Ascenso, apogeo y caída de los neoconservadores
EE.UU. necesita líderes más realistas, mejor informados a nivel histórico y menos despilfarradores en lo económico y fiscal.
En qué se equivocaron los neoconservadores que manejaron la política exterior estadounidense y la planificación de la invasión a Irak? En primer lugar, como afirma el propio Francis Fukuyama, sucumbieron a la ilusión de que la hegemonía benevolente sería acogida positivamente allende las fronteras.
En segundo lugar, se fiaron excesivamente de su capacidad de alcanzar sus objetivos mediante una acción unilateral. En tercer lugar, suscribieron una doctrina de la acción preventiva dependiente, en mayor grado de lo posible, del conocimiento del futuro. Y, por encima de todo, no supieron ver los riesgos de la democracia en el Gran Oriente Medio; esto es, que Irak podría fragmentarse o que los islamistas podrían ganar las elecciones.
Hay que decir que Fukuyama no es el primer partidario de la guerra que se arrepiente. Por otra parte, hace tiempo que los intervencionistas progresistas, que justificaban el derribo de Saddam por razones humanitarias, mordieron el polvo.
Sea como fuere, el de Fukuyama es el giro más oportuno y tempestivo que coincide además con un perceptible cambio de talante social. La decepción por la cuestión iraquí ha empezado a permear la en otro tiempo tierra fértil leal a Bush, del norteamericano medio.
Lo peor de todo es que todos aquellos que desde el principio se opusieron a la guerra de Irak ahora se ven justificados, por dudosos y problemáticos que pudieran ser sus argumentos. Y así es como retrocedemos apresuradamente al error de partida de la izquierda democrática, que dice que es preferible dejar que los tiranos se agarren al poder a mancillar y corromper la república con la mancha del imperialismo.
Coincido en que los «neocons» han errado, pero mis razones son distintas de las de Fukuyama y no me llevan a concluir que la izquierda estuviera enteramente en lo cierto. El primer error fue prescindir de una perspectiva realista. No captaron, sobre todo, las implicaciones de derribar y borrar del mapa a Saddam en el contexto del equilibrio de poder de Oriente Medio. Kissinger tenía razón al decir, a propósito de la guerra Irán-Irak: «¡Qué lástima que no resulten ambos perdedores!».
EE.UU., al librarse de Saddam, ha propiciado sin caer en la cuenta la victoria tardía de Irán. Y ahora nos enfrentamos con la posibilidad de que el futuro político de Irak se decida en Teherán… Washington se ve reducido a negociar con los iraníes justamente sobre esta cuestión.
En segundo lugar, ha mediado una lastimosa ausencia de conocimiento y visión histórica. Demasiada gente en Washington comulgó con la idea de que la reconstrucción de Irak en la fase de la posguerra se asemejaría a la reconstrucción de la Polonia poscomunista. Nadie prestó atención a las dificultades que Gran Bretaña había experimentado al intentar gobernar Irak tras la Primera Guerra Mundial.
Sin embargo, el tercer y tal vez más grave yerro por un fallo de omisión fue una falta de conocimiento de sí mismos. Dando por sentado que EE.UU. gozaba de una posición de supremacía total (concepto que incluye el control total sobre países ocupados) y, en consecuencia, se hallaba en condiciones de actuar a placer en Irak, no supieron apreciar los notablemente enraizados tres puntos flacos estadounidenses.
Ante todo, EE.UU. padece un déficit económico crónico que motiva su creciente dependencia de capital extranjero y le hace andar mal de recursos a la hora de promover la construcción democrática de un país o la reconstrucción política de un Estado desmoronado y roto.
En segundo lugar, EE.UU. padece asimismo un déficit crónico de tropa, lo que significa que no puede mantener suficientes efectivos para garantizar la ley y el orden en territorio ocupado. Y, en tercer lugar, EE.UU. ha padecido un déficit crónico de atención por la sencilla razón de que, tras un par de años de sufrir bajas aún no excesivas, lo cierto es que se ha enfriado el entusiasmo de los estadounidenses por guerras en puntos distantes del planeta.
Existe, sin embargo, un cuarto déficit que he olvidado mencionar y es el déficit crónico de legitimidad que aqueja actualmente a EE.UU. Las conclusiones más recientes del Pew Global Attitudes Survey —compendio de sondeos de opinión internacionales— revela el grado de caída libre de EE.UU., a ojos de otros países, a lo largo de los últimos seis años.
Pese a todo ello, la conclusión lógica no es que EE.UU. deba volver a casa y sonreír, como decía una canción de George Henry Powell (1880-1951). Porque, ¿cuál es la alternativa viable a la hegemonía norteamericana: benevolencia o yerro? Así las cosas, Fukuyama deposita sus esperanzas en un nuevo multilateralismo, tratando de insuflar aliento vital en el cadáver de la ONU y organismos afines en tanto que los franceses fantasean pensando que Europa debería actuar como contrapeso de la potencia estadounidense.
Pero, cuando a los ciudadanos de otros países se les pregunta: «¿Sería el mundo más seguro si otro país fuera tan poderoso como EE.UU.?», por regla general responden: «No». Convengamos en que nosotros y los turcos estamos divididos a partes iguales sobre la cuestión, pero una mayoría de rusos, alemanes e incluso jordanos, marroquíes y pakistaníes consideran que el mundo sería menos seguro si existiera una segunda superpotencia. Me pregunto cuál es ese otro país que les inquieta. ¿Tal vez su nombre empieza por C?
Cuanto antecede no nos está diciendo que la hegemonía estadounidense haya llegado a su fin y debiera rebobinar la película…, nos dice que no existe opción viable mejor. Con permiso de Fukuyama, EE.UU. no necesita decir «lo siento» a la hora de librarse de Saddam Hussein. Necesita, por el contrario, ser un país más realista, mejor informado a nivel histórico y menos despilfarrador desde el punto de vista económico y fiscal, aparte de mantener y subrayar su propia presencia. Soy el más firme partidario de reconocer los errores. No obstante, mejor será corregirlos.
El autor es profesor de historia en la Universidad de Harvard.
- 23 de julio, 2015
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