La hora de Cuba
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Después de 47 años de férrea dictadura Fidel Castro, por fin, ha cedido el poder. No lo ha hecho por razones políticas sino porque su salud no le permitía seguir al frente del estado; no ha sido de un modo definitivo, porque espera poder retornar al mando luego de que se recupere de la operación a la que ha sido sometido; no lo ha devuelto al pueblo de Cuba, largamente ignorado en toda decisión importante, sino que lo ha cedido a su propio hermano, cual soberano que sigue ciertas reglas dinásticas y considera su dominio político como cosa personal.
Pero algo es algo. En un régimen tan cerrado como el de la isla, donde el poder está concentrado de un modo tan absoluto en las manos de una sola persona, el alejamiento de ésta por cualquier razón -y por más que sea temporario en principio- abre las puertas a la posibilidad de algún cambio, arroja una pequeña luz de esperanza sobre el futuro y nos anuncia que el fin de la dictadura más larga de los tiempos modernos está llegando a su fin.
Los cubanos, alentando esperanzas que todavía no pueden confesar, se muestran por ahora tranquilos y tratan de proseguir normalmente su vida, no sea que alguna expresión extemporánea de sus opiniones los arroje a las cárceles del sistema por largos años. Raúl Castro, el heredero, y los otros altos dirigentes del partido comunista, se muestran también parcos en sus declaraciones y deseosos de continuar al frente del estado sin que nada los perturbe. Tal vez están enzarzados en una despiadada lucha interna por alcanzar el poder absoluto.
Pero es imposible que Cuba continúe como ahora: el régimen cubano es no sólo una copia del comunismo que tanto dolor causó y tantos estragos hizo durante el siglo XX, sino que además es caudillista y unipersonal, pues está construido sobre la mitología creada alrededor de Castro desde hace medio siglo. Sólo falta que el tirano acabe de dejar este mundo, y que haya cierta colaboración con quienes en Cuba desean recobrar su libertad, para que el destino de su población comience a recorrer el camino de la apertura, la democracia y el respeto a los derechos ciudadanos.
No es mucho lo que podemos hacer para ayudar directamente a los cubanos que hoy viven sometidos a un régimen que no permite la existencia de grupos independientes o partidos políticos, que impide a la gente salir de su país, que mantiene la cartilla de racionamiento y donde existen largas condenas de cárcel y hasta la pena de muerte para los disidentes. Pero da vergüenza ajena asistir al silencio cómplice y la genuflexión ante la dictadura que exhiben hoy los gobiernos de América Latina y hasta la propia Iglesia Católica.
En vez de pedir que el régimen se abra, que se liberen los presos políticos y se permita a los cubanos opinar sobre la transición a un sistema democrático, nuestros supuestos líderes sólo mandan telegramas deseando la recuperación de la salud del tirano y su retorno al poder. Ni una palabra sobre democracia y libertad, ni una sola exigencia, ni siquiera un modesto pedido para que los nuevos dirigentes cambien en algo la dura existencia del pueblo cubano.
Peor aún, la iglesia de Cuba, convertida en un instrumento de control social de la dictadura, sólo se ha limitado a pedir oraciones por la salud del tirano y ha advertido contra la injerencia de gobiernos extranjeros en la isla, manifestando que “no está dispuesta a respaldar o siquiera aceptar mínimamente cualquier intervención extranjera”. El observador imparcial se pregunta por qué esa iglesia no ha pedido nunca por la salud de los presos políticos, a los que se les niega la mínima asistencia médica en las mazmorras cubanas, por qué nunca levantaron su voz cuando la Unión Soviética dominaba en Cuba como potencia hegemónica.
Triste es, en verdad, ver cómo a nadie en nuestra región interesa la libertad del pueblo cubano; triste y aleccionador. Porque así seguiremos alimentando dictadores criollos con ínfulas mesiánicas, como en Venezuela o en Bolivia, y no tendremos el menor derecho a quejarnos cuando a nosotros también nos arrebaten nuestra libertad.
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