Francia: El fantasma fascistoide
Por Raúl Sohr
La Nación, Santiago
En París he hablado con varios izquierdistas y todos tienen una inquietud mortificante. La llaman el trauma del 21 de abril de 2002. En esa fecha se registró la primera vuelta electoral en que se suponía se iba a elegir al sucesor de François Mitterrand entre el socialista Lionel Jospin y Jacques Chirac, el actual Mandatario. En esa oportunidad ninguna encuesta advirtió que el primero sería superado por Jean-Marie Le Pen, el candidato de la extrema de derecha, que enarboló las banderas de la xenofobia.
Con Le Pen nadie podía ni puede llamarse a engaño. El veterano dirigente ha defendido los campos de trabajo forzado alemanes de la Segunda Guerra Mundial así como las torturas aplicadas por las tropas francesas durante el conflicto en Argelia. Pese ello y a sus llamados a expulsar a todos los indocumentados -en su mayoría magrebíes e inmigrantes subsaharianos- logró más votos que el socialista Jospin. Y fue posible porque el sufragio de izquierda se diluyó entre varios candidatos de distintos matices marxistas y alternativos. El voto de protesta, típico de las primeras vueltas presidenciales, primó sobre el útil. El resultado neto fue que el conjunto del izquierdismo no tuvo más remedio que cerrar filas detrás del conservador Chirac, quien venció en forma abrumadora en la segunda vuelta.
En las encuestas para los comicios del próximo domingo -la primera vuelta-, Le Pen aparece con alrededor de 16% de las intenciones de voto. Muy por debajo del oficialista Nicolas Sarkozy, la socialista Ségolène Royal y el centrista François Bayrou. Pero así ocurrió también en 2002, porque los votantes no revelan sus simpatías por el Frente Nacional, el partido de Le Pen. Muchos de sus adherentes temen proclamar sus preferencias fascistoides en público, porque carecen de legitimidad ante la mayoría de los franceses.
En el momento secreto del voto, sin embargo, asoman las verdaderas convicciones y la xenofobia ha hecho carne entre un quinto y cuarto de la población. Y, en la práctica, un cuarto de los sufragios es lo que se requiere en Francia para pasar a la segunda vuelta presidencial, con un electorado dividido entre una docena de candidatos.
Sarkozy ha orientado buena parte de su campaña final a ganar las preferencias de la base electoral del Frente Nacional. Sus consignas se aproximan a las palabras favoritas que repite Le Pen: “Francia, ámela o déjela”. Sarkozy, a su vez, proclama que a aquellos que no les gusta el país, que no se hagan problemas para dejarla. Más aún, en los últimos días dijo que él estaba abierto a recibir votos del Frente Nacional. Le Pen, por su parte, descalifica a Sarkozy, recordando que se trata de un inmigrante, en alusión al padre del candidato, de origen húngaro, mientras que él -Le Pen- sí que es un genuino producto del territorio francés.
En lo que toca a Ségolène Royal, cuya campaña pasa por algunas turbulencias, el reflote de las memorias de las elecciones pasadas podría favorecerla en esta oportunidad. Una izquierda traumatizada luego de una derrota en la que tuvo que ejercer un voto útil en favor del candidato conservador, ahora lo pensará dos veces antes de dispersar sus preferencias.
De hecho, una de las víctimas prematuras del nuevo pragmatismo han sido los verdes, que en esta ocasión sólo obtendrían algo más de 1% de los votos. En todo caso, la campaña de Royal parece no haber encendido el fervor de cambios en su sector. Una plataforma electoral cauta ha desencantado a los más radicales. A la vez, algunas promesas que no aparecen respaldadas en el presupuesto han despertado dudas entre los más pragmáticos. Para los socialistas, a estas alturas, la mejor esperanza descansa en aparecer como el mal menor. Pero esta estrategia es utilizada también por el resto de los principales competidores porque -como suele ser el caso- el centro tiene la última palabra.
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