El 26 de julio, un juez de un tribunal de distrito federal en la ciudad de San Francisco, escuchará los argumentos vertidos en una querella incoada por la extraordinariamente exitosa banda de heavy metal Metallica y por un grupo comercial en representación de la industria discográfica contra Napster, una compañía de software. Metallica y el grupo comercial de la industria alegan que Napster, la cual toma su nombre del sobrenombre de su adolescente fundador, está ayudando a los consumidores de música a defraudar a los artistas y a violar sus derechos de autor.
La causa de Napster marca la próxima gran batalla a librarse en la revolución sobre la forma en que disfrutamos de la música, y la misma ha atrapado a la industria en algún punto entre salir corriendo atemorizada y convertirse en una enojada víbora atrapada. El software de Napster permite a los usuarios navegar por Internet y buscar de manera eficiente música almacenada en los discos duros de las computadoras personales bajo el popular formato MP3. La industria sostiene que gran parte de esta música es compartida en violación de los derechos de autor y teme que Napster y sus primos, como Gnutella y Freenet, estén por desangrar a la industria.
Lo que es malo para la industria no es necesariamente malo para el consumidor. El software como el de Napster, junto con las tecnologías de grabación y de reproducción baratas y de alta calidad han provocado que los costos de producción, distribución y comercialización de los músicos se desplomaran. A medida que disminuya el costo de reproducir música, la oferta de música debiera expandirse tan bastamente como para tornar al precio del mercado insignificantemente bajo. La comercialización y distribución directa online provocará una explosión en la cuantía de música disponible y reducirá de manera dramática los precios para los consumidores.
La dura competencia, los menores precios, y las inversiones fijas de capital que serán eventualmente canceladas no son las únicas preocupaciones de la industria. Con el advenimiento de la tecnología MP3 y con sitios como Napster, los artistas no son pagados lo que en justicia se les debe en virtud de que sus derechos de autor no pueden hacerse cumplir. El temor, y la razón por la que concedemos derechos de autor en primer término, es que sin la protección de los mismos el retorno financiero para los individuos con talentos artísticos caería tan bajo que ellos buscarían alguna otra actividad y no producirían más música. A menos que podamos garantizar un retorno por el esfuerzo artístico, Napster y otras tecnologías prometen una explosión de la música disponible, pero gran parte de ella sería tan sólo basura. Esto es malo para los consumidores. Deseamos oír a los artistas talentosos, no necesariamente a cada banda de garaje en los Estados Unidos.
La opinión no es la de que la música de calidad desaparecerá, sino la de que a pesar del creciente torrente total de música, el volumen—no solo el porcentaje—de música de calidad disminuirá.
Esta situación es similar pero no idéntica a la de la famosa parábola económica, “La Tragedia de los Comunes,” pero a la inversa. La tragedia de los comunes consiste en que un recurso poseído en propiedad común será sobre utilizado hasta que sea degradado. Esto ocurre debido a que yo no puedo evitar que otros en la comunidad utilicen el recurso. De esta manera, mi incentivo es el de extraer todo el valor del recurso tan rápido como me sea posible. Sin embargo, si yo tengo ese incentivo, también lo tienen todos los demás. El resultado es el de que agotamos y degradamos al recurso, y al final del mismo no quedará nada. La solución usual para los problemas de los bienes comunes es la de asignarle al recurso derechos de propiedad transferibles. La exclusividad que crean los derechos de propiedad le permite a alguien beneficiarse con el recurso, y así le ofrece un incentivo para cuidar de él.
Con la llegada de Napster y de su progenie hemos visto que sucede lo inverso. Los “recursos” que alguna vez fueron investidos con derechos de propiedad se han convertido en bienes comunes. Los músicos ya no pueden excluir a los usuarios que no pagan de su “recurso”—su música. De este modo, los músicos ya no tienen el incentivo para cuidar ese recurso, y sus motivos para producir más son grandemente disminuidos. Los artistas buscan otras alternativas, se convierten en agentes inmobiliarios o en empleados en las cafeterías. Mitiga esto la circunstancia de que hacer música es divertido. Pero entonces de nuevo, para muchos, gran parte de la diversión se encuentra en el sueño de algún día tener un gran éxito.
Por lo tanto, el problema que enfrentamos es el de cómo proteger a la inversión artística mientras se adoptan nuevas tecnologías de producción y de comercialización.
La clave puede ser la de convencer al gobierno federal que les permita a los ciudadanos estadounidenses acceder a una fuerte tecnología de encriptación; acceso que actualmente nos es vedada por ley. El artista vendería no solamente la música, sino una llave específica de cada usuario a la pesadamente encriptada corriente de música.
Cualquier intento de poner a disposición de otros el material descargado violaría la llave y no le permitiría al mismo circular. Esto significaría que cualquiera, incluidos los artistas más importantes, conseguirían ser pagados por su trabajo, pero seguiríamos disfrutando de las fenomenales “economías de la tecnología” en términos de reducidos costos de producción, distribución y comercialización, así como también de la reducción de las barreras para ingresar a ese campo. Si una banda desease distribuir libremente su música online, podría hacerlo. Si deseasen ser pagados por su música, podrían hacerlo si los consumidores se encontrasen deseosos de comprar.
La encriptación utilizada en dichos programas hasta ahora no es lo suficientemente fuerte como para proteger los activos intelectuales. La reciente novela de Stephen King fue distribuida en la web a un precio muy moderado. La misma fue rápidamente descifrada y la versión alterada fue redistribuida. Existe siempre la posibilidad de que los piratas informáticos encuentren alguna forma de sortear a la encriptación. Pero mucha, mucha, encriptación más fuerte existe y está legalmente disponible para los ciudadanos estadounidenses. Si bien es probable que incluso tal encriptación fuerte pudiese ser quebrada, la perfección no es el estándar relevante. Deseamos simplemente hacerle más dificultoso y más costoso a los piratas informáticos el descifrar el código, y observaremos así una reducción en las violaciones a los derechos de autor.
No obstante, en un esfuerzo por protegernos de quienes lavan dinero de la droga, de los pornógrafos infantiles, y de los terroristas, el gobierno federal nos está negando los medios privados y seguros para comercializar la propiedad artística que la encriptación fuerte proporcionaría. Los encargados de la aplicación de la ley están exigiendo un acceso incrementado a nuestras cyber-vidas, el cual sería dificultado con la encriptación fuerte. Recientemente, la administración Clinton ha estado debilitando su postura acerca de la encriptación fuerte producida en los Estados Unidos, permitiéndole en la actualidad a las compañías estadounidenses exportar a nivel minorista incluso la encriptación más fuerte disponible. Pero a los consumidores estadounidenses se les niegan los mismos productos.
Los pornógrafos infantiles y quienes lavan el dinero de los carteles de la droga son odiosos, y los terroristas son aterradores. Son demostrablemente malos para nuestro cuerpo político. Sin embargo, también lo es negarles a los artistas el derecho a ganarse la vida con su trabajo, y los es también el forzar a grupos como Metallica y a otros titulares de derechos de autor a tener que recurrir a una costosa litigación. Con cada protección que exigimos del gobierno, pagamos un precio por las oportunidades perdidas. El precio que pagamos al limitar la encriptación fuerte puede ser el de una cultura artísticamente devastada.
Traducido Gabriel Gasave
Napster y una causa a favor de una fuerte encriptación
El 26 de julio, un juez de un tribunal de distrito federal en la ciudad de San Francisco, escuchará los argumentos vertidos en una querella incoada por la extraordinariamente exitosa banda de heavy metal Metallica y por un grupo comercial en representación de la industria discográfica contra Napster, una compañía de software. Metallica y el grupo comercial de la industria alegan que Napster, la cual toma su nombre del sobrenombre de su adolescente fundador, está ayudando a los consumidores de música a defraudar a los artistas y a violar sus derechos de autor.
La causa de Napster marca la próxima gran batalla a librarse en la revolución sobre la forma en que disfrutamos de la música, y la misma ha atrapado a la industria en algún punto entre salir corriendo atemorizada y convertirse en una enojada víbora atrapada. El software de Napster permite a los usuarios navegar por Internet y buscar de manera eficiente música almacenada en los discos duros de las computadoras personales bajo el popular formato MP3. La industria sostiene que gran parte de esta música es compartida en violación de los derechos de autor y teme que Napster y sus primos, como Gnutella y Freenet, estén por desangrar a la industria.
Lo que es malo para la industria no es necesariamente malo para el consumidor. El software como el de Napster, junto con las tecnologías de grabación y de reproducción baratas y de alta calidad han provocado que los costos de producción, distribución y comercialización de los músicos se desplomaran. A medida que disminuya el costo de reproducir música, la oferta de música debiera expandirse tan bastamente como para tornar al precio del mercado insignificantemente bajo. La comercialización y distribución directa online provocará una explosión en la cuantía de música disponible y reducirá de manera dramática los precios para los consumidores.
La dura competencia, los menores precios, y las inversiones fijas de capital que serán eventualmente canceladas no son las únicas preocupaciones de la industria. Con el advenimiento de la tecnología MP3 y con sitios como Napster, los artistas no son pagados lo que en justicia se les debe en virtud de que sus derechos de autor no pueden hacerse cumplir. El temor, y la razón por la que concedemos derechos de autor en primer término, es que sin la protección de los mismos el retorno financiero para los individuos con talentos artísticos caería tan bajo que ellos buscarían alguna otra actividad y no producirían más música. A menos que podamos garantizar un retorno por el esfuerzo artístico, Napster y otras tecnologías prometen una explosión de la música disponible, pero gran parte de ella sería tan sólo basura. Esto es malo para los consumidores. Deseamos oír a los artistas talentosos, no necesariamente a cada banda de garaje en los Estados Unidos.
La opinión no es la de que la música de calidad desaparecerá, sino la de que a pesar del creciente torrente total de música, el volumen—no solo el porcentaje—de música de calidad disminuirá.
Esta situación es similar pero no idéntica a la de la famosa parábola económica, “La Tragedia de los Comunes,” pero a la inversa. La tragedia de los comunes consiste en que un recurso poseído en propiedad común será sobre utilizado hasta que sea degradado. Esto ocurre debido a que yo no puedo evitar que otros en la comunidad utilicen el recurso. De esta manera, mi incentivo es el de extraer todo el valor del recurso tan rápido como me sea posible. Sin embargo, si yo tengo ese incentivo, también lo tienen todos los demás. El resultado es el de que agotamos y degradamos al recurso, y al final del mismo no quedará nada. La solución usual para los problemas de los bienes comunes es la de asignarle al recurso derechos de propiedad transferibles. La exclusividad que crean los derechos de propiedad le permite a alguien beneficiarse con el recurso, y así le ofrece un incentivo para cuidar de él.
Con la llegada de Napster y de su progenie hemos visto que sucede lo inverso. Los “recursos” que alguna vez fueron investidos con derechos de propiedad se han convertido en bienes comunes. Los músicos ya no pueden excluir a los usuarios que no pagan de su “recurso”—su música. De este modo, los músicos ya no tienen el incentivo para cuidar ese recurso, y sus motivos para producir más son grandemente disminuidos. Los artistas buscan otras alternativas, se convierten en agentes inmobiliarios o en empleados en las cafeterías. Mitiga esto la circunstancia de que hacer música es divertido. Pero entonces de nuevo, para muchos, gran parte de la diversión se encuentra en el sueño de algún día tener un gran éxito.
Por lo tanto, el problema que enfrentamos es el de cómo proteger a la inversión artística mientras se adoptan nuevas tecnologías de producción y de comercialización.
La clave puede ser la de convencer al gobierno federal que les permita a los ciudadanos estadounidenses acceder a una fuerte tecnología de encriptación; acceso que actualmente nos es vedada por ley. El artista vendería no solamente la música, sino una llave específica de cada usuario a la pesadamente encriptada corriente de música.
Cualquier intento de poner a disposición de otros el material descargado violaría la llave y no le permitiría al mismo circular. Esto significaría que cualquiera, incluidos los artistas más importantes, conseguirían ser pagados por su trabajo, pero seguiríamos disfrutando de las fenomenales “economías de la tecnología” en términos de reducidos costos de producción, distribución y comercialización, así como también de la reducción de las barreras para ingresar a ese campo. Si una banda desease distribuir libremente su música online, podría hacerlo. Si deseasen ser pagados por su música, podrían hacerlo si los consumidores se encontrasen deseosos de comprar.
La encriptación utilizada en dichos programas hasta ahora no es lo suficientemente fuerte como para proteger los activos intelectuales. La reciente novela de Stephen King fue distribuida en la web a un precio muy moderado. La misma fue rápidamente descifrada y la versión alterada fue redistribuida. Existe siempre la posibilidad de que los piratas informáticos encuentren alguna forma de sortear a la encriptación. Pero mucha, mucha, encriptación más fuerte existe y está legalmente disponible para los ciudadanos estadounidenses. Si bien es probable que incluso tal encriptación fuerte pudiese ser quebrada, la perfección no es el estándar relevante. Deseamos simplemente hacerle más dificultoso y más costoso a los piratas informáticos el descifrar el código, y observaremos así una reducción en las violaciones a los derechos de autor.
No obstante, en un esfuerzo por protegernos de quienes lavan dinero de la droga, de los pornógrafos infantiles, y de los terroristas, el gobierno federal nos está negando los medios privados y seguros para comercializar la propiedad artística que la encriptación fuerte proporcionaría. Los encargados de la aplicación de la ley están exigiendo un acceso incrementado a nuestras cyber-vidas, el cual sería dificultado con la encriptación fuerte. Recientemente, la administración Clinton ha estado debilitando su postura acerca de la encriptación fuerte producida en los Estados Unidos, permitiéndole en la actualidad a las compañías estadounidenses exportar a nivel minorista incluso la encriptación más fuerte disponible. Pero a los consumidores estadounidenses se les niegan los mismos productos.
Los pornógrafos infantiles y quienes lavan el dinero de los carteles de la droga son odiosos, y los terroristas son aterradores. Son demostrablemente malos para nuestro cuerpo político. Sin embargo, también lo es negarles a los artistas el derecho a ganarse la vida con su trabajo, y los es también el forzar a grupos como Metallica y a otros titulares de derechos de autor a tener que recurrir a una costosa litigación. Con cada protección que exigimos del gobierno, pagamos un precio por las oportunidades perdidas. El precio que pagamos al limitar la encriptación fuerte puede ser el de una cultura artísticamente devastada.
Traducido Gabriel Gasave
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