La segunda oportunidad
El Comerico, Lima
La victoria de Alan García en las elecciones presidenciales peruanas ha significado un serio revés para Hugo Chávez, el cuasi dictador venezolano, y sus ambiciones megalómanas de crear una clientela de estados fieles a lo largo y ancho de América Latina, que seguirían el modelo populista, nacionalista y estatista que va convirtiendo a pasos rápidos a Venezuela en la típica republiqueta tercermundista.
Y probablemente ha salvado a la democracia peruana de desplomarse bajo un nuevo autoritarismo militar, encabezado por el comandante Ollanta Humala, admirador convicto y confeso del dictador Juan Velasco Alvarado, el general que acabó con el gobierno constitucional en el Perú en 1968 (la democracia solo se restablecería doce años después).
Ha hecho bien, pues, la inmensa mayoría de votantes de la social-cristiana Lourdes Flores, en la primera vuelta de las elecciones peruanas, en apoyar al candidato del Apra y darle la victoria. Para muchos no ha sido una decisión fácil, desde luego, porque en la memoria de todos está todavía fresca la catastrófica gestión de Alan García en su primer gobierno, que produjo hiperinflación, corrupción, una insensata guerra con el sistema financiero internacional que declaró al Perú "inelegible" para obtener créditos, caída del empleo, fuga de capitales y paro de contar, lo que desembocó en la dictadura de Fujimori y Montesinos. "¿Cómo, con semejantes credenciales, ha podido pedir usted el voto por Alan García?", me han reprochado algunos críticos. Porque, a pesar de su lamentable actuación como gobernante, el líder aprista respetó en líneas generales la democracia y, por ejemplo, nos permitió a quienes nos movilizamos para impedir la nacionalización de todo el sistema financiero en 1987, atajar, recurriendo a los métodos que la legalidad autoriza, semejante medida que hubiera hundido aun más la desquiciada economía peruana. Y porque garantizó unas elecciones más o menos libres. Con el comandante Ollanta Humala en el poder tengo la seguridad casi absoluta de que la frágil democracia que tenemos los peruanos se hubiera desintegrado una vez más.
Dicho esto, hay que añadir que las circunstancias internacionales y los electores peruanos le han dado, una vez más, a Alan García una oportunidad poco menos que milagrosa para que se redima de sus errores pasados y haga una gestión que enrumbe de una vez por todas al Perú por el camino de la modernidad, es decir del progreso, la prosperidad y la libertad. Eso es perfectamente posible si, en vez de lo que hizo entre 1985 y 1990, hace ahora lo que han hecho los gobernantes de países como Chile y España, luego de la transición hacia la democracia, un ejemplo de desarrollo acelerado en lo económico y de reforzamiento progresivo de la sociedad civil, de las instituciones, de la movilidad social, del empleo y de la coexistencia en la legalidad.
Nada de eso está reñido, más bien al contrario, con políticas encaminadas a reducir la marginalidad y la extrema pobreza de amplios sectores de la sociedad, cuyo rechazo del sistema y propensión a dejarse seducir por los cantos de sirena de la demagogia, el extremismo y el populismo explican el éxito notable del comandante Ollanta Humala que, en apenas un año, ha sido capaz de constituir un movimiento que le ha dado casi el 48% de los votos válidos en esta segunda vuelta electoral. Esa enorme masa se siente comprensiblemente frustrada al ver que el crecimiento de la economía y los excelentes datos de la macroeconomía en estos últimos años en el Perú no la han beneficiado casi, ya que, por la rigidez de las estructuras de la sociedad peruana, el auge económico se confina en sectores urbanos y costeños y, sobre todo, en las capas de más altos ingresos de la población.
El denostado gobierno de Alejandro Toledo deja a Alan García, oh paradoja, una situación que, pese a lo dicho en el párrafo anterior, se puede llamar floreciente. Una inflación totalmente controlada, la más alta cifra de reservas monetarias de la historia del Perú y un apogeo sin precedentes de las exportaciones. En los últimos cinco años la economía peruana ha crecido en 25%, el crédito internacional del país es sobresaliente y las inversiones extranjeras, que en este último lustro han empezado a retornar, solo esperan la luz verde del nuevo gobierno para seguir volcándose en un país que, por fortuna, tiene una gran variedad de recursos por aprovechar. Si el presidente Alan García actúa con responsabilidad e inteligencia, y renuncia a toda demagogia, estos cinco años podrían ser decisivos para que el país despegue por fin, como lo han hecho Chile y España, hacia una etapa de progreso sostenido.
El contexto internacional le es también excepcionalmente favorable. La verdad es que tanto Estados Unidos, como la Unión Europea, y todos los países industrializados han visto con alivio el triunfo de un candidato que, no por iniciativa suya, sino por la manera como el cuasi dictador venezolano había despotricado contra él amenazando incluso con romper relaciones con el Perú si su protegido Ollanta Humala no ganaba las elecciones, se había convertido, a escala continental, en el escollo que encontraba Hugo Chávez para extender su influencia continental. Es obvio que, en esas condiciones, Alan García sube al poder con el beneplácito de la comunidad internacional y, en especial, de los países desarrollados y las grandes democracias que ven con creciente angustia los desafueros y provocaciones del jefe de Estado de un país cuyas inmensas reservas petroleras le dan un protagonismo indiscutible en la escena internacional. No aprovechar esta circunstancia para impulsar la modernización del Perú sería imperdonable, desde el punto de vista del país, y del propio Alan García. Porque es seguro que el cartero no volverá a tocarle la puerta una tercera vez.
Es verdad que la formidable fuerza popular que ha respaldado a Ollanta Humala en estas elecciones no le permitirá una vida fácil al nuevo gobierno. Acaso lo más impresionante es que en ella están todas las regiones del sur y los sectores sociales más desfavorecidos del Perú, es decir aquellos peruanos a los que las políticas nacionalistas, estatistas y socializantes de Humala hubieran empobrecido todavía más. Pero eso no es de sorprender. En verdad, lo que ha llevado a este sector de peruanos a favorecer la opción Humala ha sido algo más negativo que positivo: la cólera y la desmoralización que les producen la corrupción y una clase política incompetente, en la que los parlamentarios ganan un mínimo de diez mil dólares al mes (tres veces más de lo que gana un parlamentario en Suecia, el país más caro de Europa) en tanto que un maestro a duras penas llega a trescientos, y la sensación de estar condenados a vegetar en la misma situación, sin que se les abran por lado alguno oportunidades de mejorar su condición. Esta es la gran tarea por hacer en un país como el Perú: devolver a los marginados la confianza de que dentro del sistema democrático las posibilidades de progresar, encontrando trabajos estables, existen y están al alcance de todos.
Ese estado de cosas solo se logra si un gobernante entiende el mundo en que vivimos y aprovecha las lecciones que, por doquier, muestran a quien no está ciego y sordo a la realidad que lo rodea, cuáles son las políticas que hacen prosperar a un país y cuáles lo arruinan y barbarizan. Es evidente que estas políticas no pueden ser las de Cuba, donde un pueblo esclavizado hace medio siglo solo espera la muerte del patriarca para empezar, otra vez, a levantar cabeza, ni las de Venezuela, donde, a pesar del maná petrolero y el derroche asistencialista, la situación de los pobres empeora. O las de Bolivia, donde las nacionalizaciones han secado las inversiones y tendrán sin duda las mismas consecuencias que las que hizo Velasco Alvarado en el Perú. España y Chile no son los únicos ejemplos de países que en un cuarto de siglo han progresado a pasos de gigante. Irlanda, los países bálticos, las antiguas democracias populares de Europa Central, los países asiáticos de la cuenca del Pacífico, Nueva Zelanda, la India, la lista podría ser muy larga. Todos han hecho lo mismo: abrir sus fronteras, integrar sus economías al resto del mundo, estimular la inversión y mantener una moneda estable, a la vez que asegurar a través de la educación, el fomento de la cultura y la diseminación de la propiedad privada entre quienes no tienen acceso a ella, aquella igualdad de oportunidades sin la cual la democracia será siempre coja y manca aunque haya elecciones libres y se respete la libertad de prensa.
Lo peor que podría hacer García, en el país dividido y enconado por la campaña electoral, es convertir su gobierno en un monopolio del partido aprista, sabiendo que su victoria solo ha sido posible gracias a los votos que emigraron hacia él de fuerzas políticas adversarias y de independientes que no le eran favorables, para evitar el triunfo de Humala. La mejor y más inmediata demostración de que no es el mismo que subió al poder en 1985 es pedir la colaboración de gentes capaces e íntegras cuya sola presencia en su gobierno muestre a la opinión pública que esta vez no habrá contemplaciones con la corrupción y que es sincera su afirmación de que su gobierno no tendrá un carácter sectario ni prohijará el mercantilismo. La primera prueba que deberá pasar es la relativa a la aprobación parlamentaria del tratado de libre comercio con Estados Unidos. Este acuerdo, que abrirá para los productos peruanos el enorme mercado estadounidense, es un requisito indispensable para mantener el ritmo de crecimiento de la economía peruana y el mejor indicativo para los inversionistas extranjeros de que el nuevo gobierno tiene de veras el propósito de atraer los capitales que el Perú necesita y de integrarse al mundo en vez de ensimismarse en el solipsismo nacionalista que solo trae más pobreza y subdesarrollo.
MADRID, JUNIO DE 2006
© MARIO VARGAS LLOSA, 2006.
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