Autocrítica liberal
El pensamiento liberal está siempre en ebullición. No hay palabras finales. Sin embargo, a veces parecería que se actúa como si se tratara de un grupo de autistas tercos que repiten siempre lo mismo, enclaustrados en una fortaleza inexpugnable y sin atender otras preocupaciones novedosas que vienen de afuera.
Como ha señalado Ernst Cassirer, refiriéndose a la filosofía política, los politicólogos del futuro mirarán nuestros sistemas tal como observan hoy los químicos modernos a los alquimistas de antaño. Las telarañas mentales deben dejarse de lado y estimular la imaginación para sortear obstáculos.
Quisiera aquí, por medio de un par de ejemplos, mostrar, la necesidad de someter a revisión áreas clave para el logro de objetivos compartidos por todas las personas de buena voluntad. En primer lugar, la urgencia de pensar en las relaciones incestuosas que, a nivel global, ocurren entre el poder político y buena parte del empresariado. La ilusión liberal fue separar estos dos intereses introduciendo marcos institucionales adecuados que los mantengan en brete.
Como hemos apuntado en otras oportunidades, ya en 1776 Adam Smith advirtió sobre los peligros de este contubernio; incluso sostenía que una reunión de empresarios habitualmente significa que están “conspirando contra el público”. El empresario se comporta como un benefactor de la sociedad cuando se desempeña en mercados abiertos, pero se transforma en un agente devastador cuando hace negocios en los despachos oficiales.
Pero en todo caso, mantener separados estos dos sectores sobre la base de lo propuesto hasta ahora parece similar a pretender la separación de una perra en celo y el macho que, en la misma finca, busca con ahínco el ejercicio copulatorio. El comercio de favores entre los empresarios prebendarios y el poder político finalmente arrasa una y otra vez, aquí y más allá, con los pretendidos frenos institucionales, y lo hacen con una tozudez digna de mejor causa.
Por momentos puede parecer que hay enfrentamientos entre estos dos sectores por distintos motivos, pero el privilegio, la maraña regulatoria que cobija el negocio y la malla protectora contra la competencia internacional no suelen estar en entredicho. A veces, se parecen mucho a maniobras de distracción, y cuando hay algo serio se enfrenta tímidamente al príncipe, agregando alguna alabanza para que no se deshaga el pastel de fondo. Y si hay conflictos entre gobernantes, por el mismo motivo, los ventajeros andan con pies de plomo mientras aquéllos detenten el poder.
En algunos de los debates públicos, los comerciantes se avienen a las llamadas “concertaciones de precios” e integran parte de tragicómicos y reiteradamente fallidos Consejos, como si el mecanismo de precios respondiera al voluntarismo de ingenieros sociales megalómanos o al deseo de los propios hombres de negocios.
McKenzie explica que los empresarios se encuentran en una especie de dilema: si no recurren a la prebenda otros sacarán ventaja y entonces serán criticados por los accionistas. Por otro lado, son considerados hipócritas cuando declaman en favor de “la libre empresa”. Pero también están los entusiastas de las covachas oficiales para sacar la mejor tajada a expensas de su prójimo.
Las izquierdas suelen aludir al “poder económico” cuando apuntan al mundo de los negocios, una expresión del todo inadecuada si se trabaja en el mercado abierto pero absolutamente ajustada a la realidad si existen mercados cautivos. En libertad, el poder está en manos de los consumidores, quienes en el plebiscito diario del mercado asignan sus recursos según sean los servicios que reciban. En regímenes de privilegio, el poder pasa a manos de los referidos pseudoempresarios, que explotan a la gente vendiendo calidad inferior, a precios más elevados, o ambas cosas a la vez.
Lo que habitualmente proponen las izquierdas consiste en que el aparato político absorba y concentre el monopolio de toda la actividad comercial, con lo que la situación, desde luego, se agrava notablemente.
Pero es tiempo de revisar las estructuras institucionales en el campo liberal con criterios distintos de los convencionales, sea bajo el prisma de lo expuesto por Buchanan y Tullock o adentrándose en algunas de las avenidas sugeridas por Benson y Jasay, una combinación de propuestas o alguna nueva que sólo surgirá si somos conscientes del problema y de la utopía que significa suponer que el entuerto se arreglará con las recetas clásicas.
El liberalismo ha tomado los ejes centrales del análisis económico con rigor y ha despejado ejercicios inconducentes de las cátedras convencionales, como los llamados “modelos de equilibrio y competencia perfecta” principalmente expuestos por Walras, en los que, como han señalado economistas de la talla de Hayek y Kirzner, se somete al alumnado universitario a supuestos de conocimiento perfecto, con lo que se barre con la noción de arbitraje, se anula el rol del genuino empresario, la moneda desaparece junto con el cálculo económico y la misma competencia se torna inútil.
En este sentido, resulta especialmente aleccionadora la triste experiencia de Raúl Prebisch, quien nos cuenta cómo le impactó la gimnasia de aquellos modelos dibujados en el pizarrón en sus años de estudiante, para luego comprobar que la realidad nada tenía que ver con ello, ergo –y aquí viene el salto lógico– el intervencionismo estatal se hace imperioso. No parece percibirse que el problema radicaba en los malabarismos construidos en el aula: en lugar de explicar los procesos de mercado se fabrican andamiajes que no contribuyen a explicar los sucesos de la vida real. La escuela austríaca ha puesto de manifiesto las consecuencias de insistir en tales desaciertos.
Mark Blaug, uno de los más destacados académicos que se habían opuesto tenazmente al análisis de la referida escuela, terminó por confesar que “los austríacos modernos van más lejos y señalan que el enfoque walrasiano del problema del equilibrio en los mercados es un cul de sac: si queremos entender el proceso de la competencia más bien que el equilibrio final, tenemos que empezar por descartar aquellos razonamientos estáticos implícitos en la teoría walrasiana. He llegado lentamente y a disgusto a la conclusión de que ellos están en lo correcto y todos nosotros hemos estado equivocados”.
El segundo ejemplo que someto a la consideración del lector es respecto de la democracia. Tal como lo han explicado Constant, De Jouvenel, Popper y Sartori, aquel sistema indispensable para traspasar el poder de manos en forma pacífica se basa en el respeto de los derechos de las minorías.
Hoy observamos consternados, en distintos lares, una burla de tal magnitud a la división horizontal de poderes y la aniquilación total de los organismos de contralor que, como se ha dicho, el sistema corre el riesgo de convertirse en una reunión de dos lobos y un cordero, en la que se decide por mayoría qué se servirá para el almuerzo.
Entre nosotros, González Calderón ha dicho que los demócratas de los números ni de números entienden, puesto que se basan en dos ecuaciones falsas: el 50% más el 1% es igual al 100%, y el 50% menos el 1% equivale a cero. En esta materia, también es necesaria la reconsideración institucional, tal vez incorporando aspectos de las elaboraciones de autores tales como Barnett o Leoni o prestándoles atención a ciertos ángulos visuales de lo que Hayek bautizó “demarquia”, quien, en esta misma línea argumental, escribió: “Debo sin reservas admitir que si por democracia se entiende dar vía libre a la ilimitada voluntad de la mayoría, en modo alguno estoy dispuesto a llamarme demócrata”.
En las últimas líneas de la obra más conocida de Spencer, éste afirmaba que hasta ese momento –mediados del siglo XIX– la tarea más importante del liberalismo había consistido en la demolición de la monarquía absoluta, pero que a partir de ese momento la faena crucial sería el control de las mayorías parlamentarias. Esto no se ha cumplido con éxito.
En todo caso, el espíritu liberal no se condice con su tradición si se supone un sistema cerrado y concluido, en lugar de agudizar la imaginación para corregir lo humanamente corregible, al efecto de fortalecer la extraordinaria potencialidad de la sociedad abierta. El liberal debe estar permanentemente en la punta de la silla, al acecho de fértiles aventuras intelectuales, no hay aquí recetas terminadas.
Los dos puntos mencionados en estas líneas no son temas menores. Uno infringe un grave perjuicio, especialmente para la gente más necesitada, y el otro significa una pesada y bien afilada espada de Damocles que tiene en jaque al conjunto de las instituciones libres. Son temas para pensar. Parafraseando a Paul Groussac, no vaya a ser que el liberalismo intente escribir un glorioso Himno al Sol y termine fabricando un mediocre informe sobre el alumbrado público.
- 23 de enero, 2009
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