Como El Viaducto, el resto del país se extingue
La gente de Vargas y de Caracas tendrá que sufrir por mucho tiempo la desgracia de haber perdido uno de los viaductos de la autopista que las unía. Esperemos que entre ingenieros y Gobierno, se logre sustituir ese puente en el plazo más breve posible. Ahora bien, a la luz de un garrotazo de esta magnitud deberíamos repensar nuestro país, poniendo énfasis en las ventajas y desventajas que tiene la propiedad en manos de, o administrada por, el Estado, en la importancia de respetar los contratos y en la necesidad de evitar los controles de precios.
En 1994 la autopista estaba en tan malas condiciones y las finanzas del gobierno eran tan precarias (recuerden la crisis bancaria, los controles de precios y de cambio), que era obvio que se la debía entregar en concesión a través de una licitación internacional. De ese modo, las gigantescas inversiones necesarias de reconstrucción, con un nuevo viaducto como primera prioridad y también las de mantenimiento, las haría quien tuviera la experticia de ingeniería y las posibilidades financieras para realizar la obra, cobrando el precio más bajo «posible» a sus usuarios. La alternativa era dejar que los gobiernos arreglaran el problema quién sabe cuándo. La licitación internacional se hizo, la empresa ganadora estuvo dispuesta a acometer la obra cobrando un peaje que, en el caso de los vehículos livianos, costaría al principio alrededor de US$ 0,42. Terminada la reconstrucción costaría alrededor de US$ 1,30 (menos de Bs. 3.000 hoy). Creo que el lector, traumatizado por la suerte de Caracas, Vargas y la mayor parte del resto del país, comprenderá que la reconstrucción privada de la vía a cambio de un derecho de peaje que fuese remunerativo (y competitivo, pues nadie en el mundo pudo ofrecer un precio más bajo), era la mejor opción. Cierto que para los venezolanos, mal acostumbrados por el populismo que propició la riqueza petrolera, esa cantidad podía parecer alta, pero no lo era. ¿Cuánto vamos a pagar ahora por ese trayecto?
Mucho ganaría el país si se percatara de que este es un ejemplo ultraevidente del daño que puede producir un Estado proclive a ocuparse directamente de todo lo que le parece importante, que se siente cómodo señalando que «o lo hace el Estado o no lo hace nadie», que no acostumbra a darle importancia a los contratos firmados, que suele respaldar a quienes no están dispuestos a pagar precios de mercado por los servicios que reciben, y que impone controles de precios sobre cualquier bien o servicio durante cualquier tiempo y por cualquier monto.
Vivimos mal porque los gobiernos (y el colectivo venezolano) han actuado de manera similar con las demás empresas. La fatal idea de que el Estado acapare casi toda la actividad económica, y la de que «el público no puede pagar un precio de mercado» (que es la línea media entre las aspiraciones de los productores y las de los consumidores), ha sido demasiado frecuente en nuestro país desde los años 70. Por eso es muy poca la riqueza que se llegó a crear. Ahora ésta se está perdiendo. Se está disipando la riqueza pública, como por ejemplo la red de vialidad, y también el capital privado por razones de asfixia por controles de precios y por excesivos impuestos.
El autor es consultor de empresas, académico de la Fundación Francisco Marroquin y miembro de la Mont Pèlerin Society. Fue director ejecutivo de la Cámara de Comercio de Caracas desde 1981 a 2004. y es autor del libro «Controles de precios: Buenas Intenciones y Trágicos Resultados».
El presente artículo fue publicado en el diario El Universal el 23 de enero de 2006.
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