La agonía de la globalización
CAMBRIDGE, Massachusetts – Algunos creen que asistimos al comienzo del fin de la globalización. ¿Eso debería alegrarnos o irritarnos? Una cosa es que los franceses bloqueen a invasores extranjeros y se rebelen ante la perspectiva de una mayor flexibilidad del mercado laboral.
Para todos ellos –desde Jacques Chirac hasta el más tonto entre los estudiantes de la Sorbona que recrean las manifestaciones del 68– la globalización siempre será una anglobalización. Pero cuando los norteamericanos empiezan a poner en duda la sensatez de una integración económica internacional, está pasando algo grave.
Lou Dobbs lleva años fustigando al gobierno de Bush, desde la CNN, por no haber frenado el flujo de inmigrantes ilegales, en su mayoría mexicanos. Pero sólo en estas últimas semanas el tábano solitario se ha convertido en enjambre.
Se han presentado dos proyectos de ley. El del Senado, más liberal, propone algo nuevo: admitir a 325.000 inmigrantes temporarios por año en calidad de “trabajadores invitados”. En cuanto a los inmigrantes ilegales que ya están en el país (serían unos doce millones), se daría a los más una oportunidad de naturalizarse. El de la Cámara de Representantes es otra historia. Pide que se construya un cerco impenetrable a lo largo de la frontera con México. Quizá ni siquiera aprueben una versión enmendada del proyecto del Senado. Sus críticos dicen, con razón, que equivale a una amnistía.
La alharaca no me sorprende. Cada vez que visito un Estado fronterizo con México, oigo la misma cantilena: “Nos roban nuestros puestos de trabajo”. Dentro de unos meses habrá elecciones parlamentarias y el deseo de los legisladores de retener su banca es un fuerte incentivo para responder a tales quejas.
Esta reacción violenta contra las fronteras porosas no se limita al problema de la inmigración. El Congreso también intenta endurecer las normas sobre inversiones extranjeras, desde que trascendió la noticia de que instalaciones portuarias norteamericanas podrían pasar a manos de una compañía con sede en los Emiratos Arabes Unidos.
Después están los proteccionistas que, en general, representan a Estados con grandes centros manufactureros. Les encantaría imponer aranceles colosales a las importaciones chinas so pretexto de una manipulación de la tasa cambiaria, como si esa fuera la única razón de que los productos chinos sean más baratos que los nuestros.
Así, pues, se ataca a todos los flujos –de mano de obra, capitales y mercaderías– en un país que lleva casi cinco años disfrutando de un crecimiento robusto. Tiemblo de sólo pensar qué saldría del Congreso si el país estuviera en recesión. Presumiblemente, un proyecto de ley de autarquía total que ordenaría construir un vasto domo impermeable de costa a costa.
Hasta se ataca el flujo global de ideas. Días atrás, el violonchelista Yo-Yo Ma le dijo a la Comisión de Reforma Gubernamental de la Cámara baja que “cada vez resulta más difícil allanar el intercambio cultural internacional debido al alto costo, los plazos inciertos y las innumerables trabas logísticas” que hoy implica obtener una visa norteamericana. Nadie está haciendo más que él, creo, por derribar las barreras culturales entre Oriente y Occidente. Pero tal vez el Congreso preferiría que se atuviera a la música de Copland.
Según algunos historiadores, en su avatar anterior, la globalización murió víctima de un contragolpe norteamericano. Un siglo atrás, en muchos sentidos, la economía mundial estaba tan integrada como ahora. Los índices migratorios eran altos, comparados con los presentes, así como la relación entre comercio y producción. Los actuales flujos de capital son relativamente mayores, pero los de entonces se distribuían de un modo más parejo entre los países ricos y los pobres.
Después de 1914, la globalización se desintegró. En los 30, la economía mundial ya se había fragmentado, con desastrosas consecuencias para el crecimiento y el empleo.
Sin duda, gran parte del daño fue obra de la Primera Guerra Mundial y su gran desbarajuste: hundimiento de buques mercantes, corte de cables telegráficos internacionales, etcétera. No obstante, aun antes de que estallara la guerra, la globalización ya agonizaba, víctima de mil tajos legislativos.
Ya en 1882, Estados Unidos sancionó la ley de exclusión de los chinos, la primera de una serie de medidas para circunscribir la inmigración a los europeos de raza blanca. En el período de entreguerras se fijaron cupos para otros grupos étnicos, de modo tal que a mediados de los 30 casi había cesado la afluencia de inmigrantes. (Este fue uno de los motivos que dificultaron la admisión de refugiados judíos provenientes de la Alemania nazi.)
Lo mismo ocurrió con el comercio. En el siglo XIX, Estados Unidos nunca había abrazado de lleno el libre comercio. En los años de entreguerras, aumentó considerablemente sus aranceles.
La proteccionista ley Smoot-Hawley, promulgada en junio de 1930, asestó un golpe letal a la confianza en los negocios y, con ello, agravó el daño hecho por el tremendo colapso de Wall Street.
Quienes proponen una nueva generación de medidas restrictivas dicen querer proteger a los grupos vulnerables de norteamericanos nativos contra los estragos de la competencia. Señalan que, según algunos estudios, los más perjudicados por la inmigración son los jóvenes que abandonan el secundario.
También hay pruebas de que las víctimas más probables del libre comercio con China serán los oficinistas no calificados.
Sin embargo, sería un error achacar a la globalización las desigualdades, cada vez mayores, de nuestra sociedad e intentar corregirlas con las viejas y fallidas políticas proteccionistas.
Nuestras desigualdades están mucho más ligadas a unos impuestos no muy progresivos y un sistema de bienestar remendado que a la inmigración y el libre comercio, y ni hablar del libre movimiento de capitales. (No olvidemos que, sin este último, tendríamos que reducir drásticamente nuestro consumo, dado el enorme déficit de nuestra cuenta corriente.)
Atraer a los ambiciosos del mundo entero reditúa beneficios económicos reales. En un mercado laboral flexible, como el nuestro, los inmigrantes cumplen una función clave. Y son particularmente necesarios en las sociedades que envejecen, como las de Europa occidental.
Por cierto, no tenemos claro si los mercados laborales europeos, regulados en exceso, pueden absorber y aprovechar sus energías juveniles, pero esto no altera la lógica básica de la economía. Un mercado mundial del trabajo más liberalizado impulsaría el crecimiento económico global. Las restricciones a la inmigración lo reducirían.
No tiene sentido arriesgar los beneficios de la globalización para proteger las perspectivas de empleo de quienes abandonen el secundario. Propongo a la Cámara de Representantes que, en vez de construir una nueva Cortina de Hierro costosa, fea y probablemente inútil, invierta ese dinero en hacer llegar a nuestros estudiantes secundarios este mensaje: “Si abandonas, te hundes. Terminar los estudios es el único camino hacia un empleo decente en una economía que está en el ápice de la pirámide tecnológica. Abandona tus estudios sin haberte capacitado y, con suerte, conseguirás un puesto junto a los mexicanos cosechadores de frutas o repositores de supermercados”.
El autor es profesor de historia en la Universidad de Harvard.
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel)
- 16 de junio, 2013
- 23 de junio, 2013
- 3 de julio, 2015
Artículo de blog relacionados
Por Andrea Rondón García El Nacional, Caracas Quisiera dedicar mi último artículo del...
29 de diciembre, 2023Bolságora – El Economista, Madrid La fiebre del oro que se ha desatado...
9 de octubre, 2009- 7 de diciembre, 2016
- 19 de enero, 2011