AMIA: la vida quebrada
Todas las edades. Yasmín, que tenía 12 añitos al morir. Paola y Cristián, que con sus 21 años estaban culminando sus estudios de abogacía. Carla, con 17; Ingrid, con 18; Mariela, con 19, que buscaban su primer empleo en la bolsa de trabajo de la Asociación Mutual. Eugenio era boliviano; tenía 17 años y ayudaba en unas obras de reparación. Y, con ellos, 78 personas más, todas con sus vidas, sus amores y su esperanza; todas convertidas en humo a las 9.53 de la mañana del 18 de julio de 1994.
A esa hora, la muerte viajó en las entrañas de una camioneta Renault Traffic y dejó una herida de sangre y fuego en la calle Pasteur 633, en el corazón de Balvanera. Ibrahim Hussein Berro, militante de Hezbollah, fue el actor material de la matanza, y su "martirio" se honra con una fastuosa placa en el sur del Líbano, allí donde las milicias chiitas han creado su particular Jihadistán.
El "partido de Dios", dedicado a convertir la bondad teológica en una maldad terrenal, conseguía, así, ser el autor del atentado terrorista más importante de la historia argentina. Años atrás, ya había matado a 18 personas en el restaurante El Descanso, de Madrid, y a 29 en la embajada de Israel, en el propio Buenos Aires.
El General Intelligence and Security Service lo considera responsable de estos y otros famosos atentados, y todas las fuentes de inteligencia creen que Hezbollah mantiene células en más de veinte países, particularmente en la opaca triple frontera.
En el Líbano, con sus misiles tierra-tierra Al-Fajr, iraníes; sus temibles Toophan -versión de los misiles estadounidenses antitanque TOW-; los sirios de alcance medio; decenas de miles de piezas de artillería ligera; aviones iraníes no tripulados Mahajer-4 y un ejército de miles de personas, es el auténtico brazo armado de Irán en la zona.
La actualidad lo sitúa en el primer plano de la tragedia del Líbano, pero trece años antes la tragedia se teñía de dolor argentino. Mañana, al sonar de las sirenas, y con el lema de "Hagamos memoria. Reclamemos justicia", los familiares y amigos alzaremos nuestro recuerdo por las 85 personas brutalmente asesinadas en la AMIA. Sus vidas quebradas serán el motor de nuestro compromiso moral.
Sin embargo, la AMIA no sólo es recuerdo de la tragedia. También es el sonoro clamor de años de impunidad, encubrimientos y mentiras, en un largo proceso judicial errático y turbio que, finalmente, ha llevado al ex juez federal Juan José Galeano y al ex titular de la SIDE Hugo Anzorreguy a ser procesados. Y, desde luego, la larga sombra de la duda alcanza al ex presidente Menem. Durante años, las familias de las víctimas han padecido una soledad clamorosa, una indiferencia lacerante e incluso a menudo, una brutal falta de piedad, hasta el punto de que hubo quien consideró que en la AMIA no habían muerto argentinos, sino judíos. Un taxista platense me llegó a asegurar que habían sido los propios judíos los que habían provocado una implosión para dar mala imagen de los árabes. Por supuesto, bajé del taxi. Así, un auténtico acto de guerra perpetrado por un país contra otro -la autoría iraní ha sido demostrada por el fiscal Nisman- se convirtió en una estricta "cuestión judía" y dejó de ser patrimonio argentino. Esta ha sido la lucha de los familiares durante más de una década: la lucha contra el olvido y contra la impunidad.
Cuando parecía que eran derrotados, y que los muertos eran nuevamente asesinados, esta vez en el recuerdo, el trabajo ingente y casi heroico de Alberto Nisman ha creado unas expectativas de justicia que alcanzan dimensión histórica. Fue el revolucionario francés Emmanuel-Joseph Sieyès quien gritó indignado hace siglos: "¡Quieren ser libres y no saben ser justos!", y ésa es la esencia de la libertad, que nunca se puede fundamentar en una lacerante injusticia. Así lo debió pensar este fiscal, que, con paciencia y valentía, fue desmontando las trampas que le habían preparado. Reveló la fabricación de pistas falsas por parte de la "inteligencia" argentina, rastreó el origen del atentado en la reunión que tuvo lugar el 14 de agosto de 1993 en la ciudad iraní de Maashad, puso en evidencia al juez Galeano, que imputó falsamente a policías bonaerenses con quienes tenía cuentas pendientes. E incluso llegó a viajar a Detroit, donde vive la familia del suicida, para ratificar su autoría. Finalmente, en su fascinante dictamen de 801 páginas, Nisman hizo lo impensable: no culpó a "radicales iraníes", sino al régimen de Irán como instigador y a Hezbollah como ejecutor de la matanza. Con su valentía, la Argentina se convierte en el primer país del mundo que ha pedido a Interpol la captura de los jerarcas del régimen islamista.
Ocho son los nombres imputados: Ali Rafjansani, ex presidente de Irán; Ali Fallahiján, ex ministro de seguridad; Ali Akbar Velayati, ex canciller; Moshen Rezai, ex comandante de los Pasdarán; Imad Fayez Moughnieh, ex jefe del servicio de seguridad exterior de Hezbollah; Ahmad Reza Ashgari, secretario de la embajada de Irán; Ahmad Vahidi, ex comandante de la unidad de elite Al-Quds, y, finalmente, Moshen Rabbani, ex consejero cultural de la embajada en la Argentina. El abrió una cuenta en el Deutsche Bank después de la reunión de Maashad y, según parece, compró la furgoneta. Por supuesto, abandonó la Argentina el día del atentado. Como asegura el notable ensayista Gustavo Perednik, Nisman ha sido la esperanza blanca y, contra todo pronóstico, ha cumplido con su cometido profesional y con su compromiso ético. Merece también un aplauso el juez Rodolfo Canicoba Corral, quien no dudó en firmar la resolución contra los imputados iraníes y declaró el atentado contra la AMIA como un crimen de lesa humanidad. Trece años después del atentado, los verdugos parecen no ser tan impunes y las víctimas parecen no estar tan solas. Tiempo al tiempo de la Justicia.
Pero la AMIA es algo más, quizá lo fundamental. El lúcido analista Julián Schvindlerman lo escribió en la revista Comunidades : "Junto con el imperativo ético de honrar la memoria de los caídos, tenemos un obligación práctica y moral de prevenir una repetición de análogas tragedias en el futuro". Esta es la cuestión en su raíz: situar el atentado de la AMIA en el mapa de un terrorismo que ha convertido al mundo en la línea de fuego de su unilateral guerra, y que en la AMIA hizo las pruebas de laboratorio. Más allá del chiismo y del sunnismo; más allá de las contingencias concretas de un atentado que se alentó al albur de promesas incumplidas con Irán, por parte del ex presidente Menem, y, desde luego, mucho más allá de los conflictos abiertos en el mundo, lo que mató en la AMIA fue un totalitarismo nihilista, de base teocrática, que lleva décadas gestándose en el corazón del islam rigorista, y que, en su culto a la muerte, considera objetivo militar a cualquier ser humano, incluso a los propios hijos.
La misma muerte que laceró a 85 familias argentinas ha teñido de sangre el mapamundi. ¿Contamos? Más de 200, en Kenya; 4000, en Estados Unidos; 200, en Madrid; centenares, en Turquía; 400, en Bali; casi un centenar, en Londres; 400 en Beslan; centenares, en Bombay, y todo ello sin contar los miles que suman los atentados en Irak, Afganistán e Israel. Su ambición es imperial. Su ideología es totalitaria.
Su liturgia es religiosa, y su objetivo somos nosotros. Es decir, cualquiera: el que viaja en un tren en Madrid; el que baila despreocupadamente en una discoteca de Bali; el que toma un subte en Londres, o el que buscaba trabajo en la mutual de la AMIA. Si algo está uniendo a las diferentes corrientes del islam fundamentalista es la guerra contra la modernidad, entendida la modernidad como el conjunto de valores que garantizan la libertad. Por eso, los atentados de Buenos Aires contienen una carga tan simbólica, porque fue aquí, un 18 de julio, en la calle Pasteur 633, y antes, un 17 de marzo en Arroyo 916, donde el terrorismo islámico empezó a mostrar su manual de estilo: muerte civil, arbitraria y masiva; gran capacidad tecnológica y financiera; gran libertad de movimientos, protegido por cancillerías de países miembros de la ONU, y una finalidad de largo plazo que, con la práctica del terror, busca la destrucción de las libertades en los países democráticos. Si además se benefician con una justicia corrupta o una indiferencia ciudadana, como pasó con la AMIA, el éxito es rotundo. Por ello, la muerte en la AMIA es una herida en el mundo. Mataron en Buenos Aires a ciudadanos argentinos, pero en realidad atentaron contra su identidad civil: la que configura una sociedad libre.
Mañana (por hoy), a las 9.53, recordaremos sus vidas rotas y volveremos a comprometernos con la libertad. Los pueblos que no tienen memoria del horror no tienen futuro.
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