Estado plástico
EN las últimas décadas del siglo XVIII, Estados Unidos era un hervidero. Unos querían asegurar las competencias de los Estados, otros formular y formalizar las de la incipiente Unión. Unos querían modificar las costumbres, dar carta de naturaleza distinta al sistema educativo y a los modos políticos, separarse en todo de la Corona Británica. Otros pretendían poner en valor, sin embargo, lo que consideraban principios fundamentales de la constitución no escrita de Gran Bretaña que, a su juicio, habían sido traicionados por el despotismo de monarcas y políticos. Se invocaba la razón, la religión, la moderación, la bondad, la revolución… Todo podía ser puesto en cuestión y todo defendido como nunca antes se había hecho. El doctor Benjamin Rush se paseó por allí y, en julio de 1782, sorprendido de que en Filadelfia -como manifestación de que toda extravagancia era posible- se celebrara el nacimiento del heredero de la Corona francesa, escribió que todo estaba, en Norteamérica, «en estado plástico».
Han pasado 225 años y estamos, aquí, en España, en un paradójico estado plástico. Lo estuvimos también hace menos tiempo, durante la transición de la dictadura a la democracia, aunque entonces todo se convirtió en flexible porque sabíamos, más o menos, que era lo nuevo que buscábamos: las instituciones democráticas en vez de la estructura orgánica del franquismo, la consolidación de la libertad individual en vez del paternalismo autoritario, la ciudadanía en vez de un agobiante sistema de súbditos controlados. Todo era flexible menos el modelo o, aún mejor, todo era flexible para lograr precisamente el modelo. No se trata ahora de deificar ni las actitudes ni los procedimientos, que sería tan absurdo como contraproducente, pero la plasticidad tenía un sentido.
Ahora hay quienes quieren modificar radicalmente las costumbres con un vértigo que impone nuevos cambios en cuanto uno repara en los anteriores. Y quienes quieren cambiar la Historia con el paradójico instrumento de la memoria. Como si se tratara, por tanto, de buscarse un acomodo personal en vez de institucionalizar un cierto concepto de la convivencia. Hay comunidades autónomas que quieren más competencias, pero el argumento ya no es la eficacia sino la emulación, ya no es la ciudadanía sino el carácter de nación, a veces étnica, con que se disfrazan. Todo, naturalmente, puede ser discutido, pero conviene subrayar que, ahora, lo que crece con tanta flexibilidad se aleja del concepto de ciudadanos libres e iguales ante la ley y se aproxima sorprendentemente a imperativas mistificaciones y a comunidades preexistentes. En definitiva a lo que Rush llamaría prejuicios y opiniones sacralizadas que quieren rendir la libertad.
El estado plástico, temporal por naturaleza, se nos ha convertido en Estado plástico, en el que se han solidificado las manías y las ambiciones del poder, como si la elección de los representantes supusiera el fin de la existencia de los representados.
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