La viscosa pasta ética de los electores latinoamericanos
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No sé qué hace falta para que los latinoamericanos descalifiquen electoralmente a un político y lo rechacen en el plano moral. Los nicaragüenses están a punto de reelegir a Daniel Ortega, un personaje que comenzó su carrera revolucionaria asaltando un banco en 1967 y luego la coronó violando a Zoilamérica Narváez, su propia hijastra, desde que era una niña, infamia que cometía reiteradamente en la propia casa de gobierno, como me contó esta muchacha hace ya cierto tiempo con los ojos llenos de lágrimas y en un tono desgarradoramente melancólico que jamás olvidaré.
Además de esas horrendas fechorías, el señor Ortega está acusado de genocidio contra las minorías indígenas de su país ante los tribunales internacionales, y nadie en Nicaragua ignora que durante su gobierno hubo decenas de asesinatos políticos y se torturaba cruelmente en las cárceles, o que su presidencia acabó en 1990 en medio de un masivo acto de pillaje conocido como »la piñata», por el que una buena parte de la cúpula sandinista se adjudicó la propiedad de numerosos bienes previamente confiscados a sus legítimos propietarios. No obstante, en torno al 40% de los nicaragüenses quiere que vuelva a ocupar la primera magistratura del país. ¿De qué viscosa pasta ética están hechos estos electores?
En Venezuela sucede más o menos lo mismo. Grosso modo, la mitad de los venezolanos están dispuestos a apoyar al teniente coronel Hugo Chávez en su renovada apuesta electoral de diciembre. Muchos lo vienen haciendo desde que en 1992 este señor asaltó a tiros la casona presidencial con el propósito de matar al presidente legítimo del país e instaurar una dictadura militar. A fines de esa década, precisamente debido a esa repugnante acción, una mayoría de los venezolanos eligió a Hugo Chávez, quien a partir de ese momento comenzó a hacer toda clase de desmanes: cambió las leyes a su antojo, se apoderó de las instituciones, sus matones ametrallaron a manifestantes desarmados, amañó comicios, comenzó a utilizar los fondos públicos como su cuenta de banco particular y, de paso, para que no se olvidara que es él quien lleva los pantalones en casa, le dio una paliza a su mujer por la que hubo que hospitalizarla. Pero nada de eso parece descalificarlo ante una parte sustancial de la sociedad venezolana. Les da igual. ¿De qué viscosa pasta ética están hechos estos electores?
En Perú no parece ser diferente. El ingeniero Alberto Fujimori espera en Chile una próxima oportunidad de luchar por la presidencia y parece que un tercio de los votantes lo respaldaría. Para ellos carece de importancia la corrupción de Vladimiro Montesinos filmada en cientos de videos, las pruebas de los asesinatos en masa cometidos por el ejército en la lucha contra la subversión y el terrorismo y, naturalmente, el autogolpe con el que Fujimori en 1992 desmanteló la democracia peruana y puso las instituciones del país a su servicio personal. Insisto machaconamente en la pregunta: ¿de qué viscosa pasta ética están hechos estos electores?
La lista y los ejemplos pueden extenderse ad infinitum. El peronismo es una patología política que nunca ha tenido menos del 50% del respaldo entusiasta del electorado argentino. En Ecuador son legión los que respaldan al loco Abdalá Bucaram, en Uruguay los crímenes de los tupamaros jamás les han quitado un solo voto, en Brasil el presidente Lula continúa inmune a los escándalos sobre la corrupción de su gobierno, mientras que en Chile todavía son muchos los que añoran al general Augusto Pinochet, pese a las contundentes pruebas de su desprecio por la ley, sus violaciones de los derechos humanos y su inocultable costumbre de apoderarse de los bienes de la nación.
El problema, claro, es gravísimo, porque la estabilidad de un estado de derecho radica en los valores morales de la sociedad y no en la estructura jurídica que aparece consignada en la constitución. Los pueblos latinoamericanos no son víctimas de una clase dirigente empedernidamente corrupta, sino de su propia tolerancia con quienes violan las leyes y de su indiferencia ante la ruptura de las normas. El viejo dictum que establece que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen casi siempre encierra una amarga verdad. Si no nos importa elegir bribones no tenemos derecho a quejarnos.
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