Las ciudades pueden combatir el crimen sin volverse Estados policíacos

1 de junio, 1999

Usted se da percata de que los tiempos han cambiado cuando incluso a Jerry Brown puede escuchárselo hablando duramente respecto del crimen.

Largamente caricaturizado, tanto en la prensa como en la imaginación del público, como la ultima “pizca de la Nueva Era,” Brown—actualmente alcalde de Oakland, California—se ha parecido en las últimas semanas más a John Wayne que a Shirley MacLaine, al declarar resueltamente que reducirá el índice de criminalidad de la ciudad en un 25 por ciento en general durante los próximos cuatro años.

Haciendo del crimen su prioridad más alta, Brown se une a la ola de los alcaldes de las principales ciudades—como Ed Rendell de Filadelfia, Richard M. Daley de Chicago, y, más preclaramente, Rudy Giuliani de Nueva York—cuyas acaloradas retóricas los coloca en un papel similar al de modernos sheriffs del oeste: parte-administradores, parte-superhéroes.

La tendencia es comprensible, en la medida que el crimen resulta ser claramente el problema que más profundamente impacta sobre las vidas de los ciudadanos. El mismo no solamente deja a los residentes en un estado de temor, sino que una alta criminalidad también agrava y exacerba otros problemas urbanos modernos: la destrucción de los vecindarios, la depreciación de los valores de las propiedades, el desaliento del desarrollo habitacional, el temor de los comerciantes, e incluso la amenaza para los niños que asisten a las escuelas públicas.

Pero como lo sugieren varios casos de alto perfil de supuesta negligencia, tales como los disparos efectuados el pasado mes contra el inmigrante africano Amidou Diallo por parte de cuatro oficiales de policía de la Ciudad de Nueva York, pueden existir peligros que son inherentes al apoyo sobre entusiasta de la aplicación de la ley por parte del gobierno.

Los ciudadanos están hartos de ser víctimas de las pandillas de criminales y de ladrones, pero el convertirse en una victima de la policía local—y de prácticas policiales comunes como son la confiscación indiscriminada de la propiedad, la intimidación, el establecimiento de un perfil de sospechosos entre grupos raciales, y una “Guerra contra las Drogas” nacional que se ha vuelto un sinónimo de una “Guerra contra la Gente”—difícilmente parecería ser una alternativa aceptable.

Aquellos que se preguntan si podría existir otro camino—un sistema de justicia penal que sea pro activo para brindar seguridad a los vecindarios y para compensar a las víctimas por sus pérdidas, sin convertirse, en esencia, en un estado policial opresivo—deberían revisar la investigación más reciente del economista Bruce Benson de la Florida State University.

En su nuevo libro, To Serve and Protect, el Dr. Benson destaca que, durante siglos, el control de la criminalidad fue casi en su totalidad privado y basado en la comunidad. Realizando una revisión de los sistemas de justicia penal alrededor del mundo, encuentra que los más exitosos han sido siempre aquellos que más de cerca se adhieren a este viejo modelo de la “comunidad vigilante,” en el cual la restitución a la víctima, las patrullas de ciudadanos, y la justicia privada eran los puntos más valorados, mientras que las fuerzas policiales gubernamentales, los fiscales, los tribunales, y las prisiones son casi siempre una idea tardía.

No debiera ser controversial, afirmar que los programas gubernamentales por sí solos, no pueden resolver el problema del crimen más de lo que los programas del bienestar pudieron eliminar la pobreza o de lo que el programa federal de super fondos pudo detener la polución. Pero incluso más interesante es la conclusión de que, en última instancia, el mercado de la justicia penal funciona de manera muy similar a la de los otros mercados. Allí donde el gobierno no puede proporcionar a los ciudadanos el nivel de servicio que ellos exigen, los programas privados y basados en la comunidad lo harán. El crecimiento de los sistemas hogareños de seguridad, los dispositivos como “The Club” y LoJack, y el uso de patrullas de seguridad privadas por parte de los complejos habitacionales y de los Distritos Comerciales Mejorados, constituyen todos un testamento de esta circunstancia.

Tal como con los otros mercados, la mejor cosa que los alcaldes y otros burócratas gubernamentales pueden hacer es hacerse aun lado del camino, y dejar que estas fuerzas privadas del mercado alcancen su potencial. Entre las innovaciones que sugiere Benson en su libro se encuentra la de permitir a los ciudadanos el empleo de fiscales privados en las causas penales, el respeto por la validez de las sanciones impuestas por parte de las empresas y de la comunidad, el alentar el desarrollo de tribunales de arbitraje independientes para resolver las controversias, el abolir las leyes sobre los delitos sin víctimas, las que canalizan equivocadamente a los recursos policiales, y el devolverles el poder de policía a los vecindarios, que son el nivel más local de todos.

Dado que los recursos para expandir a los departamentos de policía de las ciudades son por lo general limitados, más alcaldes deberían también valerse de los beneficios de la privatización y de la deslocalización de las distintas clases de servicios de la justicia penal. Si bien uno debe ser siempre cauto cuando se trata de confiarle fondos públicos a los intereses privados, la privatización puede ser utilizada eficazmente para incrementar la responsabilidad, reforzar a las fuerzas policiales, y ahorrar dinero que puede serle devuelto a los ciudadanos para generar mayor prosperidad-la que es siempre un antídoto eficaz contra los crímenes violentos.

También resulta esencial que las familias y los ciudadanos tengan acceso a los medios para defenderse a sí mismos de los criminales. Como lo demuestra Benson, los índices de criminalidad, no se incrementan en aquellas áreas en donde el público se encuentra facultado con el derecho a la defensa propia. La Segunda Enmienda no es solamente una libertad protegida constitucionalmente, concluye Benson. Es también una política inteligente.

La imagen del sheriff que habla rudamente y que ingresa a la ciudad cabalgando para “limpiar la casa” y “no tomar a nadie como prisionero” es un tema popular en nuestra cultura. Pero la historia nos demuestra que siempre que una sociedad ha deseado ponerse seria respecto del crimen, no son la policía ni los políticos, sino el pueblo quien hace que eso ocurra.

Traducido por Gabriel Gasave

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