Controlando el precio de la gasolina
Libertad Digital, Madrid
Mientras los precios de la gasolina suben, la temperatura de la retórica política asciende aún más rápidamente. Los progres del Congreso de Estados Unidos y los medios de comunicación han iniciado una guerra de palabras, cuyo resultado neto bien podría acabar siendo la exigencia de que se controlen de alguna manera los precios.
El control de precios no es una idea nueva. Ha existido en países de todo el mundo. En la antigüedad, lo hubo en Babilonia y en el Imperio Romano. Fueran cuales fueran las esperanzas que inspiraron la imposición de los controles de precios, los economistas han estudiado sus consecuencias reales, que han sido llamativamente parecidas en distintos lugares y distintas épocas, y casi siempre malas. Entre ellas frecuentemente está que los sitios con control de precios acaben teniéndolos más. Por ejemplo, Nueva York y San Francisco tienen leyes de control de los alquileres y, además, uno de los precios de alquiler medios más altos de todo el país.
Pero quienes presionan a favor del imponer límites al precio de la gasolina no es probable que se detengan a considerar los datos sobre las consecuencias de ese tipo de controles y muchos menos a profundizar en la teoría económica que explica el motivo por el que han dado una y otra vez tan mal resultado.
Este asunto, como tantos otros, probablemente se acabe dirimiendo a base de retórica. Y en este terreno la izquierda siempre ha llevado ventaja. En palabras del ex líder de la mayoría republicana en la Cámara Dick Armey, economista de oficio, «la demagogia gana a los hechos» en las batallas políticas. En este caso, la demagogia asegura que la especulación y la avaricia explican el aumento de los precios de la gasolina y que la solución es poner límites a los mismos.
Intentar refutar palabras que carecen de sentido es perder el tiempo. Si una palabra carece de un significado concreto, entonces no hay nada que pueda refutarse. Especulación es un ejemplo clásico. Se emplea cuando los precios son más elevados de los que la mayoría de la gente ha dado por sentados. Pero no hay nada especial o mágico en aquello a lo que estamos acostumbrados. Cuando cambian las condiciones que determinaron los precios antiguos, es probable que los nuevos sean muy diferentes. No hay que saber latín para entender eso.
¿Cómo han variado las condiciones en los últimos años? El mayor cambio es que China y La India –con más de mil millones de personas cada una– se han convertido en economías de rápido crecimiento desde que comenzaron a relajar los controles gubernamentales y permitieron que los mercados operasen más libremente. Cuando los ingresos medios crecen en países de este tamaño, el incremento de la demanda de combustible tanto para industria como para consumidores es enorme. Aumentar el suministro de petróleo para responder a la demanda creciente no es tan fácil. En los Estados Unidos, de hecho, los progres lo han hecho virtualmente imposible, al prohibir perforar en un montón de sitios y evitar la construcción de nuevas refinerías en el país durante los últimos treinta años.
Los precios son como mensajeros que llevan las noticias de la oferta y la demanda. Como otros en su oficio, se enfrentan al peligro de que haya quien piense que la solución a las malas nuevas que transmiten es matarlos, en lugar de tomar las medidas adecuadas para cambiar las noticias. En efecto, los más firmes partidarios del control de los precios son los mayores oponentes al aumento en la producción de petróleo. Se limitan a pronunciar las palabras mágicas «fuentes alternativas de energía» y se supone que debemos desmayarnos de emoción, sin ponernos groseros preguntando por cosas como el precio.
Después están los célebres beneficios «obscenos» de las petroleras. De nuevo, no existe definición ni criterio alguno que permita diferenciar entre obscenos beneficios para adultos y ganancias toleradas para todos los públicos. No existe ni el más remoto interés en lo grandes que pudieron ser las inversiones que dieron lugar a esos beneficios. En relación a las enormes inversiones en juego, las ganancias de las compañías petroleras ni se aproximan al rendimiento que puede obtener alguien que comprara una casa en California hace diez años y la vendiera hoy.
Los ejecutivos de las empresas petroleras tienen ingresos sustanciales, cercanas a lo que ganan las estrellas progres del cine a quienes nunca se les critica su «avaricia». Y en el caso de que los ejecutivos de las petroleras trabajasen a cambio de nada, no son tantos como para que el cambio produjera una rebaja de unos centavos en el precio de la gasolina.
Pero los hechos no son ni por asomo tan emocionantes como la retórica, y el papel de la mayor parte de la retórica política es servir de sustituto de los hechos.
Thomas Sowell es doctor en Economía y escritor. Es especialista del Instituto Hoover.
© Creators Syndicate, Inc.
- 28 de diciembre, 2009
- 23 de julio, 2015
- 16 de junio, 2012
- 25 de noviembre, 2013
Artículo de blog relacionados
Clarín La batalla por el Presupuesto ha sido la primera gran confrontación en...
14 de noviembre, 2010Prensa Libre Aumentar el salario mínimo en una época tan económicamente difícil no...
30 de diciembre, 2008Perspectivas Políticas Desde hace más de doce años, quienes se han ocupado de...
24 de junio, 2015- 18 de agosto, 2020