La Distancia que Separa a Lula da Silva de Wen Jiabao
Por Carlos Alberto Montaner
El Iberoamericano
Lula da Silva, como tantos políticos latinoamericanos de izquierda, no ha conseguido entender del todo una realidad incuestionable que los chinos hoy comprenden perfectamente: que es una soberana estupidez pensar que las naciones capitalistas del mundo les cierran las puertas del desarrollo a los países más atrasados. ¿Cómo los dirigentes chinos cambiaron su percepción de la economía y de las relaciones internacionales? Muy sencillo: observando el destino de otros chinos más afortunados.
A Javier Solana, el hábil ministro de Relaciones Exteriores de la Unión Europea, se le escapó una reveladora confidencia. Según contó en un seminario realizado recientemente en España, Lula da Silva, con cierta melancolía, le narró su frustrante experiencia con las autoridades chinas. El brasilero había ido a Pekín a tratar de reclutar a los chinos para la creación de una especie de eje político-económico que incluiría a China, India, Sudáfrica y Brasil, pero no halló la menor receptividad entre los chinos, que eran, naturalmente, la pieza clave de ese polo emergente del tercer mundo que Lula intentaba fomentar.
La anécdota sirve para entender la fundamental diferencia que separa la visión internacional del primer ministro chino Wen Jiabao, un ingeniero geólogo y veterano apparatchik, y la de Lula da Silva, ex líder sindical y presidente de los brasileros. El asiático es un estadista pragmático, más interesado en continuar la increíble hazaña económica de su país que en entregarse a rivalidades políticas planetarias propias de la guerra fría, mientras que el latinoamericano, pese a su relativa y tal vez creciente moderación, continúa atrapado dentro de los falsos esquemas políticos de antaño que dibujaban un mundo hostil en el que se enfrentaban Este y Oeste, o Norte y Sur, o países pobres y ricos, panorama beligerante que supuestamente exigía protegerse bajo la bóveda de algún bloque salvador.
Jiabao, al igual que sus antecesores desde hace quince o veinte años, había aprendido una lección que Lula da Silva, como tantos políticos latinoamericanos de izquierda, no ha conseguido entender del todo: es una soberana estupidez pensar que las naciones capitalistas del mundo les cierran las puertas del desarrollo a los países más atrasados. Esa era una flagrante mentira propagada por el marxismo e irresponsablemente repetida por diversas voces de esa vasta familia de gente amodorrada por la ideología y las consignas huecas, que los dirigentes de China continental han desterrado de sus análisis.
¿Cómo los dirigentes chinos cambiaron su percepción de la economía y de las relaciones internacionales? Muy sencillo: observando el destino de otros chinos más afortunados. En 1976, cuando muere Mao, los chinos mejor informados, especialmente quienes estaban situados en la cúpula dirigente del Partido Comunista, ya habían advertido una hiriente realidad que los alejaba de los dogmas tercamente defendidos por el Gran Timonel: los chinos de Hong Kong, Taiwan y Singapur iban camino de la riqueza, la prosperidad y el desarrollo popular. Los chinos que creían en la propiedad privada y el mercado, los que habían abrazado la globalización, triunfaban. En cambio, los que continuaban aferrados a las supersticiones del colectivismo y agitaban el Libro rojo en las manifestaciones masivas, vivían en medio de la miseria y la escasez.
Por eso Wen Jiabao ignoró desdeñosamente la convocatoria de Lula. ¿Para qué enfrentarse a Estados Unidos y a las otras potencias económicas si, gracias a las buenas relaciones comerciales, industriales y financieras con el gran mundo capitalista, China ha conseguido que trescientos millones de personas ingresen en las clases medias y consuman como ellas? A China, que posee más de 800 mil millones de dólares en reserva, es el segundo acreedor de Estados Unidos y el primer exportador a ese país, lo que le conviene no es el conflicto con Washington, y mucho menos su ruina, sino el éxito creciente de la nación americana y de la Unión Europea para poder mantener tasas anuales de crecimiento del diez y doce por ciento, con el objeto de poder rescatar de la miseria a los mil millones de chinos que todavía esperan en la cuneta una oportunidad de vivir dignamente.
Es curioso que lo que China e India han entendido de una manera tan meridianamente clara –como cuenta Andrés Oppenheimer en su exitoso libro Cuentos chinos– resulte confuso para los gobernantes de países como Brasil, Argentina, y Uruguay –por sólo mencionar a la pacífica izquierda vegetariana, zambullida en el error sólo hasta la cintura–, ignorando los casos perdidos de Cuba, Venezuela y Bolivia, naciones dominadas por la irracionalidad absoluta.
Es desconsolador saber que México, con sus cien millones de habitantes, esté a punto de dar un paso hacia el error con la probable elección de Andrés Manuel López Obrador, el próximo 2 de julio. ¿A qué se debe esa pertinaz ceguera latinoamericana? Tal vez la respuesta a esta pregunta está más cerca de la psiquiatría que de la política.
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