¿Para qué sirven las instituciones?
Las
instituciones son las reglas de juego que garantizan que los ciudadanos no
estén indefensos frente al monopolio de la fuerza que le fue conferido al
Estado. Cuando esas reglas no son respetadas, la sociedad se convierte en rehén
de los gobernantes.
En
los últimos tiempos políticos, periodistas y profesionales de distintas
extracciones vienen hablando del respeto a las instituciones. En buena hora que
el tema institucional comience a dejar el círculo de los intelectuales y se
transforme en un tema de amplia difusión.
Sin
embargo, me parece que todavía la gente no termina de relacionar tan
estrechamente el tema institucional con su vida diaria. Es como si la población
no especializada en el tema dijera: “Me parece bien el tema institucional,
pero, a mí, ¿en qué me afecta?”. Podríamos decir que es altamente probable que
a la mayor parte de la población el tema institucional le suene a un tema de
los políticos y de los periodistas, sin ninguna implicancia práctica.
El
objetivo de esta nota es tratar de dar algunos ejemplos sobre cómo el tema
institucional puede afectar la vida de cada persona, la intención es bajar a
tierra un concepto que parece demasiado teórico para el común de la gente.
En
primer lugar, es bueno recordar que por instituciones queremos decir reglas de
juego que imperan en un país. Esas reglas de juego implican que, en los países
desarrollados y que respetan las libertades civiles, el Estado está limitado en
el uso del monopolio de la fuerza que le fue conferido por los ciudadanos. Para
evitar que, justamente, ese monopolio de la fuerza sea utilizado en contra de
los ciudadanos es que existe la división de poderes. El Legislativo controla al
Ejecutivo. La Justicia controla al Legislativo determinando si una ley es
constitucional o no. Es más, la Justicia es el último bastión que tiene el
ciudadano para defenderse de los abusos del Ejecutivo o de las leyes
arbitrarias que pueda sancionar el Legislativo. La independencia de la Justicia
es el reaseguro que tienen los habitantes de un país de no caer en un sistema
autocrático. Una Justicia subordinada al Poder Ejecutivo es una autopista hacia
el autoritarismo y la destrucción de la libertad. Por eso, el acoso y los
mensajes casi mafiosos que el kirchnerismo le envió a la Justicia resultan
altamente preocupantes, porque son el paso previo al establecimiento de una
dictadura en la que o los jueces fallan cuándo y cómo el Ejecutivo desea, o son
perseguidos bajo un simulacro de institucionalidad.
Ahora
bien, un gobierno sin límites porque la Justicia está neutralizada por
presiones mafiosas y el Congreso que se limita a ponerle el sello y a firmar
todo lo que manda el Ejecutivo es un gobierno que puede hacer lo que quiere. Es
un gobierno que no está sujeto a un orden jurídico preexistente y utiliza como
papel higiénico la constitución y la república como forma de organización
política. En definitiva, el mensaje a la población es el siguiente: “Acá mando
yo y hago lo que quiero porque ustedes están desarmados y el monopolio de la
fuerza lo tengo yo”. Es decir, es un gobierno que tiene el mismo comportamiento
que un delincuente común que toma rehenes y, a punta de pistola, los obliga a
subordinarse a sus caprichos.
El
primer mensaje que le daría a la población es que vivir sin instituciones es
como ser rehén de un delincuente. Uno está a merced de sus locuras.
¿Cómo
puede humillarnos y robarnos un gobierno no sujeto a la ley? ¿Cómo pueden
humillarnos y robarnos los gobernantes de un país sin instituciones? Basta con
revisar los últimos 30 años de historia económica argentina para advertir los
fenomenales cambios patrimoniales y las brutales transferencias compulsivas de
ingresos que se han hecho.
El
famoso “Rodrigazo” de 1975 no sólo generó una brutal caída del ingreso real
como consecuencia de los dislates hechos durante la famosa “inflación cero” de
José Ber Gelbard, sino que, además, constituyó la primera gran licuación de
pasivos. Una transferencia patrimonial gigantesca gracias a la arbitrariedad
con que pudo manejarse el Ejecutivo. En efecto, quienes habían dado créditos
comerciales en pesos se encontraron con monedas cuando los cobraron. Los pesos
que recibían no tenían capacidad de compra. Habían perdido su patrimonio.
Otro
desastre fue el final de la “tablita cambiaria”, la devaluación, la 1.050 y la
posterior licuación de pasivos. De nuevo, el Estado declaró arbitrariamente a
ganadores y perdedores gracias a la ausencia de instituciones.
La
hiperinflación que desató la política económica de Raúl Alfonsín también estuvo
basada en la ausencia de instituciones. El Banco Central, apéndice del poder
político, emitía moneda en cantidades industriales, lo que destruía el poder de
compra del salario y producía una fenomenal transferencia de ingresos de los
sectores de menores salarios hacia los sectores que habían tomado la precaución
de cubrirse ante el desastre que se venía. El impuesto inflacionario se
transformó en confiscatorio y uno veía a los pobres jubilados yendo a las casas
de cambio para comprar dólares y defender sus pobres ingresos de la
confiscación inflacionaria.
Veamos
otro caso, el de los jubilados. Gracias a la ausencia de instituciones y de un
gobierno limitado, el Estado primero se apropió de los ingresos de los
trabajadores prometiéndoles que en el futuro iban a tener una jubilación digna.
El Estado le dijo a la gente: “Dame tu plata porque sos un idota y no sabés
cómo ahorrar para tu futuro”. El resultado es que, hoy en día, nuestros
jubilados viven de mendrugos porque el Estado pudo hacer lo que le vino en gana
con los aportes y contribuciones al sistema provisional. Las leyes demagógicas
pudieron destruir el futuro de nuestros jubilados porque no hubo una Justicia
que declarara inconstitucional el robo legalizado establecido por el Estado
sobre los ingresos de la gente. La miseria en que viven los jubilados es
consecuencia directa de la ausencia de instituciones y de un gobierno limitado.
No hubo justicia que frenara la demagogia del Ejecutivo y del Legislativo.
Otro
ejemplo. En 2001, el Congreso de la Nación sancionó una ley de intangibilidad
de los depósitos. Una ley que era innecesaria dado que la Constitución
garantiza el derecho de propiedad. La ausencia de instituciones hizo que,
primero, el gobierno restringiera fuertemente el derecho de propiedad
estableciendo el corralito. Luego, el mismo Congreso, pasándole por encima a
las instituciones, pesificó los depósitos y generó otra gigantesca
transferencia patrimonial. Quienes tenían ahorros de toda su vida vieron cómo
se esfumaban por ausencia de institucionalidad. Los gobernantes, actuando como
monarcas absolutistas, decidieron dejar en la miseria a la gente para beneficio
propio y de unos pocos. Nuevamente, la Justicia brilló por su ausencia. Las instituciones
no existieron.
Lo
mismo ocurrió con la deuda. Un presidente interino decidió no pagarla.
Aplaudido de pie por el mismo Congreso que había autorizado el incremento de la
deuda para cubrir el gasto público, los idiotas útiles creyeron que la medida
de Adolfo Rodríguez Saá significaba pulverizar al Fondo Monetario Internacional
(FMI). Nada que ver. Al FMI le pagó por anticipado toda la deuda el progresista
Néstor Kirchner, mientras que los argentinos que tenían sus ahorros en las
AFJP, que habían invertido en bonos del Estado nacional, se vieron estafados y
van a cobrar a los premios. Esta falta de institucionalidad hizo que millones
de argentinos perdieran todos sus ahorros, mientras el FMI festejaba con
champaña haberle cobrado hasta el último centavo a la imprevisible Argentina.
¡Se la había sacado de encima!
En
definitiva, a la pregunta de cómo afecta directamente a la gente la ausencia de
instituciones, la respuesta es: si un país no tiene un Estado limitado e
instituciones sólidas y previsibles, a usted el Estado lo deja en la miseria el
día que se jubile. Le roban los ahorros de toda su vida mediante un simple
decreto de necesidad y urgencia. De un día para otro, usted puede llegar a
comprar la mitad de los bienes que compraba con su salario y su capital de
trabajo puede desaparecer por la inflación.
Sin
instituciones, la gente no tiene defensa frente a un Estado depredador. Sin
instituciones, usted está a merced del delincuente que le apunta con la pistola
en la cabeza exigiéndole que le entregue toda la plata y, encima, le pega para
amedrentarlo.
¿Le
daría usted un revólver a un delincuente para que lo robe, lo golpee y viole a
sus hijas y a su cónyuge? Si la respuesta es no, entonces, empiece a
preocuparse por las instituciones, porque el Estado va a actuar de la misma
forma que el delincuente.
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