Papeleras: errores a dos voces
EL conflicto de las papeleras no es un enfrentamiento entre el pueblo argentino y el pueblo uruguayo, sino un choque entre dos gobiernos que han mostrado un altísimo grado de impericia. Y es también una historia con moraleja, que nos obliga a recordar que el peor pecado en política es volverse incomprensible.
Tal como ocurre en el tránsito, en política es esencial emitir las señales adecuadas. Sólo si uno se hace inteligible para los demás puede aspirar a que los otros actúen de manera inteligible para uno. Cuando esto no ocurre, el resultado puede parecerse a una pelea de borrachos en la oscuridad.
Parte de las dificultades argentinas para manejar la situación se deben a la larga serie de mensajes inconsistentes que recibieron de parte de la administración de Tabaré Vázquez. Por lo menos hubo cuatro fuentes de confusión que están ligadas a la falta de profesionalismo y a la escasa estatura política del actual gobierno uruguayo.
La primera fuente de confusiones es la inconsistencia de las posturas del propio Vázquez respecto de la instalación de las plantas en Río Negro.
Es inocultable que mientras fue líder de la oposición Vázquez estuvo en contra. Su posición sólo cambió una vez que llegó al gobierno.
Por cierto, nada de esto es una novedad en política. Las volteretas entre el antes y el después de las urnas son tan antiguas como las elecciones mismas. Pero es un error suponer que porque son antiguas siempre es posible realizarlas sin pagar costos.
Los cambios de rumbo defraudan expectativas, y no siempre los defraudados son inofensivos. Haber tenido una postura contraria a la instalación de las plantas puede haber generado la idea de que Vázquez, una vez convertido en presidente, no estaría dispuesto a hacer un gasto demasiado grande para defenderlas. Esta sensación puede haber llevado al gobierno argentino a apoyar al gobernador Busti, no porque pudiera perder la batalla, sino, precisamente, porque podía ganarla.
Después de todo, mucha gente tenía la sensación de que en el caso de haber perdido las elecciones Vázquez hubiera corrido a abrazarse con el pueblo movilizado de Gualeguaychú.
La segunda fuente de confusiones nació justo antes de las elecciones uruguayas, cuando el presidente Néstor Kirchner aprobó un feriado para los uruguayos residentes en la Argentina. Toda la información disponible indicaba que la medida favorecería los intereses electorales del Frente Amplio, por lo que nadie tuvo dudas de que se trataba de un favor político. El gesto de la administración Kirchner era también un acto de intromisión en los asuntos internos de un país soberano, lo que habla muy mal de su estilo de gobierno. Pero lo peor es que Vázquez aceptó el favor. En lugar de rechazar la propuesta y jugarse a su capacidad de recoger votos en Uruguay, corrió a intercambiar señales públicas de amistad con el presidente Kirchner. Y con ese error mostró sus limitaciones como candidato presidencial, porque cualquiera sabe que entre jefes de Estado no hay almuerzos gratis. Al aceptar el favor que Kirchner le hacía, Vázquez aceptó un regalo envenenado. Ciertamente, recibió una cantidad de votos que resultaron cruciales para lograr la victoria, pero generó en Kirchner la expectativa de ser retribuido. Vázquez podría haber rechazado el favor y haber quedado con las manos libres o (lo que hubiera sido peor, pero, al menos, coherente) podría haber aceptado el favor y luego retribuirlo. Sin embargo, al aceptar el apoyo y, consiguientemente, la intromisión en los asuntos internos de Uruguay, pero luego negarse a retribuirlo, defraudó al acreedor que él mismo había fabricado.
La tercera inconsistencia de Vázquez se produjo en Santiago de Chile, durante las ceremonias de asunción de la presidenta Michele Bachelet. Como se recordará, en esa oportunidad los dos presidentes se presentaron en una conferencia de prensa. Mientras Kirchner guardaba un prudente silencio, Vázquez pidió, en nombre de los dos, un “gesto” a los piqueteros –que levantaran los cortes– y otro a las empresas, que detuvieran las obras. Esta medida tomó por sorpresa al Uruguay entero, ya que en el momento de salir rumbo a Chile Vázquez había explicado su posición sobre el tema. Según había declarado, no pensaba negociar mientras hubiera cortes de puentes y en ningún caso aceptaría la interrupción de obras. Lo que los uruguayos le escucharon decir en Santiago no parecía encajar con sus palabras de despedida.
Pero lo ocurrido en Chile también tiene que haber resultado difícil de entender para el gobierno argentino. Vázquez se había mantenido firme durante todo el verano, a pesar de que los cortes dañaron seriamente la temporada turística uruguaya. Y justo en el momento en que el mayor daño estaba hecho (los cortes a partir de marzo perjudicarían más a la economía argentina que a la uruguaya) mostraba de pronto un talante conciliador. Es difícil saber cómo interpretaron estas oscilaciones los operadores de la administración Kirchner. Tampoco importa mucho averiguarlo, porque poco después Vázquez volvió a endurecer su posición. Pero es poco probable que el episodio haya ayudado a hacer inteligible la estrategia del gobierno uruguayo.
La cuarta inconsistencia tiene que ver con el tema de fondo del conflicto. La posición del gobierno uruguayo es que la alarma argentina no se justifica porque las plantas no serán contaminantes.
Pero si éste es el argumento principal, sería necesario profundizarlo. Porque es un hecho que entre las muchas personas que se han movilizado contra las plantas en la Argentina hay un buen número que cree genuinamente que el medio ambiente será dañado.
El gobierno uruguayo, sin embargo, no ha hecho más que repetir hasta el cansancio su disposición al monitoreo conjunto (una buena solución para cuando las plantas estén funcionando, pero inútil para desactivar la resistencia previa). Ni la cancillería uruguaya ni el Ministerio de Vivienda y Medio Ambiente (que se ha mantenido asombrosamente al margen del principal problema medioambiental de la historia uruguaya) han hecho nada por desarrollar un gran plan de comunicación, fundado en estudios independientes, que pudiera dar tranquilidad a la opinión pública argentina. Este silencio es inconsistente con la confianza que muestra el gobierno uruguayo, lo que inevitablemente genera suspicacias: si están tan convencidos de que las plantas no contaminarán, ¿por qué no hacen ningún esfuerzo para persuadir a quienes tienen dudas?
La posición uruguaya es difícil de entender cuando se la mira con ojos argentinos, pero la posición argentina también es difícil de entender para los uruguayos.
En este caso, los problemas de interpretación se resumen en tres puntos.
En primer lugar, sencillamente no es creíble que la motivación del gobernador Busti y del presidente Kirchner sea la protección del medio ambiente.
No es creíble en el caso de Busti porque es inocultable que él mismo intentó alentar proyectos de este tipo en suelo entrerriano. Y no es creíble en el caso de la administración Kirchner porque se trata de un gobierno que no ha hecho ningún esfuerzo por controlar las abundantes y poderosas fuentes de contaminación que cada día afectan el medio ambiente en la Argentina.
Puede que muchos manifestantes anónimos estén movidos por convicciones genuinas, pero ése no puede ser el caso de Busti ni de Kirchner. Es importante entender el alcance de esta afirmación: la existencia de problemas medioambientales en la Argentina no neutraliza la existencia de problemas medioambientales en Uruguay. Si estos últimos existen, existirán independientemente de que existan o no los primeros. Pero el punto es que los principales dirigentes políticos involucrados (Kirchner y Busti) aparecen en una actitud inconsistente cuando se presentan como campeones del medio ambiente.
Sin duda están en contra de las papeleras, pero no es creíble que lo estén por las razones ambientales que invocan. ¿Por qué actúan, entonces, de esta manera? Dado que esta pregunta no tiene una respuesta evidente, para muchos uruguayos sólo queda la sensación de estar siendo agredidos por el grandote del barrio.
El otro argumento esgrimido por el gobierno argentino es que, como una cuestión de procedimiento, el anterior gobierno uruguayo (esto es, la administración Batlle) ignoró lo establecido en el tratado sobre el río Uruguay al no informar previamente sobre los emprendimientos. Y nadie en la Banda Oriental parece dudar de que el gobierno argentino tiene razón en este punto. Pero los uruguayos también recuerdan que hubo una reunión sobre ese tema entre los cancilleres Bielsa y Opertti, que luego de esa reunión el tema se dio públicamente por superado y que el propio Kirchner incluyó ese acuerdo entre los logros de su gestión, tal como los presentó al Congreso.
Si la respuesta dada por Uruguay hubiera sido considerada insuficiente, el gobierno argentino no hubiera debido actuar como actuó en ese entonces. Esta nueva inconsistencia lleva a los uruguayos a pensar que la insatisfacción con el procedimiento tampoco es la verdadera motivación de la administración Kirchner. Y, una vez más, hay campo libre para la sospecha.
La tercera inconsistencia del gobierno argentino se plantea entre su insistencia en la necesidad de respetar las normas que rigen los vínculos entre ambos países y su negativa a asegurar la libre circulación por los puentes internacionales. Un gobierno auténticamente preocupado por el derecho internacional y los derechos de los particulares hubiera levantado inmediatamente los piquetes. Que la administración Kirchner se haya negado a hacerlo (al tiempo que sí lo hizo cuando hubo cortes de ruta en Santa Cruz) les quita toda credibilidad a sus invocaciones al derecho internacional y, al menos a ojos uruguayos, hace ver el recurso a La Haya como una maniobra política.
La prueba del desconcierto uruguayo ante la actitud del gobierno argentino es la larga sucesión de pronósticos errados que se han acumulado. Inicialmente, la resistencia del gobernador Busti fue vista como un asunto de carácter electoral. “Todo termina en octubre” era la frase que resumía las expectativas de muchos dirigentes políticos y de la propia opinión pública. Luego, cuando la oposición de Busti se mantuvo, nació la expectativa de que, dejadas atrás las elecciones, el apoyo del presidente Kirchner se enfriara. La idea de que Kirchner y Tabaré eran presidentes amigos, o al menos “ideológicamente amigos”, todavía tenía fuerza. Más tarde todavía, muchos quisieron creer que lo de La Haya era una amenaza que el gobierno argentino no tenía la intención de cumplir. Para la opinión pública y para muchos dirigentes políticos uruguayos fue un genuino motivo de asombro que las cosas llegaran hasta donde llegaron.
La intensidad de la oposición argentina resulta tan incomprensible para el gobierno y la opinión pública uruguayos como incomprensible resulta el itinerario de la administración Vázquez para el gobierno y la opinión pública argentinos. Los responsables de esta situación son dos gobiernos que han actuado con oportunismo e impericia.
El pobre desempeño de ambos está generando toda clase de perjuicios: ha afectado gravemente el atractivo de la región como destino de inversiones y ha deteriorado el vínculo entre dos pueblos hermanos. En este contexto, lo peor que podemos hacer los ciudadanos es dejarnos entrampar en el juego que ambos gobiernos nos proponen. Y lo más lúcido que podemos hacer es abandonar toda tentación de patrioterismo para exigirles profesionalismo, previsibilidad y coherencia. © LA NACION
El autor es profesor titular de Filosofía Política en la Universidad Católica del Uruguay y autor de Historias de filósofos y Política & tiempo
- 23 de enero, 2009
- 21 de septiembre, 2015
- 29 de diciembre, 2024
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