Las propuestas de reforma migratoria del presidente Barack Obama y la “Banda de los Ocho” del Senado son un paso en la dirección correcta. Pero pierden de vista la lección de la experiencia: El futuro importa tanto como el presente.
Esto significa que muchas personas de origen extranjero podrían encontrarse nuevamente fuera de la ley en unos pocos años.
Las reformas propuestas fortalecerán la seguridad fronteriza, entrañarán medidas severas contra los empleadores que contraten a inmigrantes ilegales, permitirán una vía hacia la obtención de la ciudadanía a millones de extranjeros indocumentados e incrementará el número de visas disponibles para ciertos grupos de personas, favoreciendo a algunos —los graduados de carreras técnicas avanzadas, por ejemplo— sobre otros. Pero estas decisiones serán tomadas por políticos, no por el mercado. Un enfoque más flexible, en sintonía con las necesidades de la economía, sería mejor.
Las reformas propuestas son una película que en cierta forma hemos visto antes. Mientras que los avances tecnológicos harán más eficaces que en el pasado la verificación por parte de los empleadores y la interdicción fronteriza, las iniciativas actuales no difieren mucho de la amnistía otorgada por el presidente Ronald Reagan en 1986. Los principales elementos son los mismos: la legalización condicional, patrullas fronterizas mejoradas y sanciones para los empleadores.
Sin embargo, esa ley es vista hoy día como un fracaso, no por lo que hizo en su momento sino por lo que no pudo hacer en el nuestro.
Necesidades imprevistas
Las reformas de la era Reagan no previeron la manera en que las necesidades del mercado sortearían las nuevas restricciones, generando los aproximadamente 11 millones de trabajadores indocumentados que residen en la actualidad en los EE.UU.. Lo mismo había ocurrido con las leyes anteriores, en particular la Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965, que eliminó las cuotas de origen nacional e hizo hincapié, tal como lo hace hoy la propuesta de Obama, en la reunificación familiar.
Los legisladores y sus electores precisan entender tres cosas. Primero, el número de inmigrantes necesarios para cubrir puestos de trabajo en los Estados Unidos —desde la recolección de fruta hasta la escritura de códigos informáticos— es imposible de predecir. Segundo, los EE.UU. no serán invadidos por trabajadores indocumentados si se adoptase un sistema más flexible en lugar de establecer cupos migratorios predeterminados. Tercero, los actuales inmigrantes no suponen un peligro económico o cultural para los EE.UU., como no lo hicieron los de los siglos 19 y comienzos del 20, igualmente hostilizados en su momento.
La idea de que un sistema más flexible abriría las compuertas es ilógica. En la primera parte de la última década, alrededor de 800.000 inmigrantes indocumentados entraron a los EE.UU. cada año. Para el año 2010, la migración neta desde México, el principal país de origen, se había reducido a cero. La razón principal no fue el fortalecimiento de la patrulla fronteriza sino la desaceleración de la economía. Lo mismo había ocurrido después de pincharse la burbuja de las empresas punto.com.
Patrones similares se aprecian en otras partes. En España, un destino importante para los latinoamericanos y africanos del norte, la migración ha dado un giro irónico: miles de españoles parten en masa actualmente hacia el norte de Europa y América Latina.
La proporción de personas de origen extranjero en los EE.UU., cerca del 13 por ciento hoy día, es similar a la de otros períodos de la historia estadounidense. Hasta la década de 1920, alrededor del 15 por ciento de la población era de origen extranjero. Los promedios del siglo 19 y 20 son del 10 por ciento.
La idea de que los inmigrantes quitan puestos de trabajo a los ciudadanos, en lugar de cubrir las necesidades de la economía, también es falsa.
Allí tenemos el caso de Arizona. Antes de 2008, los extranjeros indocumentados constituían el 10 por ciento de la fuerza laboral de Arizona, unos 3 millones y pico de personas. Pero el desempleo era apenas del 4 por ciento. En otras palabras, estaban llenando un vacío, no desplazando a los ciudadanos del lugar.
En cuanto al peligro cultural planteado por la inmigración, el mito también impera. Los trabajadores indocumentados muestran actualmente patrones similares de aculturación a los del pasado. Como regla general, la asimilación es fuerte en la segunda generación y se completa en la tercera.
Hogares similares
Los valores de los inmigrantes se alinean estrechamente con los de la mayor parte de los hogares estadounidenses. La abrumadora mayoría de los latinos que han llegado desde 1990 son cristianos, principalmente católicos. La mitad de todos los inmigrantes indocumentados viven con un cónyuge y un hijo. Mientras que la proporción de hogares con un solo padre de familia entre los ciudadanos es de un tercio, entre los inmigrantes indocumentados es del 13 por ciento. Casi el 12 por ciento de los inmigrantes son trabajadores por cuenta propia, porcentaje similar al que se da entre los ciudadanos.
Los legisladores deberían prestar atención a estas realidades cuando discutan y sancionen la nueva ley migratoria, creando un sistema que facilite el ingreso para los inmigrantes de distintos niveles de cualificación acorde con las necesidades de la economía.
Si lo hacen, se sorprenderán de ver cómo la marea de inmigrantes fluctúa naturalmente. A veces, los números apenas se notarán.
Traducido por Gabriel Gasave
La reforma migratoria debe mirar más allá del presente
Las propuestas de reforma migratoria del presidente Barack Obama y la “Banda de los Ocho” del Senado son un paso en la dirección correcta. Pero pierden de vista la lección de la experiencia: El futuro importa tanto como el presente.
Esto significa que muchas personas de origen extranjero podrían encontrarse nuevamente fuera de la ley en unos pocos años.
Las reformas propuestas fortalecerán la seguridad fronteriza, entrañarán medidas severas contra los empleadores que contraten a inmigrantes ilegales, permitirán una vía hacia la obtención de la ciudadanía a millones de extranjeros indocumentados e incrementará el número de visas disponibles para ciertos grupos de personas, favoreciendo a algunos —los graduados de carreras técnicas avanzadas, por ejemplo— sobre otros. Pero estas decisiones serán tomadas por políticos, no por el mercado. Un enfoque más flexible, en sintonía con las necesidades de la economía, sería mejor.
Las reformas propuestas son una película que en cierta forma hemos visto antes. Mientras que los avances tecnológicos harán más eficaces que en el pasado la verificación por parte de los empleadores y la interdicción fronteriza, las iniciativas actuales no difieren mucho de la amnistía otorgada por el presidente Ronald Reagan en 1986. Los principales elementos son los mismos: la legalización condicional, patrullas fronterizas mejoradas y sanciones para los empleadores.
Sin embargo, esa ley es vista hoy día como un fracaso, no por lo que hizo en su momento sino por lo que no pudo hacer en el nuestro.
Necesidades imprevistas
Las reformas de la era Reagan no previeron la manera en que las necesidades del mercado sortearían las nuevas restricciones, generando los aproximadamente 11 millones de trabajadores indocumentados que residen en la actualidad en los EE.UU.. Lo mismo había ocurrido con las leyes anteriores, en particular la Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965, que eliminó las cuotas de origen nacional e hizo hincapié, tal como lo hace hoy la propuesta de Obama, en la reunificación familiar.
Los legisladores y sus electores precisan entender tres cosas. Primero, el número de inmigrantes necesarios para cubrir puestos de trabajo en los Estados Unidos —desde la recolección de fruta hasta la escritura de códigos informáticos— es imposible de predecir. Segundo, los EE.UU. no serán invadidos por trabajadores indocumentados si se adoptase un sistema más flexible en lugar de establecer cupos migratorios predeterminados. Tercero, los actuales inmigrantes no suponen un peligro económico o cultural para los EE.UU., como no lo hicieron los de los siglos 19 y comienzos del 20, igualmente hostilizados en su momento.
La idea de que un sistema más flexible abriría las compuertas es ilógica. En la primera parte de la última década, alrededor de 800.000 inmigrantes indocumentados entraron a los EE.UU. cada año. Para el año 2010, la migración neta desde México, el principal país de origen, se había reducido a cero. La razón principal no fue el fortalecimiento de la patrulla fronteriza sino la desaceleración de la economía. Lo mismo había ocurrido después de pincharse la burbuja de las empresas punto.com.
Patrones similares se aprecian en otras partes. En España, un destino importante para los latinoamericanos y africanos del norte, la migración ha dado un giro irónico: miles de españoles parten en masa actualmente hacia el norte de Europa y América Latina.
La proporción de personas de origen extranjero en los EE.UU., cerca del 13 por ciento hoy día, es similar a la de otros períodos de la historia estadounidense. Hasta la década de 1920, alrededor del 15 por ciento de la población era de origen extranjero. Los promedios del siglo 19 y 20 son del 10 por ciento.
La idea de que los inmigrantes quitan puestos de trabajo a los ciudadanos, en lugar de cubrir las necesidades de la economía, también es falsa.
Allí tenemos el caso de Arizona. Antes de 2008, los extranjeros indocumentados constituían el 10 por ciento de la fuerza laboral de Arizona, unos 3 millones y pico de personas. Pero el desempleo era apenas del 4 por ciento. En otras palabras, estaban llenando un vacío, no desplazando a los ciudadanos del lugar.
En cuanto al peligro cultural planteado por la inmigración, el mito también impera. Los trabajadores indocumentados muestran actualmente patrones similares de aculturación a los del pasado. Como regla general, la asimilación es fuerte en la segunda generación y se completa en la tercera.
Hogares similares
Los valores de los inmigrantes se alinean estrechamente con los de la mayor parte de los hogares estadounidenses. La abrumadora mayoría de los latinos que han llegado desde 1990 son cristianos, principalmente católicos. La mitad de todos los inmigrantes indocumentados viven con un cónyuge y un hijo. Mientras que la proporción de hogares con un solo padre de familia entre los ciudadanos es de un tercio, entre los inmigrantes indocumentados es del 13 por ciento. Casi el 12 por ciento de los inmigrantes son trabajadores por cuenta propia, porcentaje similar al que se da entre los ciudadanos.
Los legisladores deberían prestar atención a estas realidades cuando discutan y sancionen la nueva ley migratoria, creando un sistema que facilite el ingreso para los inmigrantes de distintos niveles de cualificación acorde con las necesidades de la economía.
Si lo hacen, se sorprenderán de ver cómo la marea de inmigrantes fluctúa naturalmente. A veces, los números apenas se notarán.
Traducido por Gabriel Gasave
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