Se acabó la discusión
Hace 25 años unos jóvenes economistas dirigidos por José Piñera modificaron el sistema de pensiones de Chile. Crearon un modelo de jubilación basado en cuentas de capitalización individuales. Era la alternativa al tradicional sistema de reparto, en el que el trabajador no cotiza para su propio beneficio cuando llegue la vejez, sino para pagar las pensiones de los jubilados. En ese momento, en 1981, el 52% de los asalariados chilenos estaba afiliado a la caja general de pensiones. A los trabajadores se les dio la oportunidad de permanecer en el organismo público o lanzarse a la aventura de colocar sus ahorros mediante unas instituciones financieras privadas que invertían en el mercado los fondos recibidos, aunque las operaciones estaban, por supuesto, estrictamente reguladas por el Estado.
Ante esa audaz medida la izquierda se fue a las barricadas en todas partes. Se estaba privatizando el sistema de pensiones y eso parecía ser una agresión a la solidaridad proletaria. Ya las cotizaciones de los trabajadores no serían utilizadas para sostener a los retirados, sino para fomentar la codicia individual. Por otra parte, en el leonino universo del mercado y de los intereses personales se predecía que los aportes de los trabajadores terminarían en las cuentas suizas de algunos empresarios corruptos o en las arcas de las grandes multinacionales imperialistas.
Bien: ya ha pasado un cuarto de siglo y el economista Cristián Larroulet, uno de los más respetados de Chile, acaba de hacer el balance: hoy el 68% de los trabajadores forman parte del sistema de pensiones. La inmensa mayoría optó por el modelo privado, y la pensión promedio que reciben esos jubilados es de $638 dólares mensuales, una cantidad muy notable para América Latina. Los que permanecieron en el sistema público, en cambio, apenas obtienen $270. Eso no quiere decir que la reforma de las pensiones haya sido perfecta (Larroulet sugiere 18 medidas para mejorarla), pero poner en duda la superioridad del sistema de capitalización frente al de reparto, tras la experiencia chilena de veinticinco años, requiere una tozudez ideológica rayana en la mala fe.
No obstante, para quien tenga una mínima capacidad de reflexión, lo sucedido con el sistema chileno de pensiones va mucho más allá de un simple acierto en la gerencia de recursos. Ese ejemplo demuestra que las personas saben defender sus intereses mucho mejor que el Estado. Demuestra que la empresa privada, debidamente sometida a leyes razonables y justas, es más eficiente que el sector público. Demuestra que quienes dicen defender los intereses de los proletarios lo que usualmente consiguen es dañarlos.
Incluso, es posible pensar que el sistema de reparto, aunque pasa por ser una tierna opción solidaria, en realidad es una transacción que bordea la estafa. Resulta que durante décadas el trabajador aporta una parte de su salario al sistema público de jubilaciones, es decir, le entrega al Estado un dinero que es su propiedad personal, a veces su única propiedad, ganado con su esfuerzo, pero a partir de ese momento el trabajador pierde todo el control sobre ese bien. No está en sus manos decidir cómo o quiénes lo administran. No puede cambiar la institución fiduciaria que lo maneja, aunque constantemente le informan que el sistema de jubilaciones está quebrado, o quebrará en el futuro, lo que agrega incertidumbre y ansiedad a lo que debiera ser una simple y transparente operación de ahorro, inversión y acumulación de intereses y beneficios.
En el sistema de repartos, si el asalariado decide dejar de trabajar no puede recuperar su dinero. Si muere soltero antes de llegar a la edad de jubilación, ese dinero no irá a manos de su familia, sino resultará íntegramente confiscado por el Estado. Si muere estando casado, el cónyuge recibirá la pensión, pero ésta no pasará a los hijos adultos. Para el Estado lo ideal es que al asalariado le dé un infarto fulminante al día siguiente de la fecha de jubilación para no tener que pagarle. No es que el Estado sea un mal administrador: es que bordea el gangsterismo e impide que el producto del trabajo del asalariado se convierta en patrimonio familiar para mejorar las condiciones de vida de las generaciones futuras.
A trancas y barrancas, la experiencia chilena está fructificando en otras naciones, aunque también hay lamentables retrocesos. Los alemanes la estudiaron y hoy ensayan una especie de jubilación paralela. Al presidente Bush le gustaría privatizar la Seguridad Social a la manera chilena, pero es difícil que los sindicatos se lo permitan. En Bolivia, es probable que Evo Morales deshaga las reformas privatizadoras hechas en tiempos de Sánchez de Lozada. Sencillamente, el prisma ideológico impide un examen desapasionado de lo sucedido en Chile. Mucha gente no quiere admitir que la discusión ya se acabó: el sistema de jubilación basado en las cuentas personales de capitalización es muy superior material y moralmente. Lo demuestra el caso chileno.
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