Los moribundos tercos
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El sábado 28 de octubre Fidel Castro llamó a los corresponsales de CNN en La Habana para demostrar frente a las cámaras de televisión que estaba vivo. En realidad, casi demuestra lo contrario. El espectáculo fue muy penoso: vimos a un anciano senil, con el rostro desencajado, que leía el diario con dificultades, decía tonterías en tono grave (»vivimos en un mundo muy complicado») y caminaba como una momia escapada de la tumba en una película mexicana de Juan Orol. Además, para probar que seguía al mando de la nave, notificó que estudiaba por televisión los serios conflictos del planeta y tomó el teléfono y simuló que llamaba a un subalterno. Esto, seamos objetivos, lo hizo bien. Se colocó el auricular en la oreja y el micrófono en la boca. No se equivocó.
Poco antes de conocerse el testimonio fílmico del pésimo estado de salud físico y mental del Comandante, el coronel Hugo Chávez, que no se ahorra una sola oportunidad de decir cosas disparatadas (¿será un siniestro agente de la CIA?), probablemente con la intención de animar a su amigo moribundo, afirmó que Fidel Castro es un incontrolable viejo verde (supongo que verde oliva) que enloquece frente a las bellas azafatas del avión presidencial y las ataca. Según Chávez, Fidel es un atacón, nombre con que en la jerga cuartelera de Venezuela se designa a los acosadores sexuales.
Chávez, claro, no señalaba este comportamiento con ánimo de censurarlo, sino con la mayor admiración. Pero ahí no terminaba la historia: tras revelar los espasmos de testosterona de Castro, Chávez agregó otra supuesta hazaña, esta sí evidentemente falsa: Fidel Castro –dijo–, ya recuperado, sale de noche a recorrer los pueblos de Cuba. Algo que no puede ser cierto: si Fidel Castro, en medio de la oscuridad, caminando y moviendo los brazos tal y como lo mostró la televisión, se le aparece a un cubano desprevenido, lo mata instantáneamente de un infarto.
Para Raúl Castro y el resto de los herederos de la dictadura, la terca insistencia de Fidel en seguir más o menos vivo, sin apartarse totalmente del poder, comienza a ser un grave problema. Durante los primeros tres meses del traspaso de autoridad –que ya transcurrieron– para ellos era conveniente que el Comandante continuara respirando. Eso le dio espacio, tiempo y sosiego a Raúl para ocupar las instituciones, colocar a su gente y comenzar a gobernar. Comprobó, además, que la ciudadanía no tiene la menor intención de lanzarse a las calles a protestar, y que en los cuarteles tampoco hubo nada que se pareciera a un ruido de sables. Los temores principales, pues, quedaron descartados. Pero, a partir de este punto, Fidel Castro ya ha dejado de ser un ángel tutelar y se ha transformado en un inconveniente. No sólo porque hay que consultarle las decisiones más importantes (y hasta algunas insignificantes), pese a que su capacidad de raciocinio, que nunca fue excesiva, ha disminuido sustancialmente, sino porque toda la cúpula de poder tiene que tratar de descifrar qué es lo que haría o hubiera hecho el Comandante ante cualquier problema concreto.
En la historia contemporánea sólo recuerdo tres casos parecidos. El primero fue el del dictador portugués Antonio Oliveira Salazar. Comenzó a gobernar con mano de hierro e ideas fascistas en 1932, pero en 1968 se cayó de una silla y se dio un golpe en la cabeza que prácticamente lo descerebró. No murió hasta 1970, pero inconsciente y en estado vegetativo, la inercia de su autoridad continuó gravitando sobre su sucesor, el pobre Marcello Caetano, impidiéndole efectuar las reformas que el país necesitaba con urgencia. En España, poco después, Francisco Franco, aunque ya era un hombre enfermo y sin reflejos, se negó a apartarse del poder hasta su muerte (1975), hecho que acaso de alguna forma contribuyera a acelerar la posterior descomposición del franquismo. Pero acaso el más significativo de los episodios del fin de los dictadores tercos haya sido el del tunecino Habib Bourguiba. El creador de la República de Túnez (1957), declarado presidente vitalicio en 1975, enloqueció de viejo en el poder, hasta que en 1987 le colocaron una camisa de fuerza y se lo llevaron dando gritos de la casa de gobierno. Fue el primer golpe de Estado psiquiátrico que recoge la historia. Es posible que a Fidel Castro tengan que hacerle algo parecido. Es como el perro del hortelano. Ni gobierna ni deja gobernar.
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