La promesa
Mi hija menor sintió una profunda melancolía cuando descubrió que su nombre no aparecía en Google. Un día se dedicó a googlear a los miembros de su familia más inmediata y comprobó que todos, incluida su hermana, aparecían al menos una vez. Y no figurar en el buscador más popular y socorrido del planeta le pareció una suerte de maldición gitana. La negación del concepto warholiano de la fama. Ya no se trataba de ser célebre un cuarto de hora, sino de lograr colocarse en los listados infinitos y que diseñaron un par de genios informáticos de la costa oeste norteamericana.
Gabriela recién cumplió catorce años y apenas recuerda el desconcierto que le causó su condición anónima en una era en la que la muerte de Anna Nicole Smith se ha seguido con la minuciosidad de un funeral de Estado. Si ella supiera lo fácil que resulta flotar en el proceloso mar de internet. Tráfico de los sempiternos blogueros. Comidilla de la inexacta ciencia internáutica. Una cita efímera en el ciberespacio. Vídeos caseros que en YouTube sustituyen a la foto olvidada en el álbum extraviado. Así de sencillo es ser famoso. O simplemente famosillo.
Como buena hija de su generación, a Gabriela le gusta navegar en el cielo de su ordenador y enviar mensajes de texto desde su móvil. Correos que escribe a la velocidad de la luz y en el trayecto rompen las barreras del espacio. Su hermana mayor le contesta en una jerga que me resulta indescifrable. Jeroglíficos de la era moderna. Estas niñas ya no lo son y yo me siento como un gramófono.
Hace poco mi hija menor me preguntó si conocía a Pink Floyd y lo que más me sorprendió de su pregunta es que ella supiera de la existencia del mítico grupo británico. Recién estrenada su adolescencia, desentierra del baúl de mis recuerdos a los Led Zeppelin y los Beatles de mi juventud. Que ya lo fueron de los que me antecedieron. Cuando yo, a mis quince años, creía ser una precursora mientras escuchaba con mis amigos El lado oscuro de la luna. En las tapas de sus cuadernos Gabriela pinta flores y diseña letreros con las proclamas de Love y Peace. Como si la tierra no girara y las modas sólo fueran ciclos de algo que siempre fue lo mismo pero con distintos nombres.
La pequeña de la casa está a un año de cumplir quince y en vez de bailes o fiestas caras hemos sellado un pacto con su padre: las dos viajaremos a la India acompañadas de su hermana mayor y las llevaré a las ciudades que un día visité. Pasearemos por los Ghats de Benarés y frente al Taj Majal nos dejaremos asombrar por la perfecta simetría de una promesa de amor. Se pondrán al cuello collares de caléndulas y sentirán a cada paso la humedad del monzón. Porque iremos en verano. Que es la época de lluvias.
Gabriela ya olvidó el agravio de Google, pero lo cierto es que, de haber existido tan prodigiosa herramienta cuando nació, la habrían mencionado porque fue el bebé más grande del hospital. Y posiblemente la más peluda. A los pocos meses de nacida dormitaba en su cochecito en la plaza de Mariano de Cavia. Cuando ya no hacía tanto frío y el sol tibio nos calentaba a las dos. Fue mofletuda de pequeña para hacerse espigada y angulosa de mayor. Se sabe al dedillo las letras de los Beatles, es amante de la fotografía y fan número uno de Anderson Cooper.
Cuando descubrió que los buscadores no resgistraban ''Gabriela Aroca Montaner", mi hija me pidió que le dedicara un artículo. Estaba convencida de que al aparecer su nombre en letra impresa, la magia informática acabaría por colocarla en el olimpo de las citas virtuales. Luego se le pasó el antojo a lo American Idol y yo olvidé la promesa que le hice. En eso cumplió catorce años y se asombró de que yo conociera las canciones de Pink Floyd. Mi hija se ha hecho mayor. Ahora sé que la tierra nunca dejó de girar.
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- 23 de julio, 2015
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