“Justicia” a grupos, injusticias a personas
Por Armando de la Torre
Siglo XXI
“Hubo una vez…” un ideal, bello como un Ángel, que se enseñoreó del mundo civilizado: el de la igualdad de todos ante la Ley, cual eco remoto de aquel otro de la igualdad de las almas ante Dios contenido en la Revelación monoteísta.
Y, por un momento, hasta lo tuvimos cerca, y lo bautizamos como el “imperio de la ley” por encima de los caprichos y arbitrariedades de las voluntades de los hombres.
Aquel ideal, de acento ligeramente inglés, ha muerto, y hemos regresado a la sobriedad de antaño: a la de los poderosos que, a solas, hacen “Derecho”.
¿Cómo hemos llegado a aceptar semejante muerte?
Porque, como en los cuentos de los hermanos Grimm o de Christian Andersen, un genio malo se nos coló, subrepticio, por el lenguaje, y nos ha sabido aletargar. Y a la píldora mágica con la que se aseguró tal triunfo, entre sonámbulos y gozosos, llamamos justicia “social”.
Cosa rara, porque toda justicia ya sabíamos que por definición es “social”. ¿A qué vino, entonces, adjetivar unos fallos judiciales de “sociales” y otros no?
Ahí reside precisamente la argucia del “genio” malévolo: cuando se trate –nos susurra- de dirimir un conflicto entre dos individuos, llamemos a la sentencia que pronuncie el juez competente justicia a secas; pero si se trata de zanjar un diferendo entre grupos, tengan la bondad, califiquémosla de “social”.
Ahora resulta que cualquier número de hombres y mujeres, organizados de hecho o de derecho, se convierte, de pronto, en un ente que come, ríe, llora, decide, descansa, se afana, crece —o se queda raquítico—, engorda o adelgaza, es feo o es lindo, y nace y muere, como usted, lector, y yo.
Los escolásticos se refieren a esa individualización precipitada por un acto de malabarismo lingüístico como “hipostatización” (del griego “hipóstasis”, persona).
Los juristas, algo más francos, la refieren a las “ficciones jurídicas”.
¿Y los demás? Lo sufrimos como esclavitud creciente de cada concreción de carne y hueso al arbitrio de lo
abstracto y ajeno, de lo vaporoso y utópico.
En esa vena, se le atribuye a Lenin haber declarado: “Amo a la humanidad; lo que no aguanto es la gente”. Al menos, nos consta que de veras prometió: “Ahorcaré al último capitalista con la soga que me habrá vendido el penúltimo”. Por aquellos días, un ingenuo había indagado por qué fusilaba a kulaks –terratenientes- que, a diferencia de otros, sí se habían comportado como buenos patronos, y él le respondió: “No se les mata por sus malas acciones sino por pertenecer a la “clase” social equivocada”.
Así emergió la justicia “social”.
Fue un engendro de los bienintencionados esposos Sidney y Beatrice Webb, a principios del siglo XX, aunque ya se la había mencionado en las célebres “semanas sociales” de Francia.
El pretexto de Mussolini para imponer sus sindicatos “verticales” en la Italia corporativa fascista (igual que para Getulio Vargas en Brasil y el dictador Perón en Argentina). Fue el súbito grito de Lázaro Cárdenas para nacionalizar la industria del petróleo arrebatándosela a sus legítimos dueños, como hoy es abusado por Hugo Chávez para hipotecar el futuro de los venezolanos. O por Evo Morales para que se enfrenten con violencia los grupos étnicos de Bolivia (“divide y vencerás”).
Ha sido también la monótona cantaleta de Fidel Castro para empobrecer y envilecer a todos los cubanos, como en su tiempo fuera la de Stalin para erigir la geografía del Gulag o repetir periódicamente sus “purgas”, o la de Mao para dar su “gran paso hacia adelante” (que fue bien hacia atrás), o para destruir la riqueza histórica de China camuflado de “revolución cultural”.
Pero éstos son sólo casos de extrema franqueza en los Big Brothers que se sienten blindados por lo absoluto de su poder. En el resto del planeta, sólo ha servido para el retorno a un régimen oprobioso de privilegios que pareció haber sido barrido durante las revoluciones políticas de los siglos XVIII y XIX.
(Continuará)
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