Castro, Chávez y el odio al imperio
La enfermedad de Fidel Castro generó en nuestro continente el fervor militante de las izquierdas, el ditirambo hasta en medios audiovisuales que supuestamente no son de izquierda, la adhesión sin matices de los gobiernos populistas y, del otro lado, un silencio incómodo en sectores de vocación democrática y manifestaciones decididamente adversas sólo entre los exiliados de Miami.
Si un observador desprevenido se atuviera a lo que vio en estos días, podría concluir que América latina simpatiza con el castrismo. Con la excepción de los regímenes de Castro y de su autoproclamado continuador, Hugo Chávez, en Venezuela, sin embargo, América latina es, hoy, un continente unánimemente democrático. Un continente democrático que, al mismo tiempo, parece reconocer y admirar a uno de los pocos dictadores plenamente antidemocráticos que subsisten en el mundo. ¿Cómo explicar esta paradoja?
Del amor al odio
Tantos «vivas» y tan pocos «mueras» al dictador enfermo no se explican, por lo pronto, por una adhesión sincera. Si fuera así, habrían proliferado entre nosotros nuevas Cubas. Los que han proliferado, al contrario, han sido los intentos de democratización, esto es, del proceso inverso a lo que ha ocurrido en Cuba desde 1959. Quien haya estado en la isla alguna vez, quien haya recibido de ella noticias objetivas, sabe que allí el monopolio de la información en manos de un Estado estalinista apunta a lavar el cerebro de sus habitantes desde que nacen, sin respeto alguno hacia los derechos humanos de los disidentes que todavía se animan a desafiarlo. Quienes hayan estudiado seriamente a la sociedad cubana también saben que sus verdaderos niveles de desarrollo económico y social se cuentan hoy entre los peores del planeta.
Es lógico que los empobrecidos y manipulados habitantes de una isla cuya clase media y profesional optó por emigrar con altos riesgos personales repitan mecánicamente la propaganda del régimen, pero no lo es en cambio que desde afuera de él muchos otros caigan también en un elogio finalmente insincero ya que, cuando deciden emigrar, los latinoamericanos no votan con sus pies por Cuba, sino por los Estados Unidos, su archienemigo.
Podría decirse que las emociones positivas que aún suscita Castro tienen que ver con el culto romántico de un ídolo distante, pero este sentimiento superficial no basta para explicar la paradoja de que lo peor que ha dado de sí América latina sea encomiado como si fuera lo mejor todo a lo largo de una región, en medio de regímenes democráticos cuya sola existencia es la refutación viviente del comunismo cubano.
Sólo cuando comparamos la escasa adhesión real, del «voto con los pies», que recibe el régimen cubano, con el ditirambo retórico que, sin embargo, lo ampara, asoma la verdadera causa de su aureola de popularidad. Ninguno de los que lo aprueban públicamente viviría hoy dentro de sus fronteras. Pero casi todos los que lo aplauden coinciden, en cambio, no ya en el amor a sus supuestas realizaciones, sino en el odio al gigante contra el cual querella desde hace medio siglo. Porque, si el amor real a la Cuba de Castro es casi nulo, no lo es por cierto la animadversión, el odio que suscita el imperio contra el cual se ha levantado. No es el amor latinoamericano a la Cuba de Castro, sino el odio latinoamericano al imperio norteamericano, entonces, lo que urge analizar.
El Jano imperial
Jano era el dios romano de las puertas, que indicaba, con su doble faz, que ellas se abren o se cierran según las circunstancias. Todo imperio tiene una faz malévola, la de la opresión, y una faz benévola, la de la paz. Si los dos rostros del Jano imperial se hallan en equilibrio, el imperio prevalece. En caso contrario, termina sucumbiendo ante los «bárbaros» de afuera o de adentro. Al dar al mundo lo que dio en llamarse la pax romana , el imperio romano logró perdurar nada menos que quinientos años en Occidente y mil quinientos años en Oriente. ¿Será éste el destino del nuevo imperio norteamericano?
El imperio norteamericano se inició con la victoria aliada contra Hitler al terminar la Segunda Guerra Mundial, en 1945. Tuvo que combatir de inmediato contra otro imperio en ciernes, la Unión Soviética, hasta que ésta murió por «implosión» con la caída del tristemente famoso Muro de Berlín, en 1989. Pero los Estados Unidos, tanto antes como después de la Guerra Fría, tuvieron a su frente estadistas de la talla de Franklin Roosevelt y John Kennedy, hasta llegar a la extraordinaria habilidad política de Bill Clinton.
¿Cómo es percibido hoy en el mundo el presidente Bush? ¿Como un Augusto o como un Nerón? A la inversa de Nerón, es un gobernante democrático a quien el creciente número de sus enemigos percibe, sin embargo, como un Nerón.
Cuando Ben Laden, ese perverso genio militar, golpeó a las Torres Gemelas en 2001, un nuevo Bush militarista surgió a la luz. La respuesta militar de Bush, que lo llevó desde el atribulado Afganistán hasta el ingobernable Irak, y lo enfrenta hoy con los peligrosos Irán y Siria, no fue por cierto improvisada. Provenía de un círculo intelectual llamado «neoconservador», el cual partía de una premisa falsa: que, para consolidar un imperio, basta con la supremacía militar. Pero, como le advirtió Talleyrand a Napoleón, «con las bayonetas se puede hacer cualquier cosa, menos sentarse sobre ellas». «Y gobernar -completaría Ortega y Gasset- es sentarse.»
Al apostar únicamente a su indudable supremacía militar, los intelectuales neoconservadores y su discípulo Bush «se cortaron solos» en medio de un mundo cada día más hostil. Rompieron la alianza con una Europa militarmente débil pero diplomáticamente esencial. Alimentaron el creciente furor del mundo árabe e islámico. Y movilizaron en su contra las energías ocultas de los latinoamericanos. Para revertir esta situación de aislamiento, los Estados Unidos necesitarían un nuevo Clinton. Por ahora, no lo tienen.
Si el odio al nuevo imperio tiende a prevalecer hoy en nuestra región, exaltando de paso a sus portaestandartes dictatoriales Castro y Chávez, tampoco puede atribuirse esta enceguecedora pasión únicamente al unilateralismo del presidente norteamericano. Los propios latinoamericanos tenemos también nuestra parte de culpa porque entre nosotros se propagó la famosa «teoría de la dependencia», según la cual si a nosotros nos va mal es porque a los Estados Unidos les va bien. Pero también nosotros somos culpables por nuestro subdesarrollo. Por otra parte, también es verdad que una buena parte de los países latinoamericanos no siguen a Castro ni a Chávez, sino que van celebrando calladamente, casi sigilosamente, un número creciente de asociaciones comerciales exitosas con el nuevo imperio.
El odio al nuevo imperio, que puede hacernos tanto daño, proviene entonces de culpas concurrentes. Los Estados Unidos muestran, con Bush, la faz desagradable del Jano imperial. Los latinoamericanos hallamos en esa faz desagradable la óptima excusa para nuestros propios entuertos. Ambas culpas, sumadas, encierran un extraordinario peligro. Los norteamericanos, con Bush, corren el peligro de quedarse sin el mundo. Nosotros, con Castro, Chávez y sus acólitos, corremos el peligro de quedarnos sin la democracia.
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