Europa y el dilema turco
Los europeos padecen una severa crisis de identidad. No saben quienes forman parte de la tribu. ¿Son europeos los turcos? ¿Lo son los albaneses y bosnios culturalmente moldeados por los turcos? Los europeos ni siquiera saben cuáles son los límites geográficos en que tal difusa tribu habita. ¿Es Rusia parte de Europa? ¿Existe una entidad europea, o se trata de una dulce licencia poética tras la que se esconden las pequeñas y aguerridas tribus de siempre: franceses, ingleses, alemanes, iberos, italianos, y el resto de la tropa?
Para intentar despejar esas incógnitas, dos grandes fundaciones internacionales, la Konrad Adenauer de Alemania, y FAES de España, por iniciativa de la ex canciller española Ana Palacio, y con la participación del presidente del Bundestag y de Miguel Ángel Cortés, diputado y ex secretario de Cultura de España, a mediados de diciembre de 2005 convocaron en Berlín a un grupo de políticos, diplomáticos, historiadores, periodistas y pensadores de diversas partes del mundo. Era la primera cita de un largo ciclo dedicado al asedio de este tema.
Acudí al evento con un objetivo que me fue previamente asignado: analizar el problema desde la perspectiva latinoamericana. Al fin y al cabo, América Latina, esencialmente, no es otra cosa que una de las grandes derivas europeas. Nuestras lenguas –español, portugués, inglés, francés- tienen ese origen, exactamente igual que nuestro derecho, creencias religiosas y políticas, el trazado de nuestras ciudades o la trama institucional en que se sustentan nuestros Estados. Si australianos, canadienses y norteamericanos tienen mucho que decir sobre Europa, de donde procede la civilización en la que habitan, lo mismo sucede con América Latina.
La cuestión, por supuesto, no es intrascendente. Turquía llama insistentemente a las puertas de Europa, con sus 70 millones de habitantes, su extenso territorio, tres veces mayor que Inglaterra, y su religión islámica. En el siglo XVII Europa occidental tembló cuando las tropas turcas sitiaron a Viena. Entonces los turcos querían entrar a cañonazos. Hoy Europa tiembla porque los turcos quieren entrar por las buenas, exhibiendo una notable hoja de méritos y servicios.
Aunque imperfecta, Turquía es una democracia con parlamento plural y prensa libre, donde la tradicional mano dura de los gobernantes, cruel hasta el martirio con armenios y kurdos, ha ido perdiendo aspereza con el tiempo, y donde un Islam sin ira ni velo se practica con una cuota mucho menor de fanatismo. Es un Estado, además, que desde 1952 se integró a la OTAN y defendió desde la frontera sur el acceso al Mediterráneo durante toda la Guerra Fría. ¿Por qué si los turcos eran buenos para pelear en Corea y pertenecer a la OTAN no lo son para integrarse a la Unión Europea (UE)?
Quienes se oponen a la entrada de Turquía esgrimen varias razones. La densidad demográfica les daría mayor peso en el parlamento y en las instituciones de la UE que a ingleses, franceses o italianos. Pero en veinte años, con la tasa de fertilidad que poseen, superarían a los alemanes, hoy los más numerosos. Asimismo, le temen a la ola migratoria. La UE es un espacio libre para personas, mercancías y capitales. Millones de turcos, que apenas cuentan con una tercera parte del ingreso per cápita de los irlandeses, podrían buscar en Europa las oportunidades que no encuentran en su península. Finalmente –dicen los pesimistas— tomarían Viena por asalto, pero esta vez con un ejército de desempleados difícilmente asimilables por sus inescrutables costumbres. Esa presencia masiva -sostienen- podría degenerar en motines callejeros como los que recientemente experimentaran los franceses.
Pero estos argumentos no se sostienen moral ni jurídicamente. En 1993 los representantes de la UE se reunieron en Dinamarca y establecieron los requisitos de admisión para los nuevos Estados que deseaban incorporarse a la confederación. De ahí salieron los Criterios de Copenhague: Estado de Derecho (rule of law), democracia plural y economía de mercado, respeto por los derechos humanos, incluida la abolición de la tortura y la pena de muerte. Nada se decía de dimensiones, población, riqueza o religión. En Europa cabían la opulenta monarquía holandesa o la mucho más pobre república griega. Cabían Alemania, con sus noventa millones de habitantes, y Luxemburgo, un simpático ducado de opereta, con apenas 500,0000 figurantes y un puñado de tramoyistas, afanosamente dedicados a vender servicios financieros y a custodiar fortunas asustadas.
Turquía prácticamente cumple todos esos requisitos señalados en Copenhague. ¿Y qué va a ocurrir con Ucrania, si logra estabilizar la democracia? ¿Entrará a Europa? ¿Quién va a pagar la cuenta enorme de ese ingreso en el club más exclusivo del mundo? ¿Y qué sucederá si es Rusia la que algún día llama a las puertas de Bruselas? ¿No es Europa la patria de Tolstoi, Dostoievski, Stravinsky y Navokov? Cuando los zares quisieron salvar a Rusia la afrancesaron hasta la caricatura. No se descarta que en el futuro unos gobernantes ilustrados vuelvan a intentarlo. Europa no sabría qué hacer. La frase "morir de éxito" a veces puede ser algo más que una paradoja.
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