Raúl Castro y Washington
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El pasado 2 de diciembre Raúl Castro leyó un breve discurso en la plaza pública en el que la única nota curiosa fue una exhortación a Estados Unidos para que se sentara a negociar con su gobierno. Mientras tanto, Fidel, en un hospital, o tal vez ya en su casa, convertida en un confortable moridero, agonizaba lentamente, en unas condiciones físicas tan lamentables que ni siquiera pudieron exhibirlo para tranquilizar a sus partidarios y desalentar a sus enemigos. Daba pena, y como daba pena, lo escondieron.
Es la cuarta vez que Raúl, públicamente, sale de su trinchera con una bandera blanca, le hace un guiño a Washington y regresa corriendo a la madriguera. Y es la cuarta vez que los diplomáticos norteamericanos se preguntan lo mismo: si este caballero, realmente, tiene algo novedoso que transmitirle al gobierno norteamericano, ¿por qué no utiliza los cien discretos canales de comunicación que existen entre los dos países? En La Habana hay una embajada, allí llamada, en pésimo español, »oficina de intereses», dotada con buenos diplomáticos. Hay importantes hombres de negocios estadounidenses que viajan a Cuba constantemente. Hay periodistas. Hay militares de los dos países que se reúnen periódicamente en torno a Guantánamo. Los políticos castristas tienen acceso y buenas relaciones con legisladores norteamericanos importantes como el senador Dodd o el congresista Rangel. ¿A qué juega Raúl?
Esta vez, como en las anteriores, la respuesta de Washington fue impecable: el problema de Cuba no se soluciona con una conversación entre Washington y La Habana, sino en unas serenas conversaciones entre el gobierno cubano y los demócratas de la oposición. Si Raúl quiere comenzar a hacer gestos inteligibles en esa dirección, puede comenzar por liberar presos políticos, suspender los »actos de repudio» –pogromos violentos contra cualquiera que manifieste su inconformidad– y darle instrucciones a su burocracia para que autorice la inscripción de varias ONGs creadas por los opositores dentro del marco de la ley cubana. Ese lenguaje sería mucho más comprensible que la demagogia mitinera y demostraría que realmente existe una voluntad de explorar nuevos rumbos en la etapa postfidelista. Tampoco es imposible una mesa a tres bandas. ¿Por qué no? Pero Raúl no tiene forma de saltarse a la oposición.
Durante todo el siglo XX la izquierda latinoamericana le reprochó a Washington, con razón, que mantuviera buenas relaciones con las dictaduras (Trujillo, Somoza, Batista, Stroessner, entre otros). Y parece que Washington aprendió la lección: no se debe tener buenas relaciones con los dictadores que maltratan a sus pueblos. No es moralmente justo apoyarlos económicamente. No se les debe dar crédito. Hay que presionarlos para que cambien sus métodos de gobierno. ¿No era eso lo que pedía la oposición a Batista? Los turistas norteamericanos, los turistas procedentes de cualquier nación democrática, si legalmente se les puede impedir, no deben acudir a las naciones que practican el apartheid y les prohíben a los nativos acceder a las mismas playas, hoteles y restaurantes de que disfrutan los extranjeros. Eso era odioso en Sudáfrica y es odioso en Cuba.
Tras casi medio siglo de enfrentamientos con la dictadura comunista cubana, Washington llegó a la sabia conclusión de que como mejor se salvaguardan sus intereses y valores es si en la isla existe una democracia independiente y próspera, capaz de sustentar a una sociedad satisfecha que no desee escapar en masa rumbo a Estados Unidos. Nadie en Estados Unidos desea invadir o anexar a Cuba. Esas son coartadas para tratar de justificar la tiranía. Todo lo que Washington, la Unión Europea y el mundo sensato desean es que Cuba sea un país normal, pacífico y desarrollado. Eso es lo conveniente.
En rigor, Estados Unidos ha sido muy generoso con la sociedad cubana. Hoy vive en territorio norteamericano un 15% de la población de la isla, y, aunque apenas constituye un 4% de la población hispana, su éxito económico y social es muy notorio. La segunda generación de cubano-americanos tiene un desempeño económico y académico ligeramente superior a la media norteamericana, pero lo más impresionante es su nivel de integración social: dos senadores y cuatro congresistas federales, un miembro del gabinete, varios embajadores, decenas de legisladores y funcionarios locales, centenares de educadores de alto rango, entre ellos varios rectores de universidades, banqueros, empresarios de éxito, artistas y músicos de primer rango. Una sola empresa fundada por exiliados, Bacardí, vende tres veces más que todas las exportaciones cubanas, y su valor de mercado, si saliera a Bolsa, duplicaría el PIB de Cuba.
Pero no sólo los exiliados se han beneficiado de la política norteamericana hacia Cuba: también los que permanecen en la isla. Los exportadores norteamericanos de alimentos le venden a Cuba varios cientos de millones de dólares todos los años. Unos mil millones de dólares fluyen anualmente desde Miami a Cuba en forma de remesas, mientras, año tras año, a los cubanos se les otorgan veinte mil visas de residentes –un trato que no recibe ninguna otra nación latinoamericana–, válvula de escape que les quita presión a las graves tensiones internas del país. El problema, pues, no es el embargo ni el conflicto con Washington, que hace mucho tiempo perdió su virulencia. El problema fundamental es entre la dictadura cubana y una sociedad que desea cambios profundos y pacíficos. Si Raúl Castro no entiende eso, no entiende nada.
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