El laberinto de la filantropía
Por Carlos Alberto Montaner
El Nuevo Herald
Carlos Slim cree que es mejor filántropo que Bill Gates y Warren Buffett. Acaba de declarar que no es dando dinero como se combate la pobreza. En realidad, la fundación de Gates, a la que Buffet ha donado una buena parte de su fortuna, no da dinero: vacuna y cura niños extremadamente pobres en diversas partes del mundo, incluso en Estados Unidos, mientras trata de educarlos.
Slim es el tercer hombre más rico del planeta. Se trata de un ingeniero mexicano de 66 años, hijo de un laborioso inmigrante libanés. Se le calculan cuarenta y nueve mil millones de dólares. Ha donado cuatro mil a su propia fundación filantrópica. Tampoco está mal. Al ritmo al que crece su fortuna, en gran medida relacionada con las comunicaciones, que explota en régimen de monopolio, es posible que el año próximo sea el primero y Bill Gates y Warren Buffet pasen a ocupar el segundo y tercer puesto respectivamente.
Es evidente que tener tanto dinero no impide decir tonterías. Desde que el señor Abraham Maslow jerarquizó las necesidades en su famosa pirámide, sabemos que la primera de ellas es estar vivo, comer, calmar la sed, protegerse del frío y de las enfermedades. Es verdad que la pobreza no se combate repartiendo dinero, sino generando las condiciones para que las personas puedan trabajar y crear riqueza, pero para llegar a esa etapa parece imprescindible estar vivo. Y ya veremos luego qué sucede más adelante.
Al margen de esta absurda discrepancia, hay otra diferencia notable entre Slim y Gates: la forma en que mexicanos y norteamericanos juzgan a los ricos. En general, los latinoamericanos tienen muy mala opinión de las personas adineradas, mientras los estadounidenses las veneran. Tal vez eso se relaciona con el sistema en el que unos y otros han hecho sus fortunas. Slim, aunque no inventó la corrupción, presumiblemente se ha enriquecido dentro de las podridas reglas de juego del capitalismo mexicano, al amparo del poder, donde el amiguismo, las mordidas y las comisiones por debajo de la mesa forman parte de cualquier negociación. Gates, en cambio, salió a competir al mercado con un software novedoso –un sistema operativo para computadoras– y logró crear un emporio. Es cierto que en la batalla trató de arruinar a otros competidores y se abrió paso a codazos hasta la cúspide, pero la percepción general es que lo hizo acatando las normas, y en la cultura anglosajona ése es el requisito imprescindible para otorgar el reconocimiento: someterse al fair play.
En todo caso, es muy conveniente que el señor Slim dedique una parte de su fortuna a ayudar a sus semejantes, aunque sea proporcionalmente pequeña. En América Latina la suya es una conducta rara. Se ha dicho que en ese continente es más fácil encontrarse un elefante que a un mecenas. ¿Por qué? Probablemente, porque en las sociedades de tradición católica la caridad se ejercía por medio de la Iglesia. Los ricos entregaban algunos bienes a la Iglesia y ésta los repartía. Cuando la Iglesia fue privada de sus posesiones y dejó de ser el gran factor filantrópico, nadie la reemplazó. O la reemplazó un Estado profundamente incompetente. Pero hay otro elemento: en América Latina el acto de donar no trae aparejado ningún prestigio y ya sabemos que en la mencionada escala de Maslow el reconocimiento social es una motivación importante. ¿Para qué sacrificar parte de la fortuna si ello apenas consigue el aplauso y la admiración de los demás?
El asunto es lamentable. En un espacio cultural como el latinoamericano, con tantas carencias a todos los niveles, una buena dosis de filantropía privada sería muy útil. No importa que unos donen su dinero para combatir el sida y otros para salvar la ópera italiana o los tapires centroamericanos. Mientras la mitad de Italia pasaba hambre, los Médici y Ludovico el Moro costeaban de su bolsillo a los grandes artistas del Renacimiento. No hay que pedirles a los ricos que se sometan a la pirámide de Maslow. Es suficiente con que abran sus bolsillos y elijan a su antojo el destino de su compasión. Aunque ni siquiera les den las gracias. Eso se llama ayudar por amor al arte. Tal vez la forma más desprendida de ser generoso.
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