allanamiento constitucionalmente autorizadas y fue físicamente removido dos días más tarde.

Si la Constitución hondureña era lo suficientemente buena para permitir que el país fuese miembro de la OEA en primer lugar, incluso con su estricta prohibición de mandatos presidenciales múltiples, entonces no puede ser inconstitucional que los tribunales y la legislatura impongan su cumplimiento con arreglo a lo que ella estipula. La OEA y los «diplomáticos» del mundo no pueden tenerlo todo, profesar su inquebrantable dedicación a las constituciones y al Estado de Derecho y convertir en héroe al violador Nº 1 de la ley de un país y presionar sanciones contra un gobierno que hace cumplir su propia Constitución según como sus líderes legales lo determinen, independientemente de si los extranjeros lo aprueban o no.

Por lo tanto, el único «golpe» relacionado con los recientes acontecimientos hondureños ha sido la exitosa manipulación chavista de la torpeza de los militares hondureños–exiliar por la fuerza a Zelaya–para caracterizar la remoción de Zelaya del cargo como un golpe, incluso un golpe militar. Las naciones latinas con siglos de experiencia con los gobiernos militares sienten evidentemente que no pueden parecer indiferentes ante nada que tenga la apariencia superficial de un golpe militar, lo sea o no.

La ironía y la tragedia para las democracias latinas es que los hondureños han demostrado que es posible remover a un líder con aspiraciones chavistas por medios legales y democráticos. Pero el temor latino de sentar un precedente al aprobar cualquier aparente «golpe de Estado» les ha permitido a los chavistas–gritando «democracia» y «Estado de derecho»—engañar o intimidar cínicamente al mundo. El apoyo a favor de esta mentira por parte de los moderados prepara el escenario para futuras manipulaciones políticas que afectarán directamente a algunos de sus países. Ello traerá aparejadas serias consecuencias.

¿Pero qué hacer ahora? De manera realista, muchos gobiernos se encuentran tan comprometidos con esta postura que ningún cambio brusco llegará incluso si finalmente los líderes se admiten a sí mismos el peligroso precedente que están estableciendo, y no hay evidencia alguna de que lo harán. Incluso la administración de Obama no es probable que revea abiertamente su posición con respecto a la legitimidad de Zelaya, aunque hasta ahora por lo menos se ha abstenido de calificar a la acción como un golpe militar y ha procurado un acuerdo negociado mucho más seriamente que la OEA, aunque en gran medida en los términos de Zelaya.

El mejor camino ahora sería el de la moderación, precisándose compromisos de ambos bandos en Honduras por el bien del país, independientemente del inevitable fanatismo en curso en el exterior dirigido por el chavismo. Ambas partes deben comprometerse a apoyar al ganador de la ya programada elección presidencial del 29 de noviembre.

El enfoque moderado podría permitirle a Zelaya regresar al cargo momentáneamente, para ser luego sustituido por un gobierno provisional, mientras que al mismo tiempo le exigirla a todas las partes reconocer que Zelaya y los responsables de su exilio en el extranjero violaron la Constitución y que una hora después de la firma del acuerdo serán removidos del gobierno o del cargo militar. Habría una amnistía general para todos aquellos que acatasen las normas democráticas pacíficas.

En su propio interés, así como en el de los hondureños, esta es la hora para que las naciones americanas moderadas vuelvan a tomar el control de la OEA de manos de los radicales y acepten cualquier resolución que sea tomada por los hondureños y para los hondureños. Ya sea que se logre un acuerdo hondureño o no, la OEA debería reconocer los resultados de los comicios de noviembre. Los Estados Unidos deberían hacer otro tanto incluso si no lo hacen otros países de la OEA y el Organismo debería retornar a sus directrices originales de no injerencia en los asuntos de los países miembros.

El meollo de la cuestión es si la verdad, el Estado de Derecho, la democracia y la soberanía nacional realmente significan algo o si estos son tan sólo slogans y herramientas de manipulación de políticos y analistas agrandados.

Traducido por Gabriel Gasave

  • (1937–2014) fue Investigador Asociado en el Independent Institute y Curador de la Americas Collection en la Hoover Institution.

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