El embrollo palestino (I)
Publicado originalmente en
(Repetimos este trabajo publicado originalmente el 10 de febrero de 2006. Lea el resto de esta serie de cuatro artículos en este blog: II, III y IV)
WASHINGTON – El pequeño espacio que se disputan árabes y judíos está ubicado en un mal lugar, porque desde antiguo ha sido motivo de interminables luchas. Las historias más viejas documentan pulseadas entre Egipto al sur y Mesopotamia al norte. Luego vinieron las sangrientas conquistas persas, griegas, romanas, árabes, cristianas, turcas e inglesas, hasta llegar al día de hoy, en que se eterniza la confrontación entre los dos pueblos arraigados a esa tierra: israelíes y palestinos. Un chiste judío narra que la razón por la cual los israelitas de los tiempos bíblicos marcharon de Egipto a Canaán se debió a la tartamudez de Moisés. Dios le dijo: “Lleva mi pueblo a la Tierra Prometida, la tierra que mana leche y miel; llévalo a Canadá” y Moisés ordenó a sus columnas con gran esfuerzo: “!Vamos a Can… can… na… án!” y los enterró en el peor sitio del mundo.
El vocablo Palestina no existía. No es mencionado ni una vez en la Biblia.
Los israelitas consiguieron unificar a las diversas tribus y pueblos que habitaban las tierras entre el río Jordán y el Mediterráneo bajo el reino de David, mil años antes de Cristo. David había nacido en la aldea de Belén (Beth-léjem, en hebreo, “casa del pan”) y designó su capital al estratégico caserío jebuseo, ubicado apenas diez kilómetros al norte; le impuso el nombre de Jerusalén (en hebreo, “ciudad de la paz”). Su hijo Salomón construyó el Templo y le dio aires de leyenda. Después se produjo una escisión entre el Norte y el Sur. El norte se llamó reino de Israel y el sur, reino de Judá. Los asirios conquistaron y destruyeron el reino del Norte. Siglos después los babilonios hicieron lo mismo con el Sur. Pero unas décadas más tarde el emperador Ciro, de Persia, auspició el regreso a Jerusalén, que ya había empezado a ser cantada en Salmos de exquisita inspiración 500 años antes de Cristo: Si me olvidara de ti, oh Jerusalén,/ mi diestra sea olvidada/ y mi lengua se pegue a mi paladar.
Luego de la breve conquista helénica, los macabeos recuperaron la independencia de Israel, que duró hasta la conquista romana. Los emperadores Vespasiano y Tito tuvieron que poner el pecho para frenar las sublevaciones y arrasaron Jerusalén, el Templo y varias fortalezas. Pero la resurrección de Judea hacía trepidar porciones sensibles del Imperio y los romanos no perdían ocasión para aplastar el menor movimiento rebelde. No olvidemos que un agravio adicional a Jesús –herido con infinita crueldad y aparentemente derrotado– fue inscribir sobre la cruz que era “el rey de los judíos”. ¡Vaya rey!, se habrán burlado los romanos mientras se disputaban sus despojos.
¿Y Palestina?
Todavía nada, inexistente.
Un siglo y medio después de Cristo se produjo otra importante sublevación judía. Jerusalén estaba en ruinas, el templo arrasado, las fortalezas de Herodion y Massada hechas añicos. Un guerrero llamado Bar Kojba reinició la lucha, enloqueció a varias legiones y consiguió una relativa independencia. Los romanos tuvieron que mandar ochenta mil hombres al mando del famoso general Julio Severo. Cuando consiguieron penetrar en la última fortaleza de Bar Kojba tras un prolongado sitio, lo encontraron muerto, pero enrollado por una serpiente. El oficial romano exclamó: “Si no lo hubiese matado un dios, ningún hombre lo habría conseguido”. Adriano era el emperador de turno y el inolvidable libro de Marguerite Yourcenar dedica muchas páginas a ese levantamiento. Adriano pensó que debía cortar de raíz las reivindicaciones de los judíos. Prohibió que visitaran Jerusalén, a la que le cambió su nombre por el de Aelia Capitolina y suprimió la palabra Judea o Israel por Palestina.
¡En este momento aparece Palestina, en el siglo II!
¿De dónde se obtuvo? Fue otra humillación romana. Palestina se escribía en latín Phalistina y hacía referencia a los filisteos, que la Biblia menciona desde Josué hasta David. Significa “pueblo del mar”. Habían llegado desde Creta, probablemente tras la implosión de la civilización minoica y se establecieron en la costa sur del territorio. Jamás lograron conquistar el resto del país y terminaron integrados por completo al reino davídico, porque después dejaron de existir. Nunca más hubo filisteos ni grupo que los reivindicase. Se convirtieron en judíos. Quizás Einstein, Kafka, Marc Chagall, Arié Sharón o Golda Meier descendieran de antiquísimos filisteos; ¿quién puede saberlo?
Pero la palabra Phalistina no tuvo suerte. A ese territorio –que adquirió relevancia extraordinaria por la Biblia, que es la base del cristianismo y luego del Corán– los judíos lo siguieron llamando “Eretz Israel” (tierra de Israel), los cristianos Tierra Santa y después los árabes la bautizaron Siria meridional. Los cristianos fundaron el efímero reino latino de Jerusalén y durante el Imperio Otomano el país fue convertido en un provincial y despreciado Vilayato. Jerusalén perdió brillo, el país se despobló y secó. Viajeros como Pierre Loti y Mark Twain testimonian que atravesaban largas distancias sin ver un solo hombre.
El nacionalismo judío y árabe nacieron casi al mismo tiempo, a fines del siglo XIX. Este último floreció más en Siria, a cargo de pensadores y activistas cristianos que recibieron influencias europeas. Los sirios acusaron a los sionistas, es decir, a los nacionalistas judíos, de haber inventado la palabra “Palestina” para quedarse con Siria meridional. En realidad, había resucitado como una palabra neutra frente al desmoronamiento del Imperio Turco.
La presencia judía en Tierra Santa fue una constante y el alma judía añoraba año tras año, siglo tras siglo, milenio tras milenio, la reconstrucción de Eretz Israel con el mismo fervor que antes, junto a los nostálgicos ríos de Babilonia; nunca dejaron de repetir: “¡El año que viene en Jerusalén!”. A fines del siglo XIX, empezaron a llegar oleadas de inmigrantes que se aplicaron a edificar el país con caminos, kibutzim, escuelas, institutos técnicos y científicos, forestación obsesiva, universidades, flores, teatros, naranjales, una orquesta filarmónica, aparatos administrativos. Cuando terminó la Primera Guerra Mundial, Palestina quedó en manos del conquistador británico por mandato de la Liga de Naciones. Quienes nacían en esa tierra eran palestinos, fuesen judíos o árabes. Los judíos se llamaban a sí mismos palestinos, antes de la independencia.
Los árabes tardaron más en tomar conciencia de su identidad nacional. Gran Bretaña, advertida de la compulsión judía por su independencia, amputó dos tercios de Palestina e inventó el reino de Transjordania. Consideró aliados a los árabes y creó la Liga Arabe, en 1945, para mantener el dominio de la región. Después de la segunda Guerra Mundial, arreció la demanda emancipadora judía y la potencia colonial llevó el caso a las Naciones Unidas para provocar su condena. El tiro le salió por la culata: las Naciones Unidas votaron el fin del Mandato Británico y la partición de Palestina en dos Estados, uno judío y otro árabe. Los judíos celebraron la resolución, pero los países árabes decidieron violar sin escrúpulos la decisión de las Naciones Unidas y barrer “todos los judíos al mar”, como lo atestiguan numerosos documentos de la época.
La guerra se presentaba como un nuevo genocidio. El flamante Estado de Israel no tenía armas –¿quién las vendería a un inminente cadáver?– y debió enfrentar a siete ejércitos enemigos con las uñas y los dientes. Fue una lucha desesperada, muchos hombres y mujeres eran sobrevivientes de los campos nazis. Como consecuencia de esa guerra desigual –iniciada por los árabes y no deseada por los judíos–, aparecieron los refugiados. Refugiados árabes y refugiados judíos. Estos últimos eran los ochocientos mil judíos expulsados de casi todos los países árabes en venganza por la derrota; fueron recibidos en Israel, pese a sus dificultades iniciales, y los integraron a la vida normal. Los seiscientos mil refugiados árabes, en cambio, fueron encerrados en campamentos donde se los mantuvo aislados, sometidos a la pedagogía del odio y el desquite. Transjordania usurpó Cisjordania y Jerusalén Este, por lo cual cambió su nombre por el de Jordania; Egipto se quedó con la Franja de Gaza. Durante diecinueve años de ocupación árabe, jamás se pensó ni reclamó crear un Estado árabe palestino independiente en esos territorios.
Sólo después de la Guerra de los Seis Días, también deseada por los Estados árabes, se produjo la ocupación israelí y la historia pegó un brinco asombroso. Será el tema de mi próxima nota, dentro de siete días.
Esta es la primera de una serie de cuatro notas que LA NACION publicará los viernes 17 y 24 del actual, y se completará el 3 de marzo.
- 23 de julio, 2015
- 4 de septiembre, 2015
- 10 de junio, 2015
- 25 de noviembre, 2013
Artículo de blog relacionados
- 30 de junio, 2017
The Wall Street Journal El fiscal argentino Alberto Nisman murió de un disparo...
27 de junio, 2016Noticias AOL Michael Chertoff es el jefe del Departamento de Seguridad Nacional de...
11 de diciembre, 2008- 14 de septiembre, 2021