La rama de al Qaeda con base en Yemen que a finales de octubre intentó enviar dos paquetes bomba en aviones de carga a los Estados Unidos planea más ataques.
“Para destruir a los EE.UU. no necesitamos atacar a lo grande”, manifestó el grupo al-Qaeda en la Península Arábiga (AQAP por su sigla en inglés) en una nueva revista en idioma Inglés. “Es más factible ejecutar ataques más pequeños que requieran menos participantes y menos tiempo para lanzarlos”.
En cuanto a los fallidos paquetes bomba, el grupo indicó que los dos explosivos costaron alrededor de 4.200 dólares en materiales y “le tomó a un equipo de menos de seis ‘hermanos’ tres meses planificar y ejecutar” el ataque de principio a fin. De tener éxito, la operación de 4.200 dólares podría haber costado miles de millones de dólares a los Estados Unidos, dijeron.
Mientras el vasto aparato de seguridad interior de los Estados Unidos trata de hallar la manera de prevenir futuros ataques con bombas enviadas como carga, los estadounidenses precisan reflexionar sobre la realidad de que no podemos tener suerte siempre. Como sostuvo un portavoz del Ejército Republicano Irlandés tras un intento fallido de matar a la primera ministra británica Margaret Thatcher en 1984, “ . . . recuerde que sólo debemos tener suerte una vez. Usted tendrá que tener suerte siempre”.
En primer lugar, los estadounidenses deben percatarse de que construir una defensa absoluta y perfecta contra el terrorismo es una misión quijotesca. Sencillamente hay demasiados objetivos potenciales y demasiadas formas distintas en las que pueden ser atacados para defender con éxito todos los objetivos contra todo ataque. Tratar de hacerlo sería una receta para el gasto sin fin en más—y más intrusiva y costosa, dada nuestra tendencia a ver a la tecnología como una panacea—seguridad. Los cacheos intrusivos y los escaneos corporales podrían ser sólo el comienzo.
Además, gran parte de ese gasto será desperdiciado debido a que la propia naturaleza del terrorismo es descubrir una debilidad y explotarla. Eso es exactamente lo que los secuestradores del 11 de septiembre de 2001 hicieron—a sabiendas de que la seguridad del aeropuerto estaba diseñada para inspeccionar a los pasajeros en busca de armas de fuego, sus armas escogidas fueron cuchillos y navajas. Sabían también que un secuestro sería tratado como la toma de rehenes a cambio de un rescate, no para utilizar a los aviones como misiles guiados.
Y nuestros adversarios se adaptan. A medida que erigimos defensas, en vez de tratar de hallar maneras de atravesarlas ellos encuentran formas de eludirlas. El caso del fallido terrorista con la bomba en su zapato, Richard Reid, muestra cómo los terroristas se adaptaron a las mayores medidas de seguridad destinadas a impedir los secuestros. El atacante con explosivos entre su ropa interior el día de Navidad, Omar Faruk Abdulmutallab, mostró cómo se adaptaron a la obligación de quitarnos nuestro calzado al pasar por la seguridad del aeropuerto. Como evidencian estos ejemplos, muchos de nuestros esfuerzos en materia de seguridad tienden a concentrarse en la prevención del último ataque en lugar del siguiente. E incluso si tratásemos de anticipar lo que los terroristas harán, no siempre podemos acertar.
Eso no significa que simplemente deberíamos darnos por vencidos y no hacer esfuerzo alguno para defendernos y prevenir el terrorismo. Pero saber que no siempre podemos tener suerte implica que tenemos también que lidiar con las causas de fondo que hacen que haya individuos que se convierten en terroristas.
La causa que aún nos negamos a enfrentar es una política exterior estadounidense intervencionista que implementan tanto las administraciones republicanas como las demócratas—y que va más allá de las operaciones militares en Irak y Afganistán (aunque ellas son sin duda los ejemplos más prominentes). La innecesaria intervención de los EE.UU. en el mundo musulmán, incluido el apoyo a regímenes autoritarios y opresivos, alimenta el odio anti-estadounidense que desencadena el terrorismo.
Sin duda, cambiar la política exterior de los EE.UU. no convertirá a aquellos que ya nos odian en nuestros amigos, pero les dará a los mil millones de musulmanes en el mundo un motivo menos para unirse a las filas de los yihadistas y nos permitirá concentrar nuestros esfuerzos en aquellos cuyas mentes no puedan ser cambiadas y en los más decididos a hacernos daño.
La dura realidad es simple: Si no cambiamos nuestra política, con toda seguridad se nos terminará la suerte.
Traducido por Gabriel Gasave
No podemos tener suerte siempre
La rama de al Qaeda con base en Yemen que a finales de octubre intentó enviar dos paquetes bomba en aviones de carga a los Estados Unidos planea más ataques.
“Para destruir a los EE.UU. no necesitamos atacar a lo grande”, manifestó el grupo al-Qaeda en la Península Arábiga (AQAP por su sigla en inglés) en una nueva revista en idioma Inglés. “Es más factible ejecutar ataques más pequeños que requieran menos participantes y menos tiempo para lanzarlos”.
En cuanto a los fallidos paquetes bomba, el grupo indicó que los dos explosivos costaron alrededor de 4.200 dólares en materiales y “le tomó a un equipo de menos de seis ‘hermanos’ tres meses planificar y ejecutar” el ataque de principio a fin. De tener éxito, la operación de 4.200 dólares podría haber costado miles de millones de dólares a los Estados Unidos, dijeron.
Mientras el vasto aparato de seguridad interior de los Estados Unidos trata de hallar la manera de prevenir futuros ataques con bombas enviadas como carga, los estadounidenses precisan reflexionar sobre la realidad de que no podemos tener suerte siempre. Como sostuvo un portavoz del Ejército Republicano Irlandés tras un intento fallido de matar a la primera ministra británica Margaret Thatcher en 1984, “ . . . recuerde que sólo debemos tener suerte una vez. Usted tendrá que tener suerte siempre”.
En primer lugar, los estadounidenses deben percatarse de que construir una defensa absoluta y perfecta contra el terrorismo es una misión quijotesca. Sencillamente hay demasiados objetivos potenciales y demasiadas formas distintas en las que pueden ser atacados para defender con éxito todos los objetivos contra todo ataque. Tratar de hacerlo sería una receta para el gasto sin fin en más—y más intrusiva y costosa, dada nuestra tendencia a ver a la tecnología como una panacea—seguridad. Los cacheos intrusivos y los escaneos corporales podrían ser sólo el comienzo.
Además, gran parte de ese gasto será desperdiciado debido a que la propia naturaleza del terrorismo es descubrir una debilidad y explotarla. Eso es exactamente lo que los secuestradores del 11 de septiembre de 2001 hicieron—a sabiendas de que la seguridad del aeropuerto estaba diseñada para inspeccionar a los pasajeros en busca de armas de fuego, sus armas escogidas fueron cuchillos y navajas. Sabían también que un secuestro sería tratado como la toma de rehenes a cambio de un rescate, no para utilizar a los aviones como misiles guiados.
Y nuestros adversarios se adaptan. A medida que erigimos defensas, en vez de tratar de hallar maneras de atravesarlas ellos encuentran formas de eludirlas. El caso del fallido terrorista con la bomba en su zapato, Richard Reid, muestra cómo los terroristas se adaptaron a las mayores medidas de seguridad destinadas a impedir los secuestros. El atacante con explosivos entre su ropa interior el día de Navidad, Omar Faruk Abdulmutallab, mostró cómo se adaptaron a la obligación de quitarnos nuestro calzado al pasar por la seguridad del aeropuerto. Como evidencian estos ejemplos, muchos de nuestros esfuerzos en materia de seguridad tienden a concentrarse en la prevención del último ataque en lugar del siguiente. E incluso si tratásemos de anticipar lo que los terroristas harán, no siempre podemos acertar.
Eso no significa que simplemente deberíamos darnos por vencidos y no hacer esfuerzo alguno para defendernos y prevenir el terrorismo. Pero saber que no siempre podemos tener suerte implica que tenemos también que lidiar con las causas de fondo que hacen que haya individuos que se convierten en terroristas.
La causa que aún nos negamos a enfrentar es una política exterior estadounidense intervencionista que implementan tanto las administraciones republicanas como las demócratas—y que va más allá de las operaciones militares en Irak y Afganistán (aunque ellas son sin duda los ejemplos más prominentes). La innecesaria intervención de los EE.UU. en el mundo musulmán, incluido el apoyo a regímenes autoritarios y opresivos, alimenta el odio anti-estadounidense que desencadena el terrorismo.
Sin duda, cambiar la política exterior de los EE.UU. no convertirá a aquellos que ya nos odian en nuestros amigos, pero les dará a los mil millones de musulmanes en el mundo un motivo menos para unirse a las filas de los yihadistas y nos permitirá concentrar nuestros esfuerzos en aquellos cuyas mentes no puedan ser cambiadas y en los más decididos a hacernos daño.
La dura realidad es simple: Si no cambiamos nuestra política, con toda seguridad se nos terminará la suerte.
Traducido por Gabriel Gasave
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