Liberalismo sin límites de velocidad
Propuestas para una ofensiva radical del liberalismo en América Latina
A Mario Vargas Llosa, por su inspiración.
¿Por qué el liberalismo se bate en retirada en América Latina?
Ésa es la pregunta que todos los liberales de esta parte del mundo nos hacemos, con una mezcla de confusión, culpa y envidia, que no está exenta de cierta dosis de rabia. En efecto: el beatífico rostro de mártir, de santo laico, del che Guevara, protagoniza filmes, calcomanías, camisetas e íconos diversos en todas las culturas populares de nuestros países. Por otra parte, el espectro político latinoamericano se divide entre una izquierda responsable y otra revolucionaria, desde México hasta Paraguay, sin que medie espacio posible para los defensores políticos de la libertad en nuestro continente. Finalmente, la intelectualidad barata latinoamericana continúa viviendo de las becas norteamericanas de las Fundaciones Kellog y Ford, entre muchas otras, mientras hace gala de un antiamericanismo y globalofobia nada desdeñables en aulas, publicaciones, convenciones y asesorías, en un acrobático esfuerzo por posar de antiimperialistas rentados por las multinacionales, y que muestra sin pudor esa “hemiplejia moral” que denunció con valentía Jean–Francois Revel. Las excepciones a esta regla latinoamericana son sólo eso, excepciones, que parecen confirmar una sola cosa: que los liberales latinoamericanos estamos peleando una batalla perdida.
La circunstancia más dramática de esta difícil situación es que recala, para decirlo sin ambages, en nuestra exclusiva responsabilidad. Lo es, en primer término, porque, salvo en algunos cuantos, en realidad el liberalismo no inspira a nadie en América Latina. Por regla general, las gentes siguen ideas y ejemplos que les susciten valor, integridad, sacrificio y esperanza. La utopía de un mejor mañana tiene una vigencia esencial, casi inaudita diríamos, en toda América Latina, y por esa idea, como bien sabemos, las personas son capaces de mover montañas. Preguntémonos, entonces, ¿dónde está esa utopía liberal por la cual una persona sería capaz de hacer ese supremo esfuerzo? ¿cuál es el ejemplo liberal, inspirador y pleno de valores, que permite que esa persona lo siga con convicción y genere esa transformación social de la que los liberales siempre hemos hablado? El hecho cierto que no hayamos podido articular sabia e inspiradamente esa utopía ni que nos esforcemos por presentar y promover esos ejemplos de valentía, sacrificio e integridad en la defensa de las ideas liberales –pese a que en el primer caso lo podemos hacer, y, en el otro, existen en gran número tales ejemplos– es la muestra más patente de nuestro fracaso. También nos señala con meridiana claridad cuál es la tarea primera y urgente, que debemos acometer con denuedo y resolución, para dejar de batirnos en retirada y pasar a la ofensiva en nuestros países.
Así, a mi juicio, no nos hemos dedicado a reflexionar y escribir sobre esa utopía liberal, esa visión de cómo serían nuestros países con una libertad plena y poderosa, por habernos concentrado en los temas económicos en forma excluyente. Esto ocurre por lo regular con muchas ideas o ciencias nuevas, donde las primeras fases del descubrimiento generan tal entusiasmo que todo otro elemento de juicio pasa a un segundo plano, si no es dejado por completo de lado. Al respecto, el Premio Nobel de Economía James Buchanan escribió “los economistas clásicos no lograron desarrollar su idea central con suficiente rigor y precisión como para garantizar su invulnerabilidad frente a argumentos que respaldaban ideas completamente opuestas. En cierta medida, este fracaso era fruto de la ausencia de una comprensión y énfasis suficientes de la dependencia crítica de un orden de mercado efectivo respecto de la existencia de una estructura o marco legal–institucional fundamental, que debe ser, básicamente, de naturaleza y origen políticos. Desde un punto de vista inmaduro e ingenuo, algunos de los defensores clásicos del laissez faire, entre los que se encuentran algunos de sus homólogos modernos, parecen argüir que los mercados surgen y funcionan con total independencia de las características del orden legal.”
En ese sentido, sin dejar de dar reconocido valor a lo hecho, ni ponderar en la excelencia los brillantes análisis logrados, debemos señalar que los liberales en América Latina se han dedicado en su mayor parte, si no en su totalidad, a exponer sus visiones y reflexiones únicamente desde la perspectiva de la ciencia económica. Los temas políticos –y sobre todo las visiones que se enmarcan en la política– han sido totalmente dejados de lado, o consideramos como temas secundarios. Siguiendo la idea planteada por Buchanan, no se ha pensado ni se ha escrito un ideario de principios, un tratado o estudio como si lo hicieron los liberales del XVIII. Estamos, entonces, viviendo de nuestro capital espiritual en los temas políticos. Esta situación debe cambiar. Nadie sigue una idea o inspira sus acciones en ella, si ésta se encuentra basada exclusivamente en porcentajes de crecimiento. Por lo tanto, mientras el liberalismo siga pensando únicamente en términos de proyecciones y tendencias económicas, mientras los liberales sigan viéndose a sí mismos como logaritmos vivientes, para quienes el desarrollo es una fórmula algebraica sin vida, el liberalismo seguirá siendo ese pensamiento minoritario, rechazado y malentendido que es hasta ahora.
De esta manera, tenemos que crear nuestra utopía liberal, si queremos terminar de una vez y para siempre con ese rechazo que nos acompaña y nos pesa como un fardo de malas acciones en las buenas conciencias. Llamémosla Liberalia, Oceanía , el reino soñado por todos los liberales, nuestra patria libre. En esa urbe que soñamos los liberales todas las libertades serán plenas, todos los derechos respetados, habrá verdadera justicia y paz. La prosperidad se extenderá como un manto bienhechor entre todos sus integrantes, y todos tendrán su parte de bienestar, en la medida de sus talentos, su creatividad y sus esfuerzos. Para terminar de articular esa idea, los liberales tenemos el imperativo de crear en el vacío, como el escritor frente a la página en blanco. Ésa es nuestra obligación exclusiva. Y debemos hacerlo no con términos complejos e ininteligibles, pues no se puede seguir una idea si ésta no se expresa en frases sencillas y al mismo tiempo, profundas. Los liberales no debemos pasar por alto la enseñanza básica de Sir Karl Popper, cuando escribió: “los mejores filósofos son aquéllos que escriben ideas complejas en términos simples” .
Por otra parte, las gentes siguen con fervor una idea cuando quienes la enarbolan son personas creíbles, audaces, íntegras. Eso dota a esa idea justamente de credibilidad, audacia e integridad. Como en el poema de Horacio, la fortuna favorece al osado. En esto no caben agua tibia o medias tintas. Constituye nuestra indispensable obligación apartar del liberalismo a todo aquél que se llame tal, y que haya defendido dictaduras, o esté comprometido con corruptelas y mercantilismos de toda laya, y no demuestre su total adhesión a las ideas de la libertad. Hay que advertir que esos pseudo liberales, traficantes de nuestras ideas, han cerrado los ojos a su propio desprestigio.
De ellos debemos decir rotundamente que se ofrecieron sin rubores al pragmatismo, el que, como ha señalado con acierto Jesús Huerta De Soto, “es el vicio más peligroso en el que puede caer un liberal (…) motivando sistemáticamente que por conseguir o mantener el poder se hayan consensuado decisiones políticas que en muchos casos eran esencialmente incoherentes con los que deberían haber sido los objetivos últimos a perseguir desde el punto de vista liberal.” No podemos salvar a esos liberales que sucumbieron al pragmatismo sin caer nosotros mismos en el descrédito. Así nos quedemos con muy pocos, ésos pocos serán justamente quienes doten al liberalismo de la necesaria dosis de credibilidad que es indispensable para ganar en todo terreno, intelectual o político.
Por su parte, de los auténticos liberales se debe decir, “nunca se rindieron, nunca se vendieron, nunca retrocedieron”. Ése tipo de comportamiento convoca, seduce, inspira. Ése fue el comportamiento de Mises y de Alberdi, así como tantos otros, no lo olvidemos. Ellos defendieron el liberalismo contra todos y con todo en contra. Promover en forma denodada su imagen, –mitificarla, diríamos– debe ser nuestra respuesta contra los mitos creados desde la izquierda, y que motivan a tantos en la dirección equivocada.
Sobre esto último, hay que puntualizar lo siguiente: también se rechaza al liberalismo porque supone el abandono de las mitologías y héroes más esenciales de los socialistas, siendo Che Guevara el máximo representante de ese heroísmo en nuestro continente. Al respecto, no basta únicamente con criticar la mitología alrededor del Che y el maquillaje que así como a él se emplea con tantos otros socialistas . Ésa no es la solución. No se puede reemplazar un mito por el vacío. Se debe reemplazar por otro mito. Los socialistas siguen creyendo en el Che no porque sea heroico e íntegro –pues se han escrito docenas de libros y artículos dando cuenta de sus asesinatos, corrupciones y desmanes– sino porque, frente al temor del vacío, es natural entre los seres humanos aferrarse al mito y negarse a la verdad. Por lo tanto, nuestro deber con el liberalismo supone buscar los mitos del liberalismo, hacer destacar a sus héroes, y oponerlos a los mitos de los socialistas.
Esto que acabamos de señalar nos puede dar luces respecto a porqué el ataque de los socialistas al liberalismo y a los liberales es tan constante, irracional e implacable. En el fondo de sus mentes y corazones, los socialistas saben que el liberalismo se convertiría en una idea inatajable e invencible si se vuelve un pensamiento inspirador, motivador, sin fisuras, sin concesiones, generador de mitos, cautivador. Por eso tienen que atacarlo permanentemente.
Para combatirlos con esa misma voluntad, debemos recurrir al concepto esencial, aquél que escribiera Schopenhauer al decir que “la libertad para ser tal debe estar ausente de obstáculos.” El socialismo es el principal obstáculo a la libertad. Debemos removerlo si queremos que la libertad exista. De manera que sólo podemos hacer con el socialismo lo que nuestro ya citado Schopenhauer reclamaba sobre el pensamiento de Fichte: “combatirlo en toda ocasión de la manera más enérgica.” Para vencerlos, hay que ir al origen mismo del mal, al centro del corazón de las tinieblas marxistas. Debemos defender y promover nuestras ideas no sólo a las universidades, sino también los colegios. Más todavía, en las escuelas de pedagogía y educación, donde se forman los actuales maestros que enseñan a nuestros hijos, los mismos que se han convertido, gracias a esas enseñanzas, en “esos socialistas”, a decir de Carlos Rodríguez Braun .
En efecto, cuando nos preguntamos ¿porqué tanta gente rechaza con violencia al liberalismo en América Latina? Es porque no lo conocen. No se puede defender lo que no se conoce. Los latinoamericanos beben el socialismo desde el regazo de sus madres. Es lo único que conocen. Es lo único que les han enseñado desde el jardín de infancia hasta el doctorado universitario. Es lo único que, con matices, se escribe en ensayos, tesis, estudios y revistas. Es lo único que proponen los políticos latinoamericanos. ¿Porqué no deberían rechazarlo?
Del mismo modo que, en los pueblos muy civilizados, la carencia de una multitud de cosas causa la miseria, mientras que en el estado salvaje la pobreza consiste solamente en no encontrar de qué comer , la orfandad de ideas hace que los pobres y miserables no extrañen la libertad, pues nunca la han tenido ni sabrían qué hacer con ella. Lo mismo los pudientes, pues sólo se les ha mostrado un lado de la moneda, y es justamente el lado incorrecto.
En ese sentido, ha sido Alexis de Tocqueville quien mejor ha definido la actual situación de nuestros pueblos latinoamericanos, cuando señala que “situados entre la independencia salvaje que ya no pueden apreciar y la libertad civil y política que no comprenden todavía, se abandonan sin remedio a la violencia y a la astucia, y se muestran dispuestos a sufrir toda clase de tiranías con tal de que se les deje vivir o más bien vegetar junto a sus surcos.”
Esas mismas gentes pueden seguir un sueño, si éste se les presenta como articulado y realizable. Ése sueño, ese ejemplo valeroso, ese mito inspirador, les dará la energía que necesitan y les conferirá un curso de acción hacia el porvenir. Una visión de esa naturaleza brindará esperanza e inspiración a los corazones desgarrados y a las mentes desconcertadas.
Ésa esperanza e inspiración también se encuentra, por su parte, en poemas y canciones. Hasta hoy, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y León Gieco inspiran a generaciones de estudiantes latinoamericanos a seguir la senda del socialismo, desde la Universidad Autónoma de México hasta la Universidad de San Marcos del Perú. ¿Existe acaso un trovador liberal? La verdad es que no. Lo cierto es que desde siempre los liberales creímos que no eran necesarios los Silvios y Pablos liberales, que cantaran a la libertad. Qué equivocados estábamos.
En realidad, son absolutamente indispensables si queremos dotar al liberalismo de mayoría de edad, de integridad, contenido y hondura, si queremos de verdad que salga de los cenáculos y pequeños círculos donde se encuentra. Lo tenemos que hacer porque llevamos demasiado tiempo encerrados en esa torre de palabras , donde seguimos comentando lo mal que nos va, lo poco que hemos avanzado, lo mucho que falta por hacer; donde, absolutamente inermes y sin capacidad de reacción, vemos cómo el socialismo se recompone en nuestros países, y vuelve, como la Hidra de Lerna, a asomar sus cabezas para seguir convenciendo incautos y ganar elecciones, como ahora último en Bolivia.
Por tanto, nuestra fundamental y única prioridad debe ser volver al liberalismo un pensamiento inspirador. Todo lo demás es vano e inútil. Sólo de este modo el liberalismo será un pensamiento en el que la gente crea, y se aferre tercamente a creer en él. Le tendrán fe. Lo defenderán como se protege a un hijo de un peligro. Ésa es y debe ser la medida de nuestro éxito. Todo lo demás es un fracaso.
Para hacer al liberalismo inspirador, debemos abandonar el lenguaje concesivo y pragmático, que antepone éxitos parciales a concesiones inimaginables e inmorales. Ya lo probamos durante la década pasada y no dio resultado, salvo para arrastrar en el lodo del descrédito a todo el pensamiento liberal y a sus principales exponentes. Lo que debemos hacer es exponer creativa y sugestivamente nuestra radicalidad. Los liberales debemos ser los radicales del siglo XXI. Debemos encontrar nuestro núcleo duro y defenderlo a muerte. Mientras más radicales seamos, más ganaremos en el natural y espontáneo vaivén de la sociedad. La sociedad es a las ideas de vanguardia como la arena mojada por la marea: marcha siempre detrás de la ola.
Así, para que sea de vanguardia, el liberalismo debe recobrar su condición esencialmente revolucionaria. El liberalismo siempre está profundamente descontento con el status quo, con lo establecido. Propone una revolución sin sangre, una anarquía ordenada y sin bombas. Quiere acabar con ese orden de cosas donde las leyes son excusas y los fallos judiciales coartadas para la impunidad. El liberalismo postula la defensa sagrada de los derechos individuales, porque la libertad es la puerta que gira sobre esos goznes que son nuestros esenciales derechos.
De este modo, para ser liberales hay que ser políticamente incorrectos. Los liberales siempre se han distinguido del rebaño, y deben hacerlo ahora del political correctness. No olvidemos que, en realidad, la corrección política no es otra cosa que la vanguardia domesticada y asumida por la sociedad en su conjunto. Lejos de ello, el liberalismo llama a las cosas por su nombre: si acusa a algunos ciudadanos de seguir siendo estómagos agradecidos, o mediocres consumidores de pésima seguridad social y de guarderías públicas, o criaturas ministeriales , debe hacerlo. No debe callarse nada.
Finalmente, la única posibilidad que tiene el liberalismo para subsistir en la América Latina actual, es proponiendo una libertad al máximo, ejercida hasta su límite, sin límites de velocidad. En ese sentido, el liberalismo exige de nosotros lo que Kadmos mostró a Gelón de Siracusa, brillantes pruebas de una lealtad y buena fe, ya no raras, sino inauditas, pues el que necesita un auxilio considerable y extraordinario se dirigirá con preferencia a una mujer o un hombre que haya dado pruebas de esa singular grandeza de ánimo. ¿Estamos los liberales dispuestos a hacerlo? ¿Honraremos a quienes dieron todo por él? Es hora de dar una respuesta.
Lima, 31 de enero de 2006.
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