La reputación en llamas
Corrían los años ochenta. Yo estudiaba leyes en una universidad de Lima. Ignoraba que las leyes en mi país eran una ficción y que años más tarde terminaría dedicado a otras formas más nobles de ficción, como la de escribir mentiras.
Lo que habría de salvarme de aquel extravío era el mundo carnavalesco de la televisión, que me permitió un conocimiento más exacto de las dimensiones bochornosas de mi inteligencia y mi hombría. Por circunstancias azarosas, en las noches, después de asistir a clases, trabajaba en televisión entrevistando a políticos, es decir, en un programa de corte policial.
Una noche, esperando un taxi para ir a la televisión, soñando con que algún día diría mentiras de hermosa sonoridad en alguna plaza pública, no advertí que un tío pasó en su auto y verificó sin querer mi gallarda condición de peatón. Al día siguiente, tan noble tío me llamó y pidió que fuese a visitarlo a su oficina. Por supuesto, acudí sin demora. Fumando un habano, vestido con impecable corrección británica, saltando con gracia entre el español y el inglés, mi tío hizo tres cosas igualmente inverosímiles: me regaló un pañuelo de seda Burberrys, me suscribió a la revista The Economist y me ofreció un préstamo de diez mil dólares, a pagar sin intereses, para comprarme un auto.
Con el dinero que tan generosa e imprudentemente me prestó, compré un Fiat, modelo Brava, color gris plata, fabricado en 1980, con treinta mil kilómetros recorridos, cinco velocidades, asientos de cuero y aire acondicionado. Prometí que en diez meses pagaría la deuda. Ni mi tío ni yo sabíamos que el dinero que se ganaba en la televisión peruana era también una ficción, una cosa inasible, de perfiles gaseosos, y que el dueño del canal solía decir: «Las deudas nuevas hay que dejarlas envejecer. Y las deudas viejas nunca se pagan».
Fueron pasando los meses y no cobraba mi sueldo y tampoco le pagaba a mi tío. Comprensiblemente irritado, él me dejó una nota que decía: »Me has decepcionado. Un caballero siempre paga sus deudas». Cuánta razón tenía. Pero ya entonces no me sentía un caballero. Sabía que el destino no había reservado para mí tan distinguido papel. Confundido en el circo lujurioso de la televisión, trabajando –es un decir– entre enanos aventajados, gordas de risa apocalíptica, cómicos borrachos, boquitas pintadas y mujeres con testículos, maravillado por todas esas formas del pecado que los curas del Opus me habían ocultado, no podía sentirme un caballero.
Nunca le pagué a mi noble tío. Al día de hoy, le debo diez mil dólares sin intereses. Le pido disculpas públicas, si de algo valen. Tengo el firme propósito de saldar esa deuda oprobiosa, pero una crisis de liquidez o »caja chica» me impide cumplir con mi conciencia.
Dos años después de comprarlo, en un viaje que hice a los desiertos del sur, el Fiat de cinco velocidades, que había alojado en sus asientos de cuero unas formas de amar que ignoraba cuando lo hice mío, ardió inesperadamente en llamas y quedó reducido a un amasijo de fierros humosos y negruzcos, mientras un amigo y yo, las narices llenas de cierto polvillo blanco, contemplábamos extasiados ese espectáculo, el de un auto que se quemaba en medio del desierto (y con él, mi reputación o lo que quedaba de ella).
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