Presagios inquietantes
En todo comienzo de año no es vana una invocación a la paz. Hacerlo no implica desconocer una naturaleza humana propicia a la confrontación y la búsqueda del conflicto. Pero “paz en la guerra”, había pensado Miguel de Unamuno. Con todo, es deseable que cada uno de nosotros trate de fundarla en su medio, trabajo, familia, en su relación con los otros. Sin olvidar que la verdadera tarea empieza con el establecimiento de la paz con uno mismo.
La paz con uno mismo lleva a recordar que una antigua versión de la sabiduría identificaba ese término con el de “armonía”. Tiende hacia la paz una voluntad que procura armonizar los tres centros que intervienen en la forja del comportamiento humano: la mente, el corazón, el habla. Esto es, que lo que nace de nuestra razón sea asumido por el sentimiento y convertido en palabra. La coherencia entre estos niveles trazaría el perfil de la dignidad humana. Una persona en paz consigo misma está preparada para la convivencia con los otros.
Ojalá que en adelante se difunda esta dinámica de la paz concebida como apertura de uno mismo hacia el otro mucho más que la dinámica de la guerra contra el otro. Son frecuentes los testimonios de quienes confían en el poder bienhechor de la agresión y la búsqueda del conflicto; de quienes consideran que progresar implica optar por la violencia como “partera” de la historia (en el sentido de la expresión marxista).
De allí nace su irreprimible confianza en los resultados de la “ruptura” histórica, más que en los de la continuidad. Olvidan que hablar de continuidad de las instituciones no significa inmovilismo, sino aceptar sus ajustes sólo cuando ellos se inscriben en el arraigo de una tradición republicana.
Ya se sabe lo que en los últimos cien años trajo al mundo la violencia como “partera” de la historia: sólo esclavitud, muerte y miseria. Aún nos afecta el bochorno de sus émulos latinoamericanos. Ganados por la fe en el rupturismo revolucionario, ellos convirtieron la idea de cambio social en una retórica mediocre, una retórica inmovilista, temerosa del verdadero cambio. Este necesita contar con el aporte del otro diferente, y no con su destrucción.
No es un buen defensor del prójimo aquel que en todo disidente ve un enemigo, que en un contradictor ve el ejercicio de la mala fe, que quiere acometer él solo la salvación de la patria. Aunque movida por las buenas intenciones, su voluntad política es un mal ejemplo: se asienta en el autoritarismo. Entonces el fantasma de la dictadura, con sus secuelas de temor en la sociedad civil y de obsecuencia en la función pública, llena el horizonte de malos presagios.
Ojalá que los meses que están por venir sean de recapacitación y también de diálogo. En su defecto, serán meses de resistencia moral ante el estrechamiento de las libertades individuales.
Todos sabemos que en nuestro país la libertad tendrá siempre sus defensores. Lo que todavía no sabemos es cómo habituarnos a un espectáculo donde la intimidación y la vulgaridad ganan el espesor de un estilo. Las malas maneras del poder son contagiosas. Sería triste que la sociedad civil termine reproduciéndolas contra sí misma.
El autor es doctor en Filosofía.
- 23 de enero, 2009
- 23 de diciembre, 2024
- 24 de diciembre, 2024
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