Tropezar mil veces con la misma piedra
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América Latina retorna al pasado. Vuelve al Estado-empresario que tanta felicidad les causa a los políticos demagogos y tanto despilfarro y atraso les trae a los pueblos. Quien inauguró esta tendencia retro fue el argentino Néstor Kirchner, pero luego lo han seguido con entusiasmo el boliviano Evo Morales y el venezolano Hugo Chávez. Es muy probable que el ecuatoriano Rafael Correa también lo intente tan pronto como ocupe su sillón presidencial. No sé que hará Daniel Ortega. Llega al poder en Nicaragua con un grado tal de debilidad que tal vez le ate las manos, al menos por cierto tiempo.
La idea central tras el Estado-empresario es muy simple y está al alcance de cualquier formación política, sea o no socialista: supuestamente, existen algunas actividades »estratégicas» de primer orden que son demasiado importantes para dejarlas en las manos de empresarios codiciosos incapaces de velar por el bien común. Ese es el caso de la electricidad, las comunicaciones, el suministro de agua, la extracción y comercialización de combustibles, como sucede con el petróleo o el gas, y el transporte terrestre, aéreo y marítimo de personas y mercancías. En algunos países, como la muy democrática Costa Rica, durante mucho tiempo se pensó que la banca y los seguros también debían quedar en el ámbito del sector público. Posteriormente se corrigió ese innecesario disparate.
La primera alarma racional que despierta esta nueva ola estatizadora tiene que ver con el concepto de »actividad estratégica». Si por ello se entiende todo lo que es vital para la supervivencia de las personas ¿por qué no estatizar cuanto tiene que ver con la producción y venta de alimentos, medicinas y ropas, elementos imprescindibles para mantener vivo al ser humano? ¿Qué puede haber más »estratégico» que las viviendas en las que nos protegemos de las inclemencias del tiempo? En ese caso, ¿por qué no dedicar también al Estado a fabricar y mantener nuestras casas?
Menudo error. Durante muchas décadas los latinoamericanos comprobaron hasta la desesperación el desastre de los Estados-empresarios. En la Argentina estatista fundada por Perón, implacablemente continuada tras su desaparición, hasta finales de los años ochenta resultaba más fácil adquirir un gato con dos cabezas que una línea telefónica: a veces tardaban diez años en concederla. Las empresas estatales, en todas partes, eran sumamente corruptas, operaban con gran torpeza, se atrasaban en el terreno tecnológico, estaban repletas de trabajadores innecesarios empleados por razones políticas, sin atender a méritos personales, y arrojaban pérdidas que debían ser afrontadas mediante asignaciones especiales del presupuesto general de la nación. Eran, simplemente, negocios ruinosos y absurdos que enfurecían a clientes y usuarios mientras empobrecían progresivamente al conjunto de la población.
¿Por qué fracasaban las empresas estatales? Primero, porque se dirigían con criterios políticos clientelistas y no por métodos gerenciales racionales. Segundo, porque los precios se fijaban por razones electorales y no en función de los costos. Tercero, porque el Estado suprimía la competencia y con ella cualquier estímulo dirigido a mejorar la calidad de los bienes y servicios ofertados. Es verdad que los empresarios defienden sus intereses a capa y espada, pero en un mercado abierto y competitivo eso quiere decir que deben empeñarse incesantemente en producir mejores cosas y proponerlas a precios decrecientes, como se comprueba, por ejemplo, en el mundo de la comunicación: donde la competencia es libre, los costos de los teléfonos y de las tarifas son cada día más baratos.
Europa –que es en donde surgió y se afianzó la tendencia estatista del siglo XX acaudillada por Inglaterra, pues hubo otra muy antigua, francesa, del siglo XVII, impuesta por Jean-Baptiste Colbert, el padre del mercantilismo– hace años aprendió su lección, y hoy uno de los requisitos para formar parte de la Unión Europea, o para mantenerse dentro de ella, es privatizar las empresas públicas y alentar la competencia y el mercado, porque ya nadie tiene la menor duda de que el Estado-empresario es el camino más directo para empobrecer a los pueblos, retrasar su desarrollo tecnológico, corromper aún al estamento político y envilecer las relaciones entre los electores y los partidos.
¿Por qué América Latina no es capaz de aprender de sus errores? La respuesta es muy descorazonadora. La vieja definición del idiota nos describe a alguien que repite veinte veces el mismo experimento con la esperanza de que alguna vez los resultados sean diferentes. Dentro de algunos meses, junto a Plinio Apuleyo Mendoza y Alvaro Vargas Llosa trataremos de explicarlo en un libro titulado El regreso del idiota. ¿Servirá para algo? Ojalá.
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