Washington, DC—Reconozcamos la destreza táctica de Fidel y Raúl Castro. Cada vez que les ha urgido atenuar la presión, han echado a rodar especulaciones sobre una posible reforma. Cuando el engaño quedaba expuesto, ya habían ganado un nuevo período de estabilidad. El reciente anuncio de que 52 presos políticos serán liberados ha desatado un torbellino de conjeturas reformistas. ¿Será igual otra vez?
La liberación en cámara lenta que comenzó la semana pasada y continuará durante meses abarcará a un tercio de los presos políticos que, según la Comisión Cubana de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional, quedan en la isla. Estos hombres surgieron hace algunos años como un grupo de periodistas independientes. Junto con los bibliotecarios y algunos “bloggeros”, se empeñaron más tarde en dar vida a una sociedad civil en Cuba. Desde la aparición de organizaciones de derechos humanos y partidos políticos ilegales no había acontecido nada más alentador. No sorprende que encarcelaran a 75 de ellos. Lo que no previeron fue que sus mujeres saltarían a la fama. Con una campaña que se tornó más ruidosa y atrevida con cada pogromo que “rompió” sus marchas, las increíbles Damas de Blanco ganaron para estos héroes la atención del mundo.
Un día, de repente, un preso desplegó el arma más letal: la huelga de hambre. La muerte de Orlando Zapata en febrero de este año volteó el partido. La decisión de Guillermo Fariñas de reemplazar a Zapata, y el anuncio de que otros harían lo mismo si el segundo huelguista moría, llevó la lucha a un nivel no visto desde las guerrillas anticastristas de la década de 1960. Los famosos de izquierdas —barómetro de los asuntos cubanos— expresaron su disgusto por los Castro; los Presidentes democráticos amigos les bajaron el dedo —a excepción de Lula da Silva, vaya infamia, que llamó delincuentes a los prisioneros—; y el gobierno socialista de España, en plan correveidile, hizo saber a La Habana que la Unión Europea no aceptaría levantar las sanciones diplomáticas. La economía, a pesar de los subsidios de Venezuela y las mentiras estadísticas, estaba comatosa. Fidel Castro se encargaba, con columnas intimidatorias desde su lecho de enfermo, de que las tímidas reformas económicas anunciadas por hermano Raúl no prosperasen.
En mayo, Raúl Castro inició negociaciones con la Iglesia Católica, encabezada por el cardenal Jaime Ortega. El canciller español Miguel Angel Moratinos se les unió posteriormente. El resultado fue el anuncio de que los 52 prisioneros de la “Primavera Negra” que aun quedaban serían liberados; España los acogería con sus familias.
Otras liberaciones de presos despertaron esperanza en el pasado. En 1969-1970, unos 1.300 prisioneros fueron deportados. En 1979, tras una polémica negociación con algunos exiliados, 3.600 opositores fueron puestos en libertad —y también expulsados. En 1998, la visita del Papa Juan Pablo II dio pie a la excarcelación de 40 presos, y a otro destierro masivo. Pocos regímenes han jugado más hábilmente el siniestro juego de confinar y torturar a personas inocentes en cárceles infestadas de ratas para luego recibir elogios por utilizarlos como moneda de cambio en negociaciones internacionales.
Un par de cosas hacen de esta liberación algo potencialmente más significativo, como han expresado algunos críticos, incluida la Fundación Nacional Cubano Americana en Miami. El hecho de que la decisión fuera tomada por Raúl, admirador de la “vía china”, podría tener un sentido novedoso. La participación de la Iglesia, que ha ganado más reconocimiento en los últimos días que en el medio siglo anterior, es sugerente. Y el discreto viaje de Ortega a Washington, DC, antes del anuncio, para informar a los estadounidenses sobre lo que sucedía sugiere que Castro pretende un acuerdo con los Estados Unidos. Ortega enfatizó en sus reuniones que Raúl Castro quiere reformas en serio.
Nada de lo cual es garantía alguna. Lo más seguro es asumir que los Castro están —por enésima vez—dando un paso atrás antes de dar dos hacia adelante. La insistencia de Raúl en que los prisioneros abandonen la isla con sus familias implica que pretende librarse de los periodistas independientes y las Damas de Blanco, y abortar la embrionaria sociedad civil que habían engendrado con esmero. Pero no es inconcebible, dada la débil posición de Raúl Castro, que el régimen intente alguna reforma con el fin de reforzar la economía y asegurar su supervivencia después de que Fidel Castro muera: una medida que exigirá, si pretende apoyo e inversiones foráneas, cierto grado de reordenamiento político.
Ni siquiera el propio Raúl Castro sabe realmente si la reforma realmente se producirá. Pero una cosa está clara: los héroes de la “Primavera Negra” y sus Damas de Blanco nos han revelado, contra todo pronóstico, que los Castro no son invencibles. Después de 51 años, es una constatación tranquilizadora.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
Cuba: ¿Será distinto esta vez?
Washington, DC—Reconozcamos la destreza táctica de Fidel y Raúl Castro. Cada vez que les ha urgido atenuar la presión, han echado a rodar especulaciones sobre una posible reforma. Cuando el engaño quedaba expuesto, ya habían ganado un nuevo período de estabilidad. El reciente anuncio de que 52 presos políticos serán liberados ha desatado un torbellino de conjeturas reformistas. ¿Será igual otra vez?
La liberación en cámara lenta que comenzó la semana pasada y continuará durante meses abarcará a un tercio de los presos políticos que, según la Comisión Cubana de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional, quedan en la isla. Estos hombres surgieron hace algunos años como un grupo de periodistas independientes. Junto con los bibliotecarios y algunos “bloggeros”, se empeñaron más tarde en dar vida a una sociedad civil en Cuba. Desde la aparición de organizaciones de derechos humanos y partidos políticos ilegales no había acontecido nada más alentador. No sorprende que encarcelaran a 75 de ellos. Lo que no previeron fue que sus mujeres saltarían a la fama. Con una campaña que se tornó más ruidosa y atrevida con cada pogromo que “rompió” sus marchas, las increíbles Damas de Blanco ganaron para estos héroes la atención del mundo.
Un día, de repente, un preso desplegó el arma más letal: la huelga de hambre. La muerte de Orlando Zapata en febrero de este año volteó el partido. La decisión de Guillermo Fariñas de reemplazar a Zapata, y el anuncio de que otros harían lo mismo si el segundo huelguista moría, llevó la lucha a un nivel no visto desde las guerrillas anticastristas de la década de 1960. Los famosos de izquierdas —barómetro de los asuntos cubanos— expresaron su disgusto por los Castro; los Presidentes democráticos amigos les bajaron el dedo —a excepción de Lula da Silva, vaya infamia, que llamó delincuentes a los prisioneros—; y el gobierno socialista de España, en plan correveidile, hizo saber a La Habana que la Unión Europea no aceptaría levantar las sanciones diplomáticas. La economía, a pesar de los subsidios de Venezuela y las mentiras estadísticas, estaba comatosa. Fidel Castro se encargaba, con columnas intimidatorias desde su lecho de enfermo, de que las tímidas reformas económicas anunciadas por hermano Raúl no prosperasen.
En mayo, Raúl Castro inició negociaciones con la Iglesia Católica, encabezada por el cardenal Jaime Ortega. El canciller español Miguel Angel Moratinos se les unió posteriormente. El resultado fue el anuncio de que los 52 prisioneros de la “Primavera Negra” que aun quedaban serían liberados; España los acogería con sus familias.
Otras liberaciones de presos despertaron esperanza en el pasado. En 1969-1970, unos 1.300 prisioneros fueron deportados. En 1979, tras una polémica negociación con algunos exiliados, 3.600 opositores fueron puestos en libertad —y también expulsados. En 1998, la visita del Papa Juan Pablo II dio pie a la excarcelación de 40 presos, y a otro destierro masivo. Pocos regímenes han jugado más hábilmente el siniestro juego de confinar y torturar a personas inocentes en cárceles infestadas de ratas para luego recibir elogios por utilizarlos como moneda de cambio en negociaciones internacionales.
Un par de cosas hacen de esta liberación algo potencialmente más significativo, como han expresado algunos críticos, incluida la Fundación Nacional Cubano Americana en Miami. El hecho de que la decisión fuera tomada por Raúl, admirador de la “vía china”, podría tener un sentido novedoso. La participación de la Iglesia, que ha ganado más reconocimiento en los últimos días que en el medio siglo anterior, es sugerente. Y el discreto viaje de Ortega a Washington, DC, antes del anuncio, para informar a los estadounidenses sobre lo que sucedía sugiere que Castro pretende un acuerdo con los Estados Unidos. Ortega enfatizó en sus reuniones que Raúl Castro quiere reformas en serio.
Nada de lo cual es garantía alguna. Lo más seguro es asumir que los Castro están —por enésima vez—dando un paso atrás antes de dar dos hacia adelante. La insistencia de Raúl en que los prisioneros abandonen la isla con sus familias implica que pretende librarse de los periodistas independientes y las Damas de Blanco, y abortar la embrionaria sociedad civil que habían engendrado con esmero. Pero no es inconcebible, dada la débil posición de Raúl Castro, que el régimen intente alguna reforma con el fin de reforzar la economía y asegurar su supervivencia después de que Fidel Castro muera: una medida que exigirá, si pretende apoyo e inversiones foráneas, cierto grado de reordenamiento político.
Ni siquiera el propio Raúl Castro sabe realmente si la reforma realmente se producirá. Pero una cosa está clara: los héroes de la “Primavera Negra” y sus Damas de Blanco nos han revelado, contra todo pronóstico, que los Castro no son invencibles. Después de 51 años, es una constatación tranquilizadora.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
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