Washington, DC—El rescate de los 33 mineros chilenos prueba que hacer las cosas bien ya no es patrimonio exclusivo de los países plenamente desarrollados. Sugiere incluso que la capacidad de hacer las cosas correctamente se ha desplazado del mundo desarrollado hacia lo que solían llamar países “periféricos”.
Durante las dos últimas décadas, Japón ha chapoteado en el estancamiento. El modelo socioeconómico de Europa padece una crisis que cada día nos trae titulares tremebundos. Y Estados Unidos ha sido hace poco el epicentro de un terremoto financiero y económico cuyas réplicas reverberan en todo el mundo. Símbolo de lo que algunos consideran (bastante prematuramente) el declive irreversible del Occidente, la respuesta al huracán Katrina en 2005 y al derrame de petróleo de la plataforma Deep Horizon a principios de este año fue de estirpe más bien tercermundista.
Qué contraste con el desempeño de Chile frente a la tragedia potencial de la mina San José, en el desierto de Atacama. Es difícil encontrar algo que no se haya hecho como Dios manda (aparte del propio accidente, claro, tal vez agravado por los pobres estándares de seguridad de la empresa).
Como ha dicho Arturo Fontaine, el conocido escritor chileno: “Allí abajo, casi sin esperanza, estos 33 mineros construyeron una organización. Generaron libremente un método de toma de decisiones colectivo y gobernaron sus instintos y apetitos, y usaron la cabeza en beneficio de cada uno de ellos”.
En la superficie, el presidente Sebastián Piñera hizo lo opuesto de lo que el nacionalismo proteccionista habría dictado. Las antenas globales de Chile fueron puestas a trabajar de inmediato. Empresas de distintos países — Samsung de Corea del Sur, Center Rock y Cupron de los Estados Unidos, por ejemplo — fueron el origen de todo tipo de tecnologías a las que Chile dio un uso eficiente. Ningún complejo antiimperialista llevó a los chilenos a rechazar el cable de fibra óptica para comunicaciones japonés ni la torre de perforación de fabricación estadounidense, o incluso la colaboración de la NASA con la Armada chilena para la construcción de Fénix 2, la cápsula de rescate que pronto saldrá de gira por el mundo.
¿Hizo la participación internacional que el rescate resultara menos “chileno”? ¿Se sintieron los ciudadanos de ese país avergonzados por no ser quienes diseñaron, construyeron y comercializan las distintas piezas de tecnología? No, sintieron que, si eran capaces de compaginar recursos mundiales de manera rápida y eficiente, y si se ponían a la altura de las circunstancias con todos esos elementos, su país crecería en estatura.
El Presidente Piñera lo expresó de un modo muy atinado, una vez que todos estuvieron fuera del pozo: “Lo hicimos a la chilena”, frase que otros jefes de Estado han repetido desde entonces. Hay allí una gran lección para los países subdesarrollados que siguen embrujados por el conjuro nacionalista: cuantas menos fronteras existan, más exitoso puede ser un país —y más orgullosos pueden sentirse los patriotas de sus logros.
No es casualidad que esta lección de cómo hacer las cosas bien haya llegado desde Chile. Pese a que se ha vuelto común reducir al mundo emergente a ejemplos como China o Brasil, olvidamos que existen países más pequeños y menos influyentes donde la libertad política y económica ha ido mucho más lejos. Chile, donde los Premios Nobel de la Paz no están en la cárcel, como en China, y donde, a diferencia de Brasil, la política no es disfuncional porque la maquinaria burocrática del Estado ha pasado por varias reformas, es el tipo de caso que debería ser citado con más frecuencia cuando se habla de naciones en ascenso.
Hay algo a la vez esperanzador e inquietante en el hecho de que la capacidad de “hacer las cosas bien” esté desplazándose hacia los países emergentes. Más allá de toda la alegría con que el mundo ha celebrado el rescate y la admiración que está siendo derramada sobre Chile, lo ocurrido nos recuerda, por contraste, que los países líderes han perdido su brújula. Puede que no se encuentren en el declive irreversible que algunos predicen (acaso deseándolo), pero no hay duda de que los Estados Unidos, Europa y Japón tienen una profunda necesidad de introspección: les urge preguntarse exactamente cómo y cuándo perdieron de vista el hecho de que hacer las cosas bien es una actitud que precisa ser renovada por cada generación. Tal vez los logros extraordinarios que se originan hoy en países emergentes ayuden a impulsar ese proceso.
Lo siento, pero la idea de que 33 humildes mineros, desde el fin del mundo, puedan ayudar a las naciones líderes a redescubrirse me resulta irresistible.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
A la chilena
Washington, DC—El rescate de los 33 mineros chilenos prueba que hacer las cosas bien ya no es patrimonio exclusivo de los países plenamente desarrollados. Sugiere incluso que la capacidad de hacer las cosas correctamente se ha desplazado del mundo desarrollado hacia lo que solían llamar países “periféricos”.
Durante las dos últimas décadas, Japón ha chapoteado en el estancamiento. El modelo socioeconómico de Europa padece una crisis que cada día nos trae titulares tremebundos. Y Estados Unidos ha sido hace poco el epicentro de un terremoto financiero y económico cuyas réplicas reverberan en todo el mundo. Símbolo de lo que algunos consideran (bastante prematuramente) el declive irreversible del Occidente, la respuesta al huracán Katrina en 2005 y al derrame de petróleo de la plataforma Deep Horizon a principios de este año fue de estirpe más bien tercermundista.
Qué contraste con el desempeño de Chile frente a la tragedia potencial de la mina San José, en el desierto de Atacama. Es difícil encontrar algo que no se haya hecho como Dios manda (aparte del propio accidente, claro, tal vez agravado por los pobres estándares de seguridad de la empresa).Como ha dicho Arturo Fontaine, el conocido escritor chileno: “Allí abajo, casi sin esperanza, estos 33 mineros construyeron una organización. Generaron libremente un método de toma de decisiones colectivo y gobernaron sus instintos y apetitos, y usaron la cabeza en beneficio de cada uno de ellos”.
En la superficie, el presidente Sebastián Piñera hizo lo opuesto de lo que el nacionalismo proteccionista habría dictado. Las antenas globales de Chile fueron puestas a trabajar de inmediato. Empresas de distintos países — Samsung de Corea del Sur, Center Rock y Cupron de los Estados Unidos, por ejemplo — fueron el origen de todo tipo de tecnologías a las que Chile dio un uso eficiente. Ningún complejo antiimperialista llevó a los chilenos a rechazar el cable de fibra óptica para comunicaciones japonés ni la torre de perforación de fabricación estadounidense, o incluso la colaboración de la NASA con la Armada chilena para la construcción de Fénix 2, la cápsula de rescate que pronto saldrá de gira por el mundo.
¿Hizo la participación internacional que el rescate resultara menos “chileno”? ¿Se sintieron los ciudadanos de ese país avergonzados por no ser quienes diseñaron, construyeron y comercializan las distintas piezas de tecnología? No, sintieron que, si eran capaces de compaginar recursos mundiales de manera rápida y eficiente, y si se ponían a la altura de las circunstancias con todos esos elementos, su país crecería en estatura.
El Presidente Piñera lo expresó de un modo muy atinado, una vez que todos estuvieron fuera del pozo: “Lo hicimos a la chilena”, frase que otros jefes de Estado han repetido desde entonces. Hay allí una gran lección para los países subdesarrollados que siguen embrujados por el conjuro nacionalista: cuantas menos fronteras existan, más exitoso puede ser un país —y más orgullosos pueden sentirse los patriotas de sus logros.
No es casualidad que esta lección de cómo hacer las cosas bien haya llegado desde Chile. Pese a que se ha vuelto común reducir al mundo emergente a ejemplos como China o Brasil, olvidamos que existen países más pequeños y menos influyentes donde la libertad política y económica ha ido mucho más lejos. Chile, donde los Premios Nobel de la Paz no están en la cárcel, como en China, y donde, a diferencia de Brasil, la política no es disfuncional porque la maquinaria burocrática del Estado ha pasado por varias reformas, es el tipo de caso que debería ser citado con más frecuencia cuando se habla de naciones en ascenso.
Hay algo a la vez esperanzador e inquietante en el hecho de que la capacidad de “hacer las cosas bien” esté desplazándose hacia los países emergentes. Más allá de toda la alegría con que el mundo ha celebrado el rescate y la admiración que está siendo derramada sobre Chile, lo ocurrido nos recuerda, por contraste, que los países líderes han perdido su brújula. Puede que no se encuentren en el declive irreversible que algunos predicen (acaso deseándolo), pero no hay duda de que los Estados Unidos, Europa y Japón tienen una profunda necesidad de introspección: les urge preguntarse exactamente cómo y cuándo perdieron de vista el hecho de que hacer las cosas bien es una actitud que precisa ser renovada por cada generación. Tal vez los logros extraordinarios que se originan hoy en países emergentes ayuden a impulsar ese proceso.
Lo siento, pero la idea de que 33 humildes mineros, desde el fin del mundo, puedan ayudar a las naciones líderes a redescubrirse me resulta irresistible.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
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