El embrollo palestino (II)
Para LA NACION
WASHINGTON – A partir de la Guerra de los Seis Días cambió la relación de fuerzas en el conflicto árabe-israelí. Digo bien, porque hasta ese momento no era un conflicto palestino-israelí. Los árabes de Palestina se llamaban “árabes de Palestina”, no “palestinos”. La diferencia es importante. Como señalamos en la nota anterior, también los judíos se llamaban palestinos. Era un enfrentamiento entre el Estado de Israel y todos los Estados árabes que habían intentado destruirlo desde su nacimiento, violando la sabia decisión de las Naciones Unidas, que ordenaba la creación de un Estado árabe y un Estado judío, lado a lado, con vínculos económicos fraternales.
En efecto, la partición del país, decidida el 29 de noviembre de 1947 por la ONU, se basaba en la distribución demográfica de entonces, compuesta por cantidades aproximadas de judíos y árabes. A los árabes se les otorgaba sus principales ciudades y casi todos los sitios bíblicos; a los judíos, sus ciudades, colonias y la mayor parte del desierto. Era equitativo y los judíos lo celebraron, aunque muchos con tristeza, porque se quedaban sin porciones ligadas a su historia nacional y religiosa.
Pero la guerra que los Estados árabes se empecinaron en llevar adelante, con el manifiesto propósito de realizar una matanza “que pusiera en ridículo las de Gengis Khan”, produjo una catástrofe inversa. Hasta el día de hoy es sorprendente la falta de responsabilidad que manifiestan esos Estados por el daño que ocasionaron a sus hermanos de Palestina. Además, no han realizado esfuerzos serios para integrarlos, sino que los persiguieron, discriminaron y hasta asesinaron en forma masiva, como en el Septiembre Negro de 1971. Cientos de miles de palestinos tuvieron que pasar varias generaciones en campamentos de refugiados, mantenidos por la limosna internacional. Es el único caso de refugiados provocados por una guerra que no pudo ser resuelto, pese a la inversión multimillonaria realizada en más de medio siglo, y que nutrió a una gorda burocracia, pero no mejoró la vida de los auténticos destinatarios de los fondos. Esos refugiados se convirtieron en una preciada materia sometida a una pedagogía caudalosa del resentimiento y el odio.
Transjordania usurpó la Ribera Occidental y Jerusalén Este para quedarse con esa ilegítima herencia y, para ello, llegó al escándalo de cambiar su nombre, en 1949, por el de Jordania. Durante su ocupación de diecinueve años, así como durante la ocupación egipcia de Gaza, no hubo un solo intento para convertir esas tierras en un Estado árabe-palestino.
El presidente de Egipto, Gamal Abdel Nasser, adquirió un fuerte liderazgo gracias a su empeño panarabista, su acercamiento con la Unión Soviética y su alianza con los países No Alineados (entre los que figuraban países muy alineados ideológicamente como China, Cuba, Yugoslavia). Consiguió formar con Siria la República Arabe Unida, que era el comienzo de una federación destinada a unir todo el mundo árabe. Su propósito no entraba en contradicción con la existencia de Israel, según entendió este país, y David Ben Gurión le propuso integrarla. Nasser no quiso ni siquiera escucharlo y redobló su agresividad. Bloqueó el Estrecho de Tirán, que permite el acceso al Golfo de Akaba, y, de esa forma, pretendió matar el puerto israelí de Eilat. Manifestó que ansiaba convertir en realidad el sueño de arrojar a los judíos al mar mediante la demolición de Israel, como lo testimonia la prensa de entonces. Compró gran cantidad de armas con ese propósito. Las súplicas internacionales destinadas a evitar otro genocidio resultaron estériles. Iba a realizar su ataque mediante una pinza mortal: Egipto desde el Sur y Siria desde el Norte. Siria expresó su acuerdo mediante disparos cotidianos desde las alturas del Golán contra las poblaciones israelíes que rodeaban el bíblico lago de Galilea. Aba Eban, canciller de Israel, recorría angustiado las principales capitales del mundo para rogar que disuadieran al presidente egipcio. Fue inútil, porque Nasser llegó al extremo de exigir que las Naciones Unidas retirasen las tropas que evitaban los choques entre ambos países; quería tener libre el camino para su masivo ataque bélico. Ante un mundial estupor, el entonces secretario general de la ONU, el birmano U-Thant, le dio el gusto y ordenó la evacuación de esas tropas. Nasser tenía luz verde para iniciar la guerra.
No sólo los judíos, sino millones de personas se conmovieron ante la inminencia de una tragedia que reproduciría el Holocausto. Fue entonces cuando estalló la Guerra de los Seis Días, porque horas antes del colosal ataque árabe la aviación israelí tomó la iniciativa y pudo cambiar el curso de la historia. Al principio las emisoras árabes mintieron a sus audiencias informando sobre inexistentes victorias. El primer ministro de Israel, Levy Eshkol, comunicó al rey Hussein de Jordania que no se incorporase a la agresión, porque Israel no quería sufrir un tercer frente. Pero Hussein fue presionado por Nasser y avanzó sobre Jerusalén Oeste y otros puntos de la larga y accidentada frontera. Entonces, Israel, luego de aplastar a los egipcios y sirios, tuvo que dirigirse contra los jordanos y arrebatarles Cisjordania.
La opinión pública internacional no podía salir del asombro. El pequeño Israel volvía a triunfar. En los organismos internacionales el bloque comunista aliado con los árabes exigió el fin de las hostilidades y la devolución de los territorios conquistados, sin tener en cuenta, de nuevo, la responsabilidad de Egipto, Siria y Jordania en la tragedia, ni exigir la paz. Los verdaderos territorios conquistados eran la península del Sinaí y las alturas del Golán, que no se consideraban parte de Palestina desde el trazado de fronteras que realizaron, con cierta arbitrariedad, las potencias coloniales luego del desmembramiento del Imperio Otomano. Cisjordania fue “liberada” de la ocupación jordana y la Franja de Gaza, de la ocupación egipcia: los israelíes no lucharon contra los árabes-palestinos, sino contra los Estados árabes que ocupaban parte de Palestina. Ya es hora de disipar esta confusión.
No obstante la victoria, Israel propuso grandes devoluciones territoriales a cambio de la paz. Como respuesta, la Liga Arabe se reunió en Khartum y, estimulada por Nasser, escupió a Israel los famosos tres no. No negociaciones con Israel, No reconocimiento de Israel. No paz con Israel.
Israel decidió, en forma unilateral, que todas las mezquitas y los lugares sagrados del islam fueran administrados por autoridades musulmanas. Las ciudades y aldeas árabes debían estar a cargo de intendentes árabes, muchos de los cuales, como el de Belén, permaneció en el cargo durante décadas y mantuvo excelentes relaciones con el gobierno israelí. Cientos de miles de árabes de Gaza y Cisjordania encontraron trabajo. Los benefició el turismo, que no habían conocido hasta entonces; parte significativa de sus productos eran comprados por los mismos israelíes. Se registraron encuentros entre judíos y árabes que habían sido amigos antes de 1948 y hasta se realizaron casamientos mixtos.
Después de la Guerra de Iom Kipur, en 1973, el nuevo presidente de Egipto, Anwar el Sadat, empezó a reconocer que no tenía sentido negar la existencia de un país tan sólido como Israel. Ante la sorpresa universal, decidió visitar Jerusalén. Aunque esperaba ser bien recibido, no esperaba que lo aplaudirían y agasajarían con una lluvia de júbilo y gratitud. Empezaron las negociaciones con el duro Menajem Beguin y, en menos de un año, se firmó la paz. A cambio de la paz, Beguin aceptó entregar hasta el último grano de arena del desierto del Sinaí. Y no sólo arena: entregó aeropuertos, pozos de petróleo, rutas, centros turísticos y hasta ordenó la evacuación de la populosa ciudad de Yamit, construida entre Gaza y el Sinaí, para que nada de Israel permaneciera en territorio egipcio. El encargado de evacuar por la fuerza a los colonos judíos fue Arié Sharón. Este general no imaginaba que, mucho después, debería repetir el operativo en la Franja de Gaza. Con esta cesión de tierras equivalentes a casi tres veces el tamaño de Israel, caía la acusación de su vocación expansiva, por lo menos entre quienes piensan con lógica.
En el tratado de paz con Egipto, Israel prometió la autonomía de los árabes que habitaban Gaza y Cisjordania. Autonomía significaba otorgarles el manejo de todas las áreas, menos la defensa y las relaciones exteriores. Es decir, no llegaban a la independencia ni soberanía. Así lo entendió Beguin, pero seguramente Sadat pensaba que la autonomía conduciría, de forma inexorable, a la independencia. La idea de los dos Estados que viven y prosperan uno al lado del otro, que nació en la saboteada partición de 1947, resucitaba con fuerza. Los árabes de Palestina tomaban conciencia de su identidad nacional y se aplicaron a la conformación de una narrativa que les otorgase un respaldo macizo. Será el tema de la próxima nota.
Esta es la segunda de una serie de cuatro notas que LA NACION publicará los viernes 24 de febrero y 3 de marzo.
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