En los últimos dos años, cuatro gobiernos latinoamericanos (en Ecuador, Perú, Argentina y Venezuela) han sido derribados por sublevaciones populares, aunque en Venezuela un “contragolpe” con toques de farsa restableció al Presidente Hugo Chávez en el poder en 38 horas.
En Ecuador, una revuelta indígena contra la adopción del dólar como moneda oficial desembocó en un golpe del Vicepresidente Gustavo Noboa contra el Presidente Jamil Mahuad (el dólar sobrevivió como moneda oficial).
En el Perú, la insurgencia popular derrocó a Alberto Fujimori. Alejandro Toledo ganó las elecciones, pero la perpetuación de hábitos del pasado—la persecución política, los escándalos de corrupción, la carencia de reformas para terminar con la trampa del desempleo—ha conducido a las protestas de alcance nacional que amenazan al régimen.
En la Argentina, el Presidente Fernando de la Rua heredó un déficit fiscal de 6 mil millones de dólares de Carlos Menem, una deuda enorme y un ambiente sobre-reglamentado con un 16 por ciento de desempleo, bajo un sistema monetario de tipo de cambio fijo incompatible con tales desequilibrios. El pueblo lo echó del poder, y el hombre que terminó siendo Presidente, Eduardo Duhalde, ve que su propio poder pende de un hilo.
En Venezuela, Hugo Chávez puso fin a cuatro décadas de democracia con partidos tradicionales surgida de los acuerdos de Punto Fijo de 1958—un período rico en corrupción, componendas políticas e irresponsabilidad fiscal. Pero Chávez intentó concentrar poderes cuasi dictatoriales en sus manos y establecer una economía cuasi socialista por decreto, a través de expropiaciones rurales y niveles tributarios surrealistas que amenazaban la inversión. Su gobierno se derrumbó después de que la gente tomara las calles, pero recuperó su poder rápidamente.
¿Cuáles son las lecciones de esta sucesión de cataclismos políticos que parecen deberle tanto a la tradición literaria del realismo mágico? Son dos, una positiva, la otra negativa. Primero las malas noticias: Latinoamérica no ha alcanzado la pubertad, a pesar de lo que las publicaciones especializadas, los banqueros de inversión y algunos gobiernos occidentales nos habían hecho creer durante los años noventa. Latinoamérica se encuentra aún en su infancia traviesa y auto-destructiva. Refleja su propio estereotipo. La economía, que creció algo más que durante los años ochenta, pero solamente la mitad de lo que creció en los setenta, no ha reducido la pobreza que afecta al 50 por ciento de la población. Por lo tanto, la democracia se encuentra perdiendo legitimidad—una vez más.
Y ahora las buenas noticias: por vez primera en la historia de Latinoamérica, un embrión de la sociedad civil se está desarrollando. Carece de liderazgo claro y no acarrea aún un mensaje convincente, pero es una fuerza contra el status quo, y las élites políticas y empresariales. No sabe con qué desea reemplazar al status quo, y se encuentra muy desorganizada. Su inclinación ideológica se encuentra mezclada—desde nihilista a anarquista, de socialista a libertaria. En su naturaleza cívica y civil, y en su energía joven e iconoclasta, hay elementos hasta ahora ausentes en la vida pública latinoamericana. El pueblo, no los militares, son por primera vez el factor fundamental que provoca la caída de los gobiernos. Incluso en México este fenómeno es evidente, excepto que la visión del Presidente Ernesto Zedillo ayudó a desmontar el sistema del PRI desde adentro del propio PRI, canalizando de ese modo esa energía hacia una solución pacífica y democrática—la victoria de Vicente Fox.
Esta fuerza de la sociedad civil aún no se encuentra armada con un modelo específico de gobierno. Es un movimiento de tipo republicano contra presidentes de estilo monárquico y contra los sistemas de privilegio, sin una idea cabalmente formada de cómo delinear institucionalmente a ese instinto libertario de oportunidad y de participación. A ello se debe que, bajo el signo de la confusión, exista también un toque de socialismo en algunas dimensiones de ese movimiento deshilachado. Aunque se encuentran dirigidas contra gobiernos específicos, estas sublevaciones tienen como objetivo el modo con el cual se ha ejercido el poder durante décadas en Latinoamérica. Es la contrapartida política de la revolución silenciosa de la economía, emprendida por los empresarios informales, que ahora contabilizan el 60 por ciento de las horas-hombre trabajadas pero, debido a la baja productividad que resulta de ese mismo sistema al que rechazan, ellas solamente representan alrededor del 35 por ciento del PBI.
La gente se está dando cuenta que las soluciones que alguna vez apoyaron son tan malas como los problemas que las precedieron. Chávez encabezó una rebelión contra la cultura política tradicional de un país que desperdició 250 mil millones dólares de ingresos petrolíferos en las pasadas dos décadas. Los partidos políticos venezolanos tradicionales, Acción Democrática y Copei, y una élite empresarial estrechamente unida, disfrutaron hasta la última gota de esos años dorados con una red de monopolios, exenciones impositivas y diferenciales de intercambio—y el 80 por ciento de la nación, sintiéndose engañada, produjo el fenómeno Chávez. Pero, como Fujimori en Perú, empeoró las cosas. Así que la gente está ahora cuestionando al sistema en su totalidad, no sólo a las viejas caras.
Una vieja era, iniciada en 1980 con la democratización, y continuada a través de los años 90 con las insuficientes reformas que consolidaron enclaves de poder mientras que reducían la inflación y achicaban las barreras comerciales, está llegando a su fin. Se abrieron oportunidades durante aquellos años—pero no para el pobre, principalmente para los pocos privilegiados que se beneficiaron con los monopolios mediante privatizaciones favoritistas que contradecían el anunciado propósito de fomentar la competencia, bajar los precios y alentar una nueva clase empresarial (la privatización se ha desacelerado dramáticamente desde 2000, cuando hay un 58 por ciento de caída en la venta de activos estatales).
Esta frustración acumulada ha llevado a la gente a establecer toda clase de organizaciones cívicas—desde grupos formados por los vecinos de Buenos Aires hasta las redes de cientos de miles de mujeres indigentes establecidas principalmente para canalizar la ayuda estatal en Lima, que han evidenciado una enorme capacidad gerencial sin la dirección gubernamental.
El gran interrogante es: ¿cuál de las dos lecciones de las recientes agitaciones prevalecerá? Si es la negativa, confirmando nuestro estereotipo de caos político y económico, esta sociedad civil naciente terminará involuntariamente trayendo a los militares de regreso. Si es la positiva, es decir si una fuerza constructiva trae a los niveles de decisión de estos países una visión clara que no ponga límite alguno a la creatividad y a la capacidad de aquellos que han sido desplazados hasta el momento, entonces puede que no sea demasiado tarde para comenzar de nuevo.
Traducido por Gabriel Gasave
¿La Sociedad civil o la vieja historia?
En los últimos dos años, cuatro gobiernos latinoamericanos (en Ecuador, Perú, Argentina y Venezuela) han sido derribados por sublevaciones populares, aunque en Venezuela un “contragolpe” con toques de farsa restableció al Presidente Hugo Chávez en el poder en 38 horas.
En Ecuador, una revuelta indígena contra la adopción del dólar como moneda oficial desembocó en un golpe del Vicepresidente Gustavo Noboa contra el Presidente Jamil Mahuad (el dólar sobrevivió como moneda oficial).
En el Perú, la insurgencia popular derrocó a Alberto Fujimori. Alejandro Toledo ganó las elecciones, pero la perpetuación de hábitos del pasado—la persecución política, los escándalos de corrupción, la carencia de reformas para terminar con la trampa del desempleo—ha conducido a las protestas de alcance nacional que amenazan al régimen.
En la Argentina, el Presidente Fernando de la Rua heredó un déficit fiscal de 6 mil millones de dólares de Carlos Menem, una deuda enorme y un ambiente sobre-reglamentado con un 16 por ciento de desempleo, bajo un sistema monetario de tipo de cambio fijo incompatible con tales desequilibrios. El pueblo lo echó del poder, y el hombre que terminó siendo Presidente, Eduardo Duhalde, ve que su propio poder pende de un hilo.
En Venezuela, Hugo Chávez puso fin a cuatro décadas de democracia con partidos tradicionales surgida de los acuerdos de Punto Fijo de 1958—un período rico en corrupción, componendas políticas e irresponsabilidad fiscal. Pero Chávez intentó concentrar poderes cuasi dictatoriales en sus manos y establecer una economía cuasi socialista por decreto, a través de expropiaciones rurales y niveles tributarios surrealistas que amenazaban la inversión. Su gobierno se derrumbó después de que la gente tomara las calles, pero recuperó su poder rápidamente.
¿Cuáles son las lecciones de esta sucesión de cataclismos políticos que parecen deberle tanto a la tradición literaria del realismo mágico? Son dos, una positiva, la otra negativa. Primero las malas noticias: Latinoamérica no ha alcanzado la pubertad, a pesar de lo que las publicaciones especializadas, los banqueros de inversión y algunos gobiernos occidentales nos habían hecho creer durante los años noventa. Latinoamérica se encuentra aún en su infancia traviesa y auto-destructiva. Refleja su propio estereotipo. La economía, que creció algo más que durante los años ochenta, pero solamente la mitad de lo que creció en los setenta, no ha reducido la pobreza que afecta al 50 por ciento de la población. Por lo tanto, la democracia se encuentra perdiendo legitimidad—una vez más.
Y ahora las buenas noticias: por vez primera en la historia de Latinoamérica, un embrión de la sociedad civil se está desarrollando. Carece de liderazgo claro y no acarrea aún un mensaje convincente, pero es una fuerza contra el status quo, y las élites políticas y empresariales. No sabe con qué desea reemplazar al status quo, y se encuentra muy desorganizada. Su inclinación ideológica se encuentra mezclada—desde nihilista a anarquista, de socialista a libertaria. En su naturaleza cívica y civil, y en su energía joven e iconoclasta, hay elementos hasta ahora ausentes en la vida pública latinoamericana. El pueblo, no los militares, son por primera vez el factor fundamental que provoca la caída de los gobiernos. Incluso en México este fenómeno es evidente, excepto que la visión del Presidente Ernesto Zedillo ayudó a desmontar el sistema del PRI desde adentro del propio PRI, canalizando de ese modo esa energía hacia una solución pacífica y democrática—la victoria de Vicente Fox.
Esta fuerza de la sociedad civil aún no se encuentra armada con un modelo específico de gobierno. Es un movimiento de tipo republicano contra presidentes de estilo monárquico y contra los sistemas de privilegio, sin una idea cabalmente formada de cómo delinear institucionalmente a ese instinto libertario de oportunidad y de participación. A ello se debe que, bajo el signo de la confusión, exista también un toque de socialismo en algunas dimensiones de ese movimiento deshilachado. Aunque se encuentran dirigidas contra gobiernos específicos, estas sublevaciones tienen como objetivo el modo con el cual se ha ejercido el poder durante décadas en Latinoamérica. Es la contrapartida política de la revolución silenciosa de la economía, emprendida por los empresarios informales, que ahora contabilizan el 60 por ciento de las horas-hombre trabajadas pero, debido a la baja productividad que resulta de ese mismo sistema al que rechazan, ellas solamente representan alrededor del 35 por ciento del PBI.
La gente se está dando cuenta que las soluciones que alguna vez apoyaron son tan malas como los problemas que las precedieron. Chávez encabezó una rebelión contra la cultura política tradicional de un país que desperdició 250 mil millones dólares de ingresos petrolíferos en las pasadas dos décadas. Los partidos políticos venezolanos tradicionales, Acción Democrática y Copei, y una élite empresarial estrechamente unida, disfrutaron hasta la última gota de esos años dorados con una red de monopolios, exenciones impositivas y diferenciales de intercambio—y el 80 por ciento de la nación, sintiéndose engañada, produjo el fenómeno Chávez. Pero, como Fujimori en Perú, empeoró las cosas. Así que la gente está ahora cuestionando al sistema en su totalidad, no sólo a las viejas caras.
Una vieja era, iniciada en 1980 con la democratización, y continuada a través de los años 90 con las insuficientes reformas que consolidaron enclaves de poder mientras que reducían la inflación y achicaban las barreras comerciales, está llegando a su fin. Se abrieron oportunidades durante aquellos años—pero no para el pobre, principalmente para los pocos privilegiados que se beneficiaron con los monopolios mediante privatizaciones favoritistas que contradecían el anunciado propósito de fomentar la competencia, bajar los precios y alentar una nueva clase empresarial (la privatización se ha desacelerado dramáticamente desde 2000, cuando hay un 58 por ciento de caída en la venta de activos estatales).
Esta frustración acumulada ha llevado a la gente a establecer toda clase de organizaciones cívicas—desde grupos formados por los vecinos de Buenos Aires hasta las redes de cientos de miles de mujeres indigentes establecidas principalmente para canalizar la ayuda estatal en Lima, que han evidenciado una enorme capacidad gerencial sin la dirección gubernamental.
El gran interrogante es: ¿cuál de las dos lecciones de las recientes agitaciones prevalecerá? Si es la negativa, confirmando nuestro estereotipo de caos político y económico, esta sociedad civil naciente terminará involuntariamente trayendo a los militares de regreso. Si es la positiva, es decir si una fuerza constructiva trae a los niveles de decisión de estos países una visión clara que no ponga límite alguno a la creatividad y a la capacidad de aquellos que han sido desplazados hasta el momento, entonces puede que no sea demasiado tarde para comenzar de nuevo.
Traducido por Gabriel Gasave
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