Lima—La transición política española no se completó hasta que los que los herederos de quienes habían gobernado bajo Francisco Franco vencieron en elecciones libres y demostraron que habían matado a sus fantasmas. La transición que lleva 20 años en Chile concluirá si el empresario Sebastián Piñera, que llegó primero en los recientes comicios, derrota a la coalición oficialista de centro-izquierda en la segunda vuelta el 17 de enero.
En cualquier país que viene de una dictadura militar librecambista provocada por el socialismo revolucionario, el éxito de la transición depende de que los socialistas abracen el Estado de Derecho burgués y la propiedad privada, y de que los herederos de la derecha hagan una larga visita al purgatorio —una “travesía del desierto”, según la expresión de Charles de Gaulle, que los obligue a escarmentar.
La primera parte de la transición chilena fue exitosa. Los socialistas aprendieron la lección de Salvador Allende, cuyo trágico gobierno precipitó el sangriento golpe de Estado de Augusto Pinochet, y preservaron un entorno económico que había hecho avanzar a Chile en comparación con América Latina. Liberalizaron aun más el comercio y la pobreza se redujo al 13 por ciento de la población.
Pero tras cuatro gobiernos consecutivos de la centro-izquierda, la coalición perdió lozanía y afloraron costumbres insalubres, típicas de cualquier grupo convencido de que está destinado a gobernar para siempre. Las reformas se estancaron. Un estudio reciente de la compañía consultora McKinsey & Co indica que la productividad laboral pasó de crecer a una tasa media del 5,9 por ciento durante los años 90´ a un anémico 0,9 por ciento en promedio esta década.
Las expectativas generadas por el progreso económico de Chile desbordaron a la coalición gobernante. La gente comenzó a exigir una mejor calidad de servicios de parte de un Estado que había vuelto a ser paquidérmico y había hecho un zafarrancho –por ejemplo— de la red de transporte de Santiago. Los disturbios estudiantiles pusieron un foco revelador sobre la mediocridad del sistema educativo.
El anhelo de cambio estaba a flor de piel. El discriminatorio proceso de selección para nominar al candidato oficialista gatilló la irrupción de Marco Enríquez-Ominami, diputado de 36 años que abandonó el Partido Socialista para convertirse en una sensación política como independiente. Se declaró “libertario” pero entreveró el sentimiento anti-“establishment” con actitudes convencionales, en particular una debilidad por la izquierda populista autoritaria.
Más importante fue la repotenciación de la figura de Sebastián Piñera, que ya había sido candidato. Empresario multimillonario envidiado por su éxito, Piñera proviene del más moderado de los dos partidos de centroderecha y es conocido por haber hecho campaña en favor del «No» en el referéndum de 1988 con el que Pinochet trató de perpetuarse en el poder. Se ha acercado a la juventud moderna de Chile, que hasta hace poco votada abrumadoramente por la izquierda en parte porque la derecha adhería a posiciones valóricas ultraconservadoras con apoyo de la Iglesia Católica: le tomó años a la coalición gobernante legalizar el divorcio. A pesar de que la UDI, principal partido de derecha, controla un cuarto de la Cámara de Diputados y constituye una poderosa base social, Piñera ha atraído hacia él a otras corrientes, incluidos algunos demócrata cristianos.
Con el 44 por ciento de los votos en la primera vuelta, Piñera obtuvo 14 puntos de ventaja sobre el ex presidente Eduardo Frei, candidato oficialista. Los votos de Enríquez-Ominami —un respetable 20 por ciento, más bien tirado a la izquierda— serán decisivos en la segunda vuelta. Las encuestas dicen que Piñera tiene fuertes posibilidades de atraer al 30 por ciento de ellos. Un asesor económico clave del joven contendor acaba de sumarse a su campaña.
Chile parece a las puertas de cerrar su prolongada transición política. Sus ciudadanos anhelan la renovación de un sistema que se ha plagado de intereses creados y duerme sobre sus laureles desde hace algunos años. Urge una nueva ola de reformas para capitalizar más la economía, coger al Estado por el cogote y vivificar a la sociedad civil.
Si gana, Piñera tendrá que estar extremadamente alerta ante el peligro de que sus intereses personales se entremezclen con los asuntos de Estado. La última vez que hablé con él, hace unas semanas en Buenos Aires, parecía muy consciente de los riesgos del síndrome de Berlusconi (la incapacidad del primer ministro de Italia de separar drásticamente política y negocios).
Los chilenos están dispuestos a darle a su economía un nuevo impulso para duplicar un ingreso per cápita que, en los 14.000 dólares, está aún por debajo de su potencial. Y América Latina está ansiosa de que Chile se una a las filas de quienes ansían rescatar al continente de los autócratas populistas que hasta hace poco daban la impresión de haberse apoderado del espacio hemisférico.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
Chile: La segunda transición
Lima—La transición política española no se completó hasta que los que los herederos de quienes habían gobernado bajo Francisco Franco vencieron en elecciones libres y demostraron que habían matado a sus fantasmas. La transición que lleva 20 años en Chile concluirá si el empresario Sebastián Piñera, que llegó primero en los recientes comicios, derrota a la coalición oficialista de centro-izquierda en la segunda vuelta el 17 de enero.
En cualquier país que viene de una dictadura militar librecambista provocada por el socialismo revolucionario, el éxito de la transición depende de que los socialistas abracen el Estado de Derecho burgués y la propiedad privada, y de que los herederos de la derecha hagan una larga visita al purgatorio —una “travesía del desierto”, según la expresión de Charles de Gaulle, que los obligue a escarmentar.
La primera parte de la transición chilena fue exitosa. Los socialistas aprendieron la lección de Salvador Allende, cuyo trágico gobierno precipitó el sangriento golpe de Estado de Augusto Pinochet, y preservaron un entorno económico que había hecho avanzar a Chile en comparación con América Latina. Liberalizaron aun más el comercio y la pobreza se redujo al 13 por ciento de la población.
Pero tras cuatro gobiernos consecutivos de la centro-izquierda, la coalición perdió lozanía y afloraron costumbres insalubres, típicas de cualquier grupo convencido de que está destinado a gobernar para siempre. Las reformas se estancaron. Un estudio reciente de la compañía consultora McKinsey & Co indica que la productividad laboral pasó de crecer a una tasa media del 5,9 por ciento durante los años 90´ a un anémico 0,9 por ciento en promedio esta década.
Las expectativas generadas por el progreso económico de Chile desbordaron a la coalición gobernante. La gente comenzó a exigir una mejor calidad de servicios de parte de un Estado que había vuelto a ser paquidérmico y había hecho un zafarrancho –por ejemplo— de la red de transporte de Santiago. Los disturbios estudiantiles pusieron un foco revelador sobre la mediocridad del sistema educativo.
El anhelo de cambio estaba a flor de piel. El discriminatorio proceso de selección para nominar al candidato oficialista gatilló la irrupción de Marco Enríquez-Ominami, diputado de 36 años que abandonó el Partido Socialista para convertirse en una sensación política como independiente. Se declaró “libertario” pero entreveró el sentimiento anti-“establishment” con actitudes convencionales, en particular una debilidad por la izquierda populista autoritaria.
Más importante fue la repotenciación de la figura de Sebastián Piñera, que ya había sido candidato. Empresario multimillonario envidiado por su éxito, Piñera proviene del más moderado de los dos partidos de centroderecha y es conocido por haber hecho campaña en favor del «No» en el referéndum de 1988 con el que Pinochet trató de perpetuarse en el poder. Se ha acercado a la juventud moderna de Chile, que hasta hace poco votada abrumadoramente por la izquierda en parte porque la derecha adhería a posiciones valóricas ultraconservadoras con apoyo de la Iglesia Católica: le tomó años a la coalición gobernante legalizar el divorcio. A pesar de que la UDI, principal partido de derecha, controla un cuarto de la Cámara de Diputados y constituye una poderosa base social, Piñera ha atraído hacia él a otras corrientes, incluidos algunos demócrata cristianos.
Con el 44 por ciento de los votos en la primera vuelta, Piñera obtuvo 14 puntos de ventaja sobre el ex presidente Eduardo Frei, candidato oficialista. Los votos de Enríquez-Ominami —un respetable 20 por ciento, más bien tirado a la izquierda— serán decisivos en la segunda vuelta. Las encuestas dicen que Piñera tiene fuertes posibilidades de atraer al 30 por ciento de ellos. Un asesor económico clave del joven contendor acaba de sumarse a su campaña.
Chile parece a las puertas de cerrar su prolongada transición política. Sus ciudadanos anhelan la renovación de un sistema que se ha plagado de intereses creados y duerme sobre sus laureles desde hace algunos años. Urge una nueva ola de reformas para capitalizar más la economía, coger al Estado por el cogote y vivificar a la sociedad civil.
Si gana, Piñera tendrá que estar extremadamente alerta ante el peligro de que sus intereses personales se entremezclen con los asuntos de Estado. La última vez que hablé con él, hace unas semanas en Buenos Aires, parecía muy consciente de los riesgos del síndrome de Berlusconi (la incapacidad del primer ministro de Italia de separar drásticamente política y negocios).
Los chilenos están dispuestos a darle a su economía un nuevo impulso para duplicar un ingreso per cápita que, en los 14.000 dólares, está aún por debajo de su potencial. Y América Latina está ansiosa de que Chile se una a las filas de quienes ansían rescatar al continente de los autócratas populistas que hasta hace poco daban la impresión de haberse apoderado del espacio hemisférico.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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