La administración Clinton ha propuesto un conjunto de programas que tienen por fin generar más y mejores empleos bien remunerados. Sin embargo, no hay evidencia alguna de que su programa de “entrenamiento laboral” y de “educación” funcionará. La administración, al igual que muchos economistas, ha aceptado de manera superficial un mito común en materia de empleos.
La manera más trascendente de mejorar la productividad laboral no es la del “entrenamiento laboral,” sino la de la experiencia laboral. En 1991, a los varones egresados de la escuela secundaria que trabajaban tiempo completo y durante todo el año, con edades entre los 18 y 24 años, se les pagaba un promedio de $16.559 anuales. Pero dentro del mismo grupo, los hombres con edades de entre 45 a 49 percibían un promedio de $32.336 por año.
Los trabajadores más experimentados son aproximadamente el doble de productivos que los relativamente inexpertos, asumiendo que los trabajadores son rigurosamente pagados en base a su productividad. Para los graduados universitarios, el crecimiento de los ingresos asociado con la experiencia es aún mayor. Los beneficios para las mujeres tienden a ser algo menores, pero aún así son sustanciales.
La información sugiere que la productividad laboral para un típico varón egresado de la secundaria se incrementa aproximadamente un 3% por año, desde el momento en que obtiene su primer empleo hasta cuando su productividad alcanza su pico máximo al promediar sus cuarenta años.
Debido a que la experiencia laboral de las mujeres es más factible que se vea interrumpida, es más difícil juzgar el crecimiento de la productividad a partir de la información. Pero sospecho que la misma probablemente se aproxima a la cifra del 3% de los hombres. La información sugiere una vez más que la experiencia laboral para las mujeres incide en una basta proporción de sus ingresos.
El entrenamiento que se obtiene al ocupar un puesto de trabajo es por lejos la mejor forma de entrenamiento. El lugar de trabajo posee una estructura de incentivos que lleva a los individuos a mejorar sus condiciones económicas a través del aprendizaje. Un tres por ciento por año es un crecimiento deliberado que tiene su origen en el trabajo y en la disciplina. Esto es más de lo que puede conseguirse con los programas gubernamentales de “entrenamiento laboral.”
Robert Reich ha sugerido que financiemos los programas de “entrenamiento laboral” con un tributo adicional sobre las empresas. Ello tan sólo incrementaría los costos laborales y llevaría a los empleadores a reducir la contratación de personal. Asimismo, el hacer extensivo un seguro por desempleo más generoso elevaría el salario por estar ocioso y reduciría la generación de empleos.
El segundo mayor contribuidor a la productividad puede ser la educación. Digo “puede,” dado que los empleadores de hecho le pagan a los graduados universitarios bastante más que a los graduados de la secundaria. Pero eso puede ser debido a que los graduados universitarios tienden a ser más inteligentes, más motivados, y más maduros.
La educación puede en verdad ser en gran medida un filtro para hallar a los miembros más capaces de la población. Sin embargo, para los individuos involucrados la educación tiene su recompensa, de hecho una que ha crecido con el tiempo.
La evidencia es igualmente contundente de que gastar más dinero en la educación pública no conduce a un mayor aprendizaje. Eric Hanushek de la University of Rochester ha indagado en numerosas oportunidades la literatura sobre la cuestión. La mayoría de los estudios, concluye, evidencian poca o ninguna relación entre el monto de los recursos gastados en la educación pública y el caudal de lo que se aprendió.
Mi propia investigación realizada junto a otros colegas refuerza la conclusión de Hanushek. Gastar en la instrucción directa puede incrementar el aprendizaje de forma modesta, pero una muy larga proporción de los presupuestos escolares se destinan para propósitos que nada tienen que ver con la instrucción o que se encuentran incluso relacionados de manera negativa con el aprendizaje. Aún si existiese una alta productividad potencial como retribución por la educación y el entrenamiento, bajo el actual sistema de escuelas públicas la misma haría poca diferencia.
El verdadero problema laboral de nuestro país no ha sido encarado con honestidad. Las políticas públicas han fracasado miserablemente en lograr que algunos individuos obtengan su crítico primer trabajo y permanezcan en él. Esto es particularmente cierto respecto de las minorías raciales.
Entre los años 1890 y 1930, no existían mayores diferencias raciales en el desempleo. No obstante, de conformidad con los informes convencionales, la conducta prejuiciosa contra las minorías raciales era más intensa de lo que lo es en la actualidad.
En 1954, el año de la Junta de Educación de Brown V., el 58% de los estadounidenses que no eran blancos y que estaban en edad laboral tenían empleos. En 1992, la proporción estaba por debajo del 56%. En contraste, para los blancos, la proporción que trabaja se incrementó a lo largo del tiempo desde cerca de un 55% al 62%. Cuarenta años atrás, entonces, los no blancos estaban mejor que los blancos; hoy lo opuesto es la norma. Esto a pesar de las leyes sobre derechos civiles que prometen corregir los viejos desequilibrios, no empeorarlos.
Treinta años de programas federales diseñados para “ayudar” a los pobres afectaron a las minorías de manera desproporcionada. Redujeron el esfuerzo laboral entre los pobres. En la actualidad, una adolescente negra con un bebe que se debate entre recibir el bienestar o trabajar por $6 la hora usualmente escogerá el bienestar. El bienestar vale tanto como el ingreso laboral, por lo tanto ella lo obtiene sin trabajar. La política gubernamental evita que los negros pobres suban el primer escalón del entrenamiento laboral hacia un empleo más productivo.
¿Cómo podemos garantizar que todo el que desea un empleo pueda obtenerlo? Las tasas de desocupación más bajas del siglo 20 tuvieron lugar durante el período de 1900 a 1929, cuando la intervención federal en los mercados laborales era baja. El singular incidente de una tasa de desocupación de dos dígitos, la Depresión de 1921, fue causado por los efectos de la intervención monetaria, es decir, una rápida inflación seguida de una deflación.
La administración Clinton ha propuesto eliminar “el bienestar tal como lo conocemos” al hacer que varios niveles del gobierno le otorguen empleos a actuales beneficiarios del bienestar. Eso en verdad corregiría algunos de los problemas de incentivos asociados con el bienestar, pero solamente si esos nuevos empleos pagan salarios lo suficientemente altos. Pero altos salarios pagados por los contribuyentes solamente pueden agregar cargas adicionales sobre el gasto público, llevando a mayores impuestos, más inflación, o a ambas cosas.
Una solución mejor para nuestro actual problema sería aquella que nuestro país siguió después de la Segunda Guerra Mundial. En 12 meses, el gobierno federal redujo su plantilla laboral en 10 millones de empleados, lo que equivaldría hoy día en relación a la fuerza laboral, a 22 millones. Al mismo tiempo, el gobierno pasó de tener un alto déficit a un sustancial superávit presupuestario.
Los economistas keynesianos de esa época predijeron un masivo desempleo. En cambio, la tasa anual de desocupación nunca alcanzó el 4%. Los mercados manejaron bellamente el ajuste de la guerra a la paz, sin programas de entrenamiento laboral, sin programas de bienestar, ni leyes sobre los derechos civiles.
En vez de añadir nuevos empleados a los distintos niveles del gobierno, deberíamos comenzar por eliminarlos. Recrear la política de empleos de la post-guerra sería una forma adecuada de celebrar el fin de la Guerra Fría.
Traducido por Gabriel Gasave
El mito del trabajo
La administración Clinton ha propuesto un conjunto de programas que tienen por fin generar más y mejores empleos bien remunerados. Sin embargo, no hay evidencia alguna de que su programa de “entrenamiento laboral” y de “educación” funcionará. La administración, al igual que muchos economistas, ha aceptado de manera superficial un mito común en materia de empleos.
La manera más trascendente de mejorar la productividad laboral no es la del “entrenamiento laboral,” sino la de la experiencia laboral. En 1991, a los varones egresados de la escuela secundaria que trabajaban tiempo completo y durante todo el año, con edades entre los 18 y 24 años, se les pagaba un promedio de $16.559 anuales. Pero dentro del mismo grupo, los hombres con edades de entre 45 a 49 percibían un promedio de $32.336 por año.
Los trabajadores más experimentados son aproximadamente el doble de productivos que los relativamente inexpertos, asumiendo que los trabajadores son rigurosamente pagados en base a su productividad. Para los graduados universitarios, el crecimiento de los ingresos asociado con la experiencia es aún mayor. Los beneficios para las mujeres tienden a ser algo menores, pero aún así son sustanciales.
La información sugiere que la productividad laboral para un típico varón egresado de la secundaria se incrementa aproximadamente un 3% por año, desde el momento en que obtiene su primer empleo hasta cuando su productividad alcanza su pico máximo al promediar sus cuarenta años.
Debido a que la experiencia laboral de las mujeres es más factible que se vea interrumpida, es más difícil juzgar el crecimiento de la productividad a partir de la información. Pero sospecho que la misma probablemente se aproxima a la cifra del 3% de los hombres. La información sugiere una vez más que la experiencia laboral para las mujeres incide en una basta proporción de sus ingresos.
El entrenamiento que se obtiene al ocupar un puesto de trabajo es por lejos la mejor forma de entrenamiento. El lugar de trabajo posee una estructura de incentivos que lleva a los individuos a mejorar sus condiciones económicas a través del aprendizaje. Un tres por ciento por año es un crecimiento deliberado que tiene su origen en el trabajo y en la disciplina. Esto es más de lo que puede conseguirse con los programas gubernamentales de “entrenamiento laboral.”
Robert Reich ha sugerido que financiemos los programas de “entrenamiento laboral” con un tributo adicional sobre las empresas. Ello tan sólo incrementaría los costos laborales y llevaría a los empleadores a reducir la contratación de personal. Asimismo, el hacer extensivo un seguro por desempleo más generoso elevaría el salario por estar ocioso y reduciría la generación de empleos.
El segundo mayor contribuidor a la productividad puede ser la educación. Digo “puede,” dado que los empleadores de hecho le pagan a los graduados universitarios bastante más que a los graduados de la secundaria. Pero eso puede ser debido a que los graduados universitarios tienden a ser más inteligentes, más motivados, y más maduros.
La educación puede en verdad ser en gran medida un filtro para hallar a los miembros más capaces de la población. Sin embargo, para los individuos involucrados la educación tiene su recompensa, de hecho una que ha crecido con el tiempo.
La evidencia es igualmente contundente de que gastar más dinero en la educación pública no conduce a un mayor aprendizaje. Eric Hanushek de la University of Rochester ha indagado en numerosas oportunidades la literatura sobre la cuestión. La mayoría de los estudios, concluye, evidencian poca o ninguna relación entre el monto de los recursos gastados en la educación pública y el caudal de lo que se aprendió.
Mi propia investigación realizada junto a otros colegas refuerza la conclusión de Hanushek. Gastar en la instrucción directa puede incrementar el aprendizaje de forma modesta, pero una muy larga proporción de los presupuestos escolares se destinan para propósitos que nada tienen que ver con la instrucción o que se encuentran incluso relacionados de manera negativa con el aprendizaje. Aún si existiese una alta productividad potencial como retribución por la educación y el entrenamiento, bajo el actual sistema de escuelas públicas la misma haría poca diferencia.
El verdadero problema laboral de nuestro país no ha sido encarado con honestidad. Las políticas públicas han fracasado miserablemente en lograr que algunos individuos obtengan su crítico primer trabajo y permanezcan en él. Esto es particularmente cierto respecto de las minorías raciales.
Entre los años 1890 y 1930, no existían mayores diferencias raciales en el desempleo. No obstante, de conformidad con los informes convencionales, la conducta prejuiciosa contra las minorías raciales era más intensa de lo que lo es en la actualidad.
En 1954, el año de la Junta de Educación de Brown V., el 58% de los estadounidenses que no eran blancos y que estaban en edad laboral tenían empleos. En 1992, la proporción estaba por debajo del 56%. En contraste, para los blancos, la proporción que trabaja se incrementó a lo largo del tiempo desde cerca de un 55% al 62%. Cuarenta años atrás, entonces, los no blancos estaban mejor que los blancos; hoy lo opuesto es la norma. Esto a pesar de las leyes sobre derechos civiles que prometen corregir los viejos desequilibrios, no empeorarlos.
Treinta años de programas federales diseñados para “ayudar” a los pobres afectaron a las minorías de manera desproporcionada. Redujeron el esfuerzo laboral entre los pobres. En la actualidad, una adolescente negra con un bebe que se debate entre recibir el bienestar o trabajar por $6 la hora usualmente escogerá el bienestar. El bienestar vale tanto como el ingreso laboral, por lo tanto ella lo obtiene sin trabajar. La política gubernamental evita que los negros pobres suban el primer escalón del entrenamiento laboral hacia un empleo más productivo.
¿Cómo podemos garantizar que todo el que desea un empleo pueda obtenerlo? Las tasas de desocupación más bajas del siglo 20 tuvieron lugar durante el período de 1900 a 1929, cuando la intervención federal en los mercados laborales era baja. El singular incidente de una tasa de desocupación de dos dígitos, la Depresión de 1921, fue causado por los efectos de la intervención monetaria, es decir, una rápida inflación seguida de una deflación.
La administración Clinton ha propuesto eliminar “el bienestar tal como lo conocemos” al hacer que varios niveles del gobierno le otorguen empleos a actuales beneficiarios del bienestar. Eso en verdad corregiría algunos de los problemas de incentivos asociados con el bienestar, pero solamente si esos nuevos empleos pagan salarios lo suficientemente altos. Pero altos salarios pagados por los contribuyentes solamente pueden agregar cargas adicionales sobre el gasto público, llevando a mayores impuestos, más inflación, o a ambas cosas.
Una solución mejor para nuestro actual problema sería aquella que nuestro país siguió después de la Segunda Guerra Mundial. En 12 meses, el gobierno federal redujo su plantilla laboral en 10 millones de empleados, lo que equivaldría hoy día en relación a la fuerza laboral, a 22 millones. Al mismo tiempo, el gobierno pasó de tener un alto déficit a un sustancial superávit presupuestario.
Los economistas keynesianos de esa época predijeron un masivo desempleo. En cambio, la tasa anual de desocupación nunca alcanzó el 4%. Los mercados manejaron bellamente el ajuste de la guerra a la paz, sin programas de entrenamiento laboral, sin programas de bienestar, ni leyes sobre los derechos civiles.
En vez de añadir nuevos empleados a los distintos niveles del gobierno, deberíamos comenzar por eliminarlos. Recrear la política de empleos de la post-guerra sería una forma adecuada de celebrar el fin de la Guerra Fría.
Traducido por Gabriel Gasave
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