Los abusos del poder
Por José Luis Ortiz
El Expreso de Guayaquil
El poder político por lo general se constituye en un fenómeno autónomo respecto de su origen. Cuando se trata de la conclusión de procesos electorales o de acontecimientos irregulares, como una revuelta o una revolución, sus resultados: la asunción a los niveles de dirección del Estado, convierte al ungido en el beneficiario directo del poder. Este lo detentará diciendo que lo hace en nombre del mandato popular, no importa que haya surgido de la experiencia eleccionaria o de una asonada, y con ello cubrirá o tratará de cubrir el hecho real de haber sustituido los intereses sociales por los suyos propios.
De modo que los electores en el primer caso, o los propiciadores en el segundo, habrán finalizado su rol precisamente el momento en que el designado pasó a asumir las funciones de mando.
Este fenómeno de la política: el divorcio entre el poder del Estado y su fuente (la voluntad de la sociedad), ocurre en cualquier tipo de régimen, sea autoritario o democrático, de izquierda o de derecha. En la historia tenemos ejemplos muy concretos y significativos; gobiernos que se instauraron luego de procesos revolucionarios armados, con amplio apoyo y movilización social, proclamando cambios de fondo en la economía, la institucionalidad y los mecanismos de participación colectiva, y luego se convirtieron en pesadas y manipuladoras burocracias, de partido único y líderes mesiánicos.
Tenemos también regímenes que surgieron de apoteósicos pronunciamientos electorales y terminaron en una suerte de círculos cerrados de disfrute para el jefe y sus más cercanos acólitos. Tanto en unos como en otros los justificativos que alimentaron el núcleo central del discurso fueron “la voluntad popular”, “el mandato libre y soberano del pueblo”, “el alma nacional”.
El adulo indiscriminado a ese pueblo, y la reiteración de un sobajeo demagógico, dieron lugar a largas piezas oratorias que llegaron a constituirse hasta en verdaderos íconos en el creativo ámbito de la comunicación política.
En este desfilar de histriónicos personajes nos hemos topado con verdaderos magos de la palabra; disertadores de largas tramas, de trágicos requiebros y ocurrencias risibles; contorsionistas y bailarines obligados de cumbia y reggaeton.
Pero también con otros, desprovistos totalmente de gracejo y humor; más bien grotescos, hirientes y hasta groseros. Se trata de una especie nueva de detentadores del poder; de seres convertidos de la noche a la mañana en personas importantes, y convencidos de pertenecer a una casta privilegiada, a cuyos pagos desde luego nadie puede aspirar.
El centro son ellos y el resto los demás. Se sienten autorizados por el juez de su ego para burlarse de la gente, para regodearse en la tontería de sus declaraciones y para convencerse de que la inteligencia y el saber están exclusivamente de su lado. Son aquellos que en nuestro medio se van por encima del dolor de la familia que pierde a un ser querido; los que prohíben que en una motocicleta vayan dos personas porque si lo hacen son delincuentes; los que luego, con gesto de sobrada suspicacia, manifiestan que tal prohibición fue un truco para que la colectividad se distraiga de los reales problemas y que, en eso que para ellos es la política, toda medida es válida como cualquier movida de ajedrez. Son los que no perciben la profundización de la indignación popular.
Hasta para ser demagogo hay que tener atributos.
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