Cuba, el muerto y el paraíso
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Es obvio que las campanas en Washington están tocando a muerto. Castro pronto cumplirá 80 años y la experiencia y el sentido común indican que es muy probable que se lleve la dictadura a la tumba. Es lo que suele ocurrir con las tiranías caudillistas. Ante esa perspectiva, la Casa Blanca ha anunciado un aumento en la ayuda a los demócratas de la oposición, mayores presiones contra quienes colaboren con los opresores, y la decisión de contribuir generosamente a un hipotético cambio de régimen en la Isla si se lo piden los propios cubanos. No se trata de imponerles a sangre y fuego el modelo democrático occidental y la economía de mercado, sino, simplemente, de ofrecer ayuda generosa a un hipotético gobierno de transición.
Aquí hay varias preguntas que hacerse. ¿Qué derecho tiene Estados Unidos a inmiscuirse de una manera tan abierta en los asuntos supuestamente internos de un país soberano? El problema es que Cuba, desde hace muchos años, es también un »asunto interno» norteamericano. Antes de la revolución vivían más norteamericanos en Cuba que cubanos en los Estados Unidos. Hoy el 20 por ciento de la población cubana –contando a los exiliados y a sus descendientes– radica en Estados Unidos, y se supone que ese porcentaje pudiera elevarse al 80 si los cubanos lograran emigrar libremente. Un símbolo de esa cubanización parcial de la vida política norteamericana estuvo en la persona que acompañó a Condoleezza Rice en la presentación del informe firmado por el presidente: Carlos Gutiérrez, Secretario de Comercio, un cubano llegado a Estados Unidos en la pubertad, hoy miembro del gabinete de Bush.
Además, en los casi cincuenta años de dictadura, Castro se ha inmiscuido incesantemente en los asuntos internos de Estados Unidos, auxiliando y dándoles asilo y protección a los grupos terroristas negros y puertorriqueños, sirviendo de puente y refugio a los narcotraficantes, desde Pablo Escobar a Robert Vesco y, en la época de la Guerra Fría, prestándole el territorio a los soviéticos para instalar misiles atómicos, estaciones de espionaje y bases navales para aprovisionar a los submarinos. Francamente, si hay un gobierno en el mundo que cree en el derecho a intervenir en los asuntos internos de otras naciones –el proclamado «internacionalismo revolucionario»–, es el de Cuba, así que Castro no debe quejarse del «internacionalismo democrático».
¿Es sincera la Casa Blanca cuando promete ponerle el hombro a la reconstrucción material de Cuba y a su destrozada infraestructura? Durante medio siglo de minuciosa incompetencia, Castro, el peor gobernante que ha tenido ese país, ha agravado hasta el martirio los problemas de vivienda, suministro de agua y electricidad, transporte y alimentación: ¿se echará Washington sobre sus hombros la inmensa tarea de aliviar y corregir la herencia de miseria horrenda que dejará el comunismo tras su devastador paso por la Isla? Yo creo que sí, pero no sólo porque los cubanoamericanos, con sus dos senadores, sus hábiles congresistas y sus exitosos empresarios son ya una fuerza considerable dentro del establishment norteamericano, sino porque la clase política estadounidense más alerta y sensible hoy está convencida de que el mejor escenario cubano para Estados Unidos es el de que exista en la Isla una sociedad pacífica y satisfecha, gobernada democráticamente, lo suficientemente próspera como para que los cubanos no piensen en continuar emigrando masivamente a la Florida.
Estados Unidos también aprendió su lección en Cuba. Coquetear con »hombres fuertes» como Batista sólo sirvió para franquearle la puerta a Castro. El cínico pragmatismo de respaldar a »our son of a bitch», siempre se paga con una desastrosa catástrofe. Los únicos gobiernos que realmente coinciden con los intereses de Estados Unidos son aquellos con los que se comparten valores e ideales: democracias plurales y prósperas en las que se respeten las libertades, incluidas las económicas, que son las que potencian la creación de riquezas.
Muerto Castro e iniciada la transición, existe una oportunidad única para realizar el »milagro cubano»: convertir a un pueblo de esclavos sometidos por el dogma comunista y empobrecidos por el colectivismo, en una nación próspera e industriosa de propietarios, instalada entre las más ricas del mundo, como sucede con Irlanda, Taiwán o Singapur, otras pequeñas islas. Esa transformación, asentada en el enorme capital humano que hay en el país, con la ayuda de Estados Unidos, las inversiones europeas y la intensa colaboración de la diáspora cubana, se puede llevar a cabo en el curso de una generación y a un ritmo sostenido de crecimiento anual de dos dígitos, como ya ocurrió en Cuba en la década de los cuarenta y parte de los cincuenta. Pero a ese paraíso, claro, se llega mediante un entierro largamente esperado.
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