La revolución dadaísta
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“Las cabezas son redondas, por lo tanto los pensamientos pueden cambiar de dirección.”
Francis Picabia
WASHINGTON – Se cumplen noventa años de la trascendental explosión artística que influyó de modo irreversible en casi todas las manifestaciones creativas de la humanidad. Ahora es objeto de una megaexposición en la National Gallery of Art de Washington, organizada en forma conjunta con el Centro Pompidou de París y el Museum of Modern Art de Nueva York.
El movimiento Dada ha generado debates interminables con sucesivos entusiasmos y repugnancias. En 1916, en medio de la Primera Guerra Mundial –que arrojó, entre otras monstruosidades, un promedio de 900 franceses y 1300 alemanes muertos ¡por día!–, hubo una reunión en el café Voltaire de Zurich, inaugurado apenas seis meses antes. Artistas y librepensadores que repudiaban el absurdo de la guerra huyeron de Alemania, Rumania y otros países para refugiarse en Suiza. Entre otros, se destacaban nombres que habrían de conseguir repercusión internacional, como Tristan Tzara, Hans Arp, Marcel Janco y Richard Huelsenbeck. Discutían su contraofensiva contra las estructuras sociales, políticas, económicas y culturales que condujeron a esa devastación. Inspirados en Vasily Kandinsky, acordaron adherir a la abstracción como una ruta opuesta al caos inmoral en que se había convertido la realidad concreta.
Eran años en que ya se empezaban a reconocer los aportes de Sigmund Freud y el misterioso inconsciente seducía con su dédalo infinito. Arp fue el primero en darle importancia al azar. Aún Borges no había escrito que el azar y el destino quizá sean sinónimos, idea que todavía genera estremecimiento entre quienes la piensan con atención, y ya Hans Arp, después de vivir temporadas excitantes en Berlín, Munich y París, decidió apartarse de la voluntad consciente para dar paso a las turbulentas emergencias de la casualidad. Su postura era una insolencia contra reglas y pedagogías arduamente sedimentadas. Rompió unos papeles y dejó caer los improlijos rectángulos sobre una gran hoja de papel extendida sobre el piso; cada trozo navegó por el aire hasta aterrizar por casualidad (¿casualidad?) en un sitio donde fue pegado por Arp. Era un cuadro que respondía a otro tipo de leyes, no sometidas al control manifiesto del artista, sino a sus secretos y microscópicos impulsos.
Al mismo tiempo, crecía la curiosidad por el arte primitivo, que incluía sonidos preverbales, rituales arcaicos, creaciones infantiles y estados inconscientes. Constituían materiales que no se habían usado con decisión hasta esa época. Era un brusco distanciamiento de las normas conocidas, familiares y consideradas estéticamente irrefutables. Esos productos extraños, feos y ridículos no fueron aceptados por la sociedad ni por la crítica responsable. No parecían arte, sino gestos baratos que golpeaban el plexo de las academias y los gustos de la civilización.
Mientras yo recorría las espaciosas salas y gozaba del talento museológico con el que se había montado la compleja exhibición, me sentí transportado por la máquina del tiempo hacia esos años que iban a generar tanta repercusión en las grandezas y miserias del siglo. Allí estaban las semillas del cubismo, el expresionismo, el surrealismo, el pop-art, el op-art, el diseño gráfico, la publicidad y las técnicas basadas en el uso de nuevos materiales, el fotomontaje y la mezcla audaz de técnicas y recursos que hasta ese momento parecían incompatibles.
Por todas partes se había impreso en el Museo la palabra “dada”, que seguía al visitante como una obsesión. Es conocida la circunstancia en que nació el acertado neologismo. Mi primer acceso a sus arcanos lo logré hace mucho, en mi adolescencia, cuando realicé el esfuerzo precoz de leer textos de Tzara y otros dadaístas que entendí poco, desde luego, pero que me familiarizaron con el arte contemporáneo en sus diversas manifestaciones, incluidas la música y la literatura. Se cuenta que dos de los padres fundadores, Hugo Ball y Richard Huelsenbeck, hojeaban un diccionario francés-alemán para encontrar la palabra que diera nombre al extraño movimiento que se gestaba entre las volutas de humo azul del café Voltaire. Tenía que ser una palabra diferente de las conocidas y advirtieron que no estaría mal alguna vinculada con los primeros balbuceos de la criatura humana. “Da-da” pronuncia el recién nacido. “Dada” dice el niño francés a su caballito de madera. Tristan Tzara explicó que “da-da”, en rumano, significa “sí, sí”. Desde luego que todos sabían que en alemán indica “ahí, ahí”. También se llamaban Dada un tónico para el cabello y una sopa popular. Se sintieron felices con esa palabra, porque se refería a muchas cosas, pero, como reconocieron unánimes, “dada no significa nada”.
Este juego con los vocablos estimuló al alemán Kurt Schwitters, de Hannover, para acunar la palabra “merz”, con la que distinguió a su propia obra y la de otros colegas. Tuvo la osadía –que con el tiempo dejaría de serlo– de utilizar para sus creaciones los desechos de la industria y el comercio. Comercio, en alemán, es Kommerz. Las últimas cuatro letras son también las últimas cuatro de otra palabra alemana muy significativa: Schmerz (dolor). Y para no dejar de lado el francés, cualquiera sabía que el elemental cambio de la z final por de (sin pronunciar la e), convertía a Merz en la más popular y grosera maldición de ese idioma.
Schwitters confesó que “durante la guerra todo estaba en un terrible desorden. Merz es una plegaria por el glorioso final de la guerra… Todo se ha roto… y ahora tenemos que reconstruir desde los fragmentos. Sin parsimonia tomo lo que queda de mi empobrecido país”.
El visitante es sorprendido por un gigantesco muñeco colgante llamado Angel Prusiano, que se confeccionó en el Berlín de aquellos tiempos. Este curioso ángel es un oficial con cabeza de cerdo suspendido del cielo raso, de la misma forma en que lo exhibieron por primera vez, durante los tiempos iniciales del dadaísmo.
La enorme marioneta está envuelta por un póster que grita: “Vengo del cielo, del cielo en lo alto”, como canta un carrillón de Navidad. De su cintura cuelga un cartel que indica cómo se puede entender esta obra de arte, y para ello –señala– es preciso marchar doce horas diarias en rígida formación militar con una pesada mochila en el campo de entrenamiento de Tempelhof, de Berlín. Fue una descarnada burla de los mismos alemanes sobre la metodología prusiana, cruel e irracional, que se constituyó en la atracción central de la Primera Feria Dada y provocó el enojo de las autoridades, que reprimieron a los artistas y a la muestra.
Varios participantes del movimiento se convirtieron en autores de culto. Max Ernst tenía amplios conocimientos de historia y psicología, y a sus trabajos los tituló “Dada Ernst” (jugando con su apellido Ernst, que significa serio). Marcel Duchamp descubrió las posibilidades de los artículos de la vida cotidiana y escandalizó con su fuente realizada con un urinal, pero esa provocación constituyó el comienzo de una técnica usada hasta un agotamiento que no llega nunca; fue el primero en pintarle barba y bigotes a la Mona Lisa. Se deben agregar figuras como Francis Picabia, Grosz, Man Ray, Johannes Baader, Hannah Hoch y Sophie Taeuber.
Esta megaexhibición ofrece una síntesis del legado dadaísta. Luego de recorrerla, se advierte que, más allá de su imaginería caótica, su conducta provocativa, sus cacofonías y disonancias, hervía una fuerte indignación ética contra las aberraciones de la humanidad. Su estridente reloj despertador era quebrar el lenguaje de las convenciones mentirosas, atacar la historia congelada, explorar el inconsciente, utilizar materiales inéditos o desechados, aprovechar los recursos del fotomontaje, agredir a los agresores, sacudir las responsabilidades dormidas. Con obras que merecen admiración o risa quebraron las fronteras y roturaron los surcos de la creatividad que siguió y se expandió, basada en sus inventos.
Su mayor enseñanza radica, me parece, en que la justa iracundia de estos artistas eligió el camino de la sublimación creadora, no el de la sangre. Ninguno de ellos aceptaba la violencia concreta, ni siquiera como “partera de la historia”. Los bárbaros, a estas alturas de la evolución humana, sólo tienen derecho a manifestarse en el campo virtual, que es infinito y puede hacernos pensar y obrar con un criterio más luminoso. La revolución dadaísta fue una protesta civilizada que generó frutos, flexibilizó las emociones, multiplicó las lupas y amplió el espacio de la estética.
- 23 de julio, 2015
- 4 de septiembre, 2015
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