Apóstatas y bestias salvajes
Por carlos Alberto Montaner
El Pais, Montevideo
El presidente ecuatoriano Rafael Correa me ha escrito una áspera carta. No me reconoce ninguna autoridad para criticar sus actos de gobierno. No la tienen los veleidosos «apóstatas que abjuraron de sus propios sueños». A él, dice, sólo lo juzgará la historia. La carta es un acuse de recibo al envío de El regreso del idiota, un libro reciente que escribimos Plinio Apuleyo Mendoza, Álvaro Vargas Llosa y yo, prologado por Mario Vargas Llosa. En la obra, que retoma diez años más tarde el tema y la fórmula del Manual del perfecto idiota latinoamericano, hay un breve capítulo dedicado a Correa donde se opina que este joven político, carismático y con notable respaldo popular, es un consumado neopopulista, con la cabeza llena de disparates, que probablemente arrastrará a su país al desastre.
En realidad, no puedo quejarme. El presidente Correa ni pide ni da cuartel. A un transeúnte que le hizo un gesto obsceno de desaprobación lo mandó arrestar. A los periodistas ecuatorianos, en general, los ha calificado de «bestias salvajes» por divulgar videos que comprometen la probidad de algunos funcionarios, mientras a Sandra Ochoa, una respetable periodista que le hizo una pregunta incómoda, la llamó «gordita horrorosa». Ante semejante lenguaje, ser calificado de apóstata es casi un dulce elogio. No obstante, lo más alarmante no es el uso de este inapropiado vocabulario en un gobernante que reivindica la majestad de la presidencia, sino el fondo de la cuestión: el señor Correa cree que cambiar de opinión es un hecho reprobable. No ha descubierto que eso es, exactamente, lo que distingue a las personas razonables e inteligentes de los seres dogmáticos.
Lo de apóstata con que trata de descalificarme viene a cuento de un manifiesto firmado por Mario Vargas Llosa y otros intelectuales, en 1969, cuando Mario sustentaba ideas contrarias a la libertad económica y política, idiotez ideológica y fallo moral de los que se fue librando por medio de lecturas valiosas, por la dolorosa observación del matadero cubano, y por el inocultable horror de todos los gulags provocados por el marxismo leninismo. Sencillamente, Mario, Plinio, Carlos Rangel, Octavio Paz y otros lúcidos intelectuales que en su primera juventud creyeron en las virtudes del socialismo, cuando conocieron de cerca sus frutos tuvieron el valor de renunciar al error, retractarse públicamente, denunciar los crímenes cometidos y colocarse junto a las víctimas. Según el presidente Correa, Vargas Llosa debió permanecer fiel a la equivocación.
Tal vez el señor Correa debería observar el ejemplo de su vecino peruano Alan García. En 1985, a los 36 años, fue elegido presidente. Era, como él, joven, carismático, brillante, cantaba y tocaba la guitarra, y había obtenido un doctorado en La Sorbonne de París. Tenía la cabeza llena de ideas, sólo que las equivocadas. Era estatista y creía en las virtudes del gasto público para modular la economía, desconfiaba del mercado y de la empresa privada, trató de nacionalizar la banca, y atribuía al FMI la culpa de todos los males. Era, sin embargo, un demócrata formal: respetó escrupulosamente la libertad de prensa, no respaldó la expulsión ilegal de la mitad del Congreso, ni trataba de manipular al poder judicial. No obstante, los resultados de su primer gobierno fueron terribles: se desató la hiperinflación, aumentó la pobreza, la inversión cayó en picado y los capitales huyeron, mientras las guerrillas maoístas de Sendero Luminoso incendiaban al país. Alan abandonó el gobierno absolutamente desacreditado. Las tres cuartas partes de la sociedad lo detestaban.
Pero en 2006 volvió al poder. Sus compatriotas le dieron una segunda oportunidad. ¿Por qué? Porque prometió no cometer los errores de su primer período, porque era un extraordinario candidato y, sobre todo, porque su contrincante era Ollanta Humala, la versión local de Hugo Chávez, y la mayoría de los electores no quería meterse otra vez en un berenjenal autoritario y comunistoide como el que conocieron durante la dictadura de Velasco Alvarado (1968-1975), un desastroso espadón que destruyó la economía del país y pulverizó las instituciones democráticas.
Alan García cumplió su promesa. Desechó sus fatigadas fantasías socialistas de la juventud y comenzó a gobernar con la sensatez de cualquier gobernante serio y maduro del primer mundo. ¿Resultado? En Perú la economía crece al ritmo del 8% anual, la pobreza y el desempleo disminuyen, y por primera vez en su historia el país advierte un fenómeno asombroso: los capitales ecuatorianos cruzan la frontera en dirección de Lima. Es una lástima que el presidente Correa no crea en las virtudes de la humildad intelectual y en la rectificación de errores. Me temo que todos los ecuatorianos pagarán caro ese inquietante rasgo de su carácter.
- 23 de julio, 2015
- 4 de septiembre, 2015
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