Guatemala aprisionada
No es cierto que Guatemala está condenada a convertirse en un »estado fallido», como han pronosticado algunos comentaristas locales y extranjeros. Pero el riesgo de precipitarse en esa categoría es real y creciente.
A pesar de sus complejos problemas, el país dispone de una estructura económica dinámica y diversa; existen organizaciones sociales, académicas y empresariales con razonable capacidad de acción; la práctica electoral es regular y libre, y el sector público dispone de cierta iniciativa y gestión.
Sin embargo, se ha hundido en una espiral de violencia, arbitrariedad e impunidad tan desenfrenada y enraizada, que su precario Estado de derecho prácticamente ha desaparecido. Hoy, diversas facciones del crimen organizado tienen virtualmente secuestrada a la sociedad y los cuerpos de seguridad. De aquí al desplome institucional, el camino puede ser muy corto.
El asesinato, a finales de febrero, de tres diputados salvadoreños y su chofer, quienes habían viajado a Guatemala para participar en las sesiones del Parlamento Centroamericano, fue un escandaloso ejemplo de esta situación.
Sus ejecutores eran miembros de un grupo policial de »élite», dirigido, nada menos, que por el jefe de la »Unidad contra el crimen organizado». Antes de que pudieran hablar, fueron aniquilados dentro de la cárcel donde estaban apresados. El 20 de marzo, las autoridades anunciaron la captura de cuatro supuestos autores intelectuales del crimen, pero los cargos revelan que apenas fueron ayudantes de los autores materiales. Es decir, sus jefes siguen libres.
En medio del escándalo, el Congreso exigió la renuncia del ministro del Interior, Carlos Vielman, a quien el presidente Oscar Berger ha protegido insistentemente.
Una mayoría legislativa culpa a Vielman y al jefe de la policía, Javier Figueroa, de permitir las actividades de grupos de »limpieza social», encargados de asesinar a presuntos delincuentes, con el beneplácito de parte de la población.
A todo lo anterior se suman los frecuentes secuestros extorsivos. Traficantes múltiples (de drogas, gentes y armas) actúan y mandan en varias zonas del país. Las pandillas juveniles conocidas como »maras», además de sembrar terror en barrios pobres se han convertido en agentes de otros grupos. Muchas prisiones están bajo dominio de los delincuentes; los enfrentamientos entre bandas a menudo conducen a matanzas en su seno, y la aparición de cadáveres en todo el territorio nacional se ha convertido en una macabra rutina.
Los vasos comunicantes entre los grupos irregulares y diversos cuerpos de seguridad son un secreto a voces. Los fiscales que, tras vencer las tentaciones o el temor, deciden investigar los delitos, carecen de medios para obtener adecuadas pruebas, y con frecuencia terminan muertos. Los tribunales están prácticamente paralizados y la impunidad se ha convertido en norma.
El poder Ejecutivo, el Congreso, los partidos, las cámaras, gremios y organizaciones no gubernamentales han sido incapaces de deponer sus intereses y discrepancias para alcanzar algo tan básico como indispensable: el respeto a las normas de la democracia y la reconstrucción del Estado de derecho.
En diciembre del pasado año, por ejemplo, el gobierno y las Naciones Unidas crearon una comisión para identificar y desmantelar a los poderosos grupos armados, sin resultados.
Toda esta situación pone en riesgo los modestos progresos políticos y sociales logrados tras los acuerdos de paz de 1996. La violencia política prácticamente ha desaparecido, pero sus modalidades criminales siguen creciendo.
Cualquier avance requiere, como mínimo, cuerpos de seguridad confiables, tribunales independientes y voluntad de respetar la ley, algo que cada vez luce más difícil de alcanzar.
Ni siquiera las elecciones del próximo año son una real esperanza, porque existe la presunción de que el crimen organizado ha infiltrado varias formaciones políticas.
Conclusión: es difícil que sólo desde el interior de Guatemala pueda surgir la solución. Se necesita una mezcla de colaboración y presión internacional. La parada guatemalteca del presidente George W. Bush durante su reciente gira latinoamericana tuvo, entre otros, este propósito. Pero, más importante aún que ese gesto, serán las acciones que sigan.
- 23 de enero, 2009
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