Washington, DC—A ambos lados del Atlántico, los conservadores buscan furiosamente un nuevo paradigma.
Parecía que David Cameron, casi Primer Ministro británico, sería eso. Con poco más de 40 años, encajaba bien —generacional y emocionalmente— en la sociedad actual. Su mente abierta con relación a los gays, las cuestiones ecológicas, en cierta medida la inmigración a pesar de cierta retórica, así como su estilo “new age”, a lo Tony Blair, sugerían a un nuevo conservador. Los estadounidenses de derechas lo estudiaban con la expectativa de que fuese, como Margaret Thatcher con relación a Ronald Reagan a finales de los 70´, un presagio de lo que vendrá.
Pero muchas cosas conspiran contra Cameron en tanto que nuevo paradigma. Su endeble victoria garantiza –si forma gobierno— un período de confusión ideológica y tal vez nuevas elecciones. Ese escenario sería devastador para un aspirante a nuevo referente conservador en cualquier contexto; ahora que urgen la claridad y la firmeza, el fracaso está casi garantizado.
En la campaña Cameron hizo demasiadas concesiones sobre lo más importante para cualquier conservador hoy día: la urgencia de restablecer el equilibrio entre un Estado que ha crecido de manera explosiva a raíz de la crisis de estos dos últimos años y una sociedad empeñada en vivir más allá de sus medios. Los déficits, las nacionalizaciones y las toneladas de dinero creado por los bancos centrales en respuesta a la crisis no son sino síntomas de ese desequilibrio de base. La respuesta de Cameron es la cuadratura del círculo: ha ofrecido recortar cuatro libras del gasto por cada libra de aumento impositivo a la vez que mantener todas las prestaciones sociales y el Servicio Nacional de Salud, y sostener una moneda fuerte.
En un mundo en el que los déficits de los países ricos representan el 10 por ciento de su PIB y los niveles de endeudamiento casi igualan el tamaño de sus economías, el nuevo líder del conservadurismo universal tendría que hacer del retorno a la cordura fiscal una auténtica fijación. En un mundo en el que duplicar la base monetaria y poseer bancos y empresas automotrices es considerado una forma admisible de administrar la crisis por parte del Estado, el aspirante a paradigma conservador debería hacer del regreso a la empresa privada una causa sin tregua.
Pero hay más. El conservadurismo está desgarrado por la persecución de objetivos incompatibles, algo de lo que Cameron no parece consciente. Incluso Reagan produjo Estado pequeño en algunos temas y Estado grande en otros por el deseo de usar el Estado como una fuerza para hacer el bien en el mundo y entronizar la rectitud moral en su país. Thatcher fue más consistente, pero no pudo ir demasiado lejos: poco después de que abandonara el cargo, el Estado volvió a representar nuevamente el 50 por ciento del tamaño de la economía británica. Los conservadores posteriores, con menos convicción ideológica, se desenvolvieron aun con menos éxito: de allí el legado fiscal de George W. Bush.
A los objetivos incompatibles se añaden temperamentos incompatibles. La división en torno a las cuestiones valóricas entre los conservadores norteamericanos reflejan una división entre talantes más tolerantes y talantes menos tolerantes. La pugna que desgarra a los republicanos —de la que el movimiento “Tea Party” es síntoma— refleja una brecha no sólo sobre el alcance de la intervención estatal en la economía: también sobre cuánto poder deber ejercer el Estado en política exterior y cuestiones morales.
Finalmente, Cameron se enfrenta a un problema peculiar del conservadurismo británico: la pugna en torno a la integración europea. Fue en parte la tumba política de Thatcher y la de su sucesor, John Major. La hecatombe actual en la Unión Europea ha puesto en desventaja a los “tories” eurófilos frente a los “tories” euroescépticos, pero aquellos no están derrotados aún. ¿Se oponen realmente los euroescépticos a la integración europea porque le temen al estatismo, o son espíritus insulares que encubren su nacionalismo bajo el ropaje del euroescepticismo? Cameron aún no ha respondido.
La contienda por el liderazgo mundial del conservadurismo, pues, sigue abierta. Tal vez la clave para los conservadores radique en volver a sus raíces filosóficas, bajo la forma del británico Edmund Burke o los Padres Fundadores de los Estados Unidos. En 1960, Barry Goldwater —paradigma del renacimiento conservador y recordado como “Mr. Conservative”— escribió que “las antiguas y probadas verdades que guiaron a nuestra República en sus primeros días lo harán igual de bien en los nuestros. El reto para los conservadores hoy es simplemente demostrar la vigencia de una filosofía probada de cara a los problemas de nuestro tiempo”.
Aquellos que aspiran a su manto deben tenerlo en cuenta.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
¿Es David Cameron el nuevo conservador?
Washington, DC—A ambos lados del Atlántico, los conservadores buscan furiosamente un nuevo paradigma.
Parecía que David Cameron, casi Primer Ministro británico, sería eso. Con poco más de 40 años, encajaba bien —generacional y emocionalmente— en la sociedad actual. Su mente abierta con relación a los gays, las cuestiones ecológicas, en cierta medida la inmigración a pesar de cierta retórica, así como su estilo “new age”, a lo Tony Blair, sugerían a un nuevo conservador. Los estadounidenses de derechas lo estudiaban con la expectativa de que fuese, como Margaret Thatcher con relación a Ronald Reagan a finales de los 70´, un presagio de lo que vendrá.
Pero muchas cosas conspiran contra Cameron en tanto que nuevo paradigma. Su endeble victoria garantiza –si forma gobierno— un período de confusión ideológica y tal vez nuevas elecciones. Ese escenario sería devastador para un aspirante a nuevo referente conservador en cualquier contexto; ahora que urgen la claridad y la firmeza, el fracaso está casi garantizado.
En la campaña Cameron hizo demasiadas concesiones sobre lo más importante para cualquier conservador hoy día: la urgencia de restablecer el equilibrio entre un Estado que ha crecido de manera explosiva a raíz de la crisis de estos dos últimos años y una sociedad empeñada en vivir más allá de sus medios. Los déficits, las nacionalizaciones y las toneladas de dinero creado por los bancos centrales en respuesta a la crisis no son sino síntomas de ese desequilibrio de base. La respuesta de Cameron es la cuadratura del círculo: ha ofrecido recortar cuatro libras del gasto por cada libra de aumento impositivo a la vez que mantener todas las prestaciones sociales y el Servicio Nacional de Salud, y sostener una moneda fuerte.
En un mundo en el que los déficits de los países ricos representan el 10 por ciento de su PIB y los niveles de endeudamiento casi igualan el tamaño de sus economías, el nuevo líder del conservadurismo universal tendría que hacer del retorno a la cordura fiscal una auténtica fijación. En un mundo en el que duplicar la base monetaria y poseer bancos y empresas automotrices es considerado una forma admisible de administrar la crisis por parte del Estado, el aspirante a paradigma conservador debería hacer del regreso a la empresa privada una causa sin tregua.
Pero hay más. El conservadurismo está desgarrado por la persecución de objetivos incompatibles, algo de lo que Cameron no parece consciente. Incluso Reagan produjo Estado pequeño en algunos temas y Estado grande en otros por el deseo de usar el Estado como una fuerza para hacer el bien en el mundo y entronizar la rectitud moral en su país. Thatcher fue más consistente, pero no pudo ir demasiado lejos: poco después de que abandonara el cargo, el Estado volvió a representar nuevamente el 50 por ciento del tamaño de la economía británica. Los conservadores posteriores, con menos convicción ideológica, se desenvolvieron aun con menos éxito: de allí el legado fiscal de George W. Bush.
A los objetivos incompatibles se añaden temperamentos incompatibles. La división en torno a las cuestiones valóricas entre los conservadores norteamericanos reflejan una división entre talantes más tolerantes y talantes menos tolerantes. La pugna que desgarra a los republicanos —de la que el movimiento “Tea Party” es síntoma— refleja una brecha no sólo sobre el alcance de la intervención estatal en la economía: también sobre cuánto poder deber ejercer el Estado en política exterior y cuestiones morales.
Finalmente, Cameron se enfrenta a un problema peculiar del conservadurismo británico: la pugna en torno a la integración europea. Fue en parte la tumba política de Thatcher y la de su sucesor, John Major. La hecatombe actual en la Unión Europea ha puesto en desventaja a los “tories” eurófilos frente a los “tories” euroescépticos, pero aquellos no están derrotados aún. ¿Se oponen realmente los euroescépticos a la integración europea porque le temen al estatismo, o son espíritus insulares que encubren su nacionalismo bajo el ropaje del euroescepticismo? Cameron aún no ha respondido.
La contienda por el liderazgo mundial del conservadurismo, pues, sigue abierta. Tal vez la clave para los conservadores radique en volver a sus raíces filosóficas, bajo la forma del británico Edmund Burke o los Padres Fundadores de los Estados Unidos. En 1960, Barry Goldwater —paradigma del renacimiento conservador y recordado como “Mr. Conservative”— escribió que “las antiguas y probadas verdades que guiaron a nuestra República en sus primeros días lo harán igual de bien en los nuestros. El reto para los conservadores hoy es simplemente demostrar la vigencia de una filosofía probada de cara a los problemas de nuestro tiempo”.
Aquellos que aspiran a su manto deben tenerlo en cuenta.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
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