Cerezos en flor
Para LA NACION
WASHINGTON – MILLARES de turistas se derraman en los sectores de esta ciudad techados por la rosada nieve de los cerezos en flor. A lo largo de las calles, pero en especial en torno del lago Tidal, donde se erige la cúpula del monumento a Jefferson, los cerezos desperezan sus ramas envueltas en un alegre encaje de pétalos diminutos e infinitos. En un barrio llamado Kenwood, hace décadas sus vecinos decidieron plantar sólo este tipo de árboles en las veredas. Caminarlo ahora produce la sensación de un espacio irreal, de una luminosa e interminable caverna cuyos arcos y muros envuelven con un acolchado de flores. Es difícil apartarse de su clima onírico, de estremecedora belleza.
La historia y el significado de esta maravilla tienen casi un siglo. En marzo de 1912, durante la presidencia de William Howard Taft, se inauguró el ciclo de los cherry blossoms, gracias a la masiva donación efectuada por Japón. Desde entonces, la ciudad goza de un fenómeno único en Occidente. En Japón el estallido de los brotes ocurre con dos semanas de diferencia y miles de turistas recorren medio mundo para repetir su placer estético. Estoy convencido de que los japoneses son un pueblo que ha desarrollado más que otros el fino gusto por lo visual, de ahí sus jardines, peces multicolores, gráfica, vestimentas, obsesión por la fotografía, pagodas, linternas, geishas y cerezos en flor.
Decía que en 1912 empezó el ciclo. Pero las evidencias históricas se remontan a una figura inolvidable, el comodoro Matthew Perry, quien en 1852 desembarcó en Japón tras una ímproba travesía y tuvo la habilidad de sacar a ese país del aislamiento en que se había enrollado desde hacía dos siglos. Los japoneses manifiestan gratitud por ese marino valiente, que retornó en 1854 y condujo al tratado de Kanagawa, base de la apertura nipona al resto del planeta. Los vínculos comerciales aumentaron y, con ellos, la curiosidad recíproca: Japón incorporaba los progresos de Occidente y éste disfrutaba los productos de su milenaria y rica cultura. Madama Butterfly fue una de las hermosas consecuencias de esa relación.
En 1902, David Fairchild visitó las exóticas grandes islas. Coincidió su llegada con el florecimiento de los cerezos. El impacto que le produjo no lo olvidó jamás. En estado de embriaguez ocular recorrió parques, estanques, lagos y calles mientras absorbía un espectáculo nunca visto. Trajo de regreso decenas de retoños para plantar en Chevy Chase, estado de Maryland, donde vivía. Satisfecho con el resultado, porque el clima era amistoso con esos árboles, compró más. En 1908 obsequió retoños a varias escuelas y manifestó el sueño de llenar con cerezos la avenida Independencia, en el Potomac Park, que se extendía desde el Capitolio hasta el monumento a Lincoln. Esta idea prendió en figuras importantes, que iniciaron una famosa recaudación voluntaria. Fairchild fue incorporado al Departamento de Agricultura y encargado de plantar cerezos en la ciudad de Washington. Enterado el intendente de Tokio, coordinó con su gobierno nacional una donación de millares de árboles.
Al arribar el monumental envío, la inspección de aduanas descubrió gusanos y era obligatorio tomar las medidas del caso, aunque produjesen una frustración insoportable. Por suerte pudo corregirse el inconveniente y millares de cerezos sanos comenzaron a prender sus raíces en tierra y clima propicios, junto al lago Tidal, y se extendieron con creciente simpatía hacia diferentes direcciones.
Las relaciones entre Estados Unidos y Japón se deterioraron cuando el Imperio del Sol Naciente ingresó en el eje nazifascista. Explotó Pearl Harbor y comenzó la guerra. Incontables errores de ambas partes produjeron más muertes de las esperadas. El desafío mutuo traspasó los límites que permitían acuerdos negociados. Dentro de los Estados Unidos la comunidad japonesa fue considerada un enemigo potencial y se la sometió a humillantes confinamientos. La perspectiva de que no llegaba el fin de la guerra pese a la derrota hitleriana determinó el uso de la bomba atómica. Hiroshima y Nagasaki se convirtieron en la prueba irrefutable de la catástrofe que desencadena esa diabólica invención humana. De inmediato, Japón entregó su rendición incondicional al general MacArthur. El emperador Hiroito se inclinó ante el representante de la potencia victoriosa, hecho impensable e inédito en la milenaria historia de ese país.
Japón, que no había conocido la democracia, después de ese traumatismo fue impulsado a corregir su tradición absolutista y feudal. Su pueblo y su dirigencia no gastaron energías en cultivar la venganza ni el resentimiento, pese a los dolores múltiples. Se aplicaron al trabajo de la reconstrucción y al progreso en todas las áreas. Su capacidad para aprender y reproducir empezó a sorprender al mundo. De la adopción pasaron a la adaptación. Hacían ajustes, correcciones, perfeccionamientos. Al principio no podían competir, porque sus productos no superaban al de otros países con tecnologías más avanzadas. Se empeñaron entonces en desarrollar esas tecnologías y se convirtieron en una potencia. Practicaron una firme democracia y lograron un envidiable bienestar.
El 30 de marzo de 1954, a cien años del tratado de Kanagawa, impulsado por el marino Perry, y a menos de diez años del atroz bombardeo atómico, la nación japonesa regaló a Washington una sagrada linterna de piedra, símbolo de la amistad recuperada luego de la Segunda Guerra Mundial. Esa enorme linterna fue esculpida en 1651 y permaneció trescientos años en el templo Teizan Kan’eiji, donde se guardan los restos de los nobles que pertenecieron a la dinastía Tokugawa. El antiguo templo se encuentra en el parque Jeno, de Tokio, famoso por sus cerezos en flor, donde permanece una linterna gemela, esculpida al mismo tiempo que la donada a los Estados Unidos.
El encendido en Washington de esta linterna gigantesca se parece al de la antorcha olímpica, en medio de actividades y festejos que concentran multitudes. Marca el comienzo de la primavera y la esperanza de que la belleza natural y el buen humor de la gente faciliten la convivencia. Constituye una enseñanza elocuente de cómo deberían comportarse los pueblos que apelan a la sabiduría, más que a las fáciles banquinas del odio.
Japón aprendió que el resentimiento y la venganza son instrumentos de la tragedia, no de la dicha y el bienestar. En cambio, amplias franjas de América latina, Africa y el mundo musulmán, muy confundidas, se han alienado en una desgraciada confrontación interminable, cuyos resultados a corto y largo plazo significan para ellos la aplastante regresión y la miseria. Deben aprender del milenario Japón, que se esmera en cultivar la amistad, incluso con quienes le infligieron su peor derrota. La belleza de sus cerezos en flor no sólo embriagan la vista y aceleran el pulso, sino que despliegan una sinfonía de dicha, esperanza y entusiasmo que ojalá logre resonancia universal. © La Nacion
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